Críticas en la prensa a La Valquiria en el Teatro Real
La Valquiria en el Teatro Real. Apuntes
Frente a las críticas largas de algunos medios, incluido quizá hasta el nuestro en ocasiones, les vamos a escribir ahora esos apuntes sobre una ópera que vienen a ser la opinión que ustedes pedirían a un amigo de quien se fiasen. No pretendemos más que eso. No esperen doctrina sobre la obra y sus circunstancias. Damos por sentado que se lo conocen.
La puesta en escena de Robert Carsen, estrenada en Colonia en 2010, es difícil de juzgar ya que habrá que conocer el ciclo entero para poder opinar con seriedad. No se entendía, por ejemplo, la nieve en “El oro del Rin” y es ahora cuando se comprende su sentido, en la explosión del acto primero de “La Valquiria”. Digamos por tanto sólo un par de cosas. No ofende y resulta visualmente atractiva en algunos momentos. Así la imagen de soledad en el maravilloso dúo entre Brünnhilde y Siegmund del acto segundo e incluso en su primera escena en el Walhalla. Por el contrario no encuentran su sentido aspectos como la espada o la tardanza en aparecer el fuego que rodea a la inexistente roca donde ha de quedarse Brünnhilde. A veces no cuadran escena y texto, pero esto es algo a lo que ya nos hemos acostumbrado en las puestas en escena actuales.
Pablo Heras-Casado se va estudiando la partitura jornada a jornada y se nota. La orquesta suena francamente bien y se alcanza un buen nivel. Otra cosa es que sorprendan balances como el del mismo inicio, con los importantísimos graves de la cuerda apagados, pero cierto es que también depende de la localidad y la de quien escribe era en una de las primeras filas y completamente en el lateral izquierdo, en el lado opuesto a los contrabajos y chelos. En ocasiones hay demasiada tendencia al efectismo pero en otras, como el citado dúo, se cuida su lirismo y, en general, siempre se deja cantar a los cantantes, lo que es de agradecer. Una dirección plausible que seguro mejorará si se repite el ciclo al completo.
Stuart Skelton sobresale como Siegmund, con una voz de tenor wagneriano lírico de timbre muy grato y potencia suficiente. Impresionante el “Wälse, Wälse!”, muy ayudado por abordarlo desde la embocadura del escenario. Lo contrario le sucedió al barítono Tomasz Konieczny en el gran final de la despedida de Wotan. Aquí hace falta un barítono-bajo y él no lo es, viéndose adicionalmente perjudicado por cantar demasiado al fondo de la escena. Superó el momento, pero quienes conocen bien la obra echarán de menos mayor gravedad. Bien en el resto de su parte. Nada que objetar a Adrianne Pieczonka, una Sieglinda líricamente contenida. René Pape demostró el gran cantante que es, aunque los años pasen y se perciba. Ricarda Merbeth sobresalió en su impactante entrada del “ ¡Hojotoho!” por la seguridad en el agudo y se mantuvo digna, decayendo en el segundo acto por faltar centro y graves. Daniela Sindram compuso una Fricka que parecía una perfecta ama de casa del barrio de Salamanca en su mansión del Walhalla reprochando a su marido el adulterio. Muy correcto el resto del reparto, con una impresionante Daniela Köhler como Helmwige al inicio del tercer acto.
Se lo pasarán bien y no se les harán largas las casi cinco horas, dos descansos incluidos. Beckmesser
Pero no todos opinan lo mismo, como pueden leer a continuación.
Música y libreto: Richard Wagner. Director Musical: Pablo Heras-Casado. Concepción: Robert Carsen y Patrick Kinmonth. Director de Escena: R. Carsen. Escenógrafo y Figurinista: P. Kinmonth. Iluminador: Manfred Voss. Intérpretes: Stuart Skelton, René Pape, Tomasz Konieczny, Adrianne Pieczonka, Ricarda Merbeth, Daniela Sindram, Julie Davies, Samantha Crawford, Sandra Ferrández, Bernadett Fodor, Daniela Köhler, Heike Grötzinger, Marifé Nogales y Rosie Aldridge. Orquesta Titular del Teatro Real. Madrid, Teatro Real
Antes y después de la guerra
La temporada pasada, la imaginación de Robert Carsen iniciaba la tetralogía wagneriana convirtiendo El oro del Rin en un anuncio apocalíptico, adelantándose a un crepúsculo que degradaba a los dioses a la modestia doméstica de una familia de clase media reacia a pagar la factura de su chalé. Ni rastro de dos de los estilos que conforman la obra (el cuento maravilloso y la saga germánica), y una versión pobretona del drama existencial, el tercer estilo que cohabita con los otros en la compleja estructura.
La puesta en escena de la primera jornada resulta menos agresiva en su insistencia apocalíptica, pero cabe reprocharle la endeblez del criterio elegido para contar la tensa e intensa historia: una ambientación entre bélica y militar que se contenta con amueblar cada episodio sin desentrañar a fondo sus recovecos. Los amantes gemelos se encuentran en una especie de casamata, defendidos por sus intérpretes con bravura; Stuart Skelton es un Siegmund talludo cuyo encuentro con la hermana le pilla algo mayor, pero comprendemos su entusiasmo; la excelente Adrianne Pieczonka como Sieglinde consigue comunicar la calidad de su dulzura a pesar de su atuendo de camuflaje. Tomasz Konieczny impone su Wotan gracias a su calidad de actor, pues al cantante le falta autoridad maligna, igual que al Hunding de René Pape cabe exigirle mayor truculencia. Daniela Sindram es una impecable Fricka, adecuadamente vestida de señora bien. Muy dinámicas y jacarandosas las valkirias, que parecen haber salido a guerrear con una batita de andar por casa, capitaneadas por la Brunilda apasionada y trémula de Ricarda Merbeth, quizá lo mejor del reparto.
Pablo Heras-Casado se mostró en el primer acto en exceso tímido y respetuoso acariciando apenas una música que en el segundo acto se benefició de un efecto expectorante, y en el último alcanzó una respiración de amplio aliento y gran belleza, magníficamente ambientada en un campo de batalla despojado y lívido, donde Wotan y Brunilda se aman y despiden entre los cadáveres de las víctimas de una escaramuza abstracta (quizá la que el mundo debe soportar cada día).
Éxito moderado. Aplausos para los cantantes y figurantes, redoblados cuando apareció Heras-Casado y la orquesta se levantó en el foso. Extraña la ausencia de los responsables del montaje escénico, un inexplicable anonimato. Álvaro del Amo
ABC 14/02/20
«La valquiria» o el encuentro de las partes
Continúa el Teatro Real recorriendo «El anillo del nibelungo» a partir de la puesta en escena de Robert Carsen y Patrick Kinmonth, suficientemente rodada desde su estreno en Colonia en 2010, y la dirección musical de Pablo Heras-Casado, recién llegado a la obra y, por tanto, todavía inédito ante el polisémico texto wagneriano. Visto «El oro del Rin» la pasada temporada, se presenta ahora «La valquiria», con nueve representaciones inauguradas en la noche del miércoles.
[…] Los ingredientes que esta propuesta escénica incorpora a la primera jornada (el depósito de armas, el salón-búnker frío y militar, el campo tras la batalla… la nieve como adhesivo al prólogo) formalizan un espacio capaz de remarcar los tres encuentros fundamentales: entre Siegmund y Sieglinde, Wotan y Fricka, Wotan y Brünnhilde. Particularmente el primero, gracias a que lo defienden Stuart Skelton y Adrianne Pieczonka, con la sombra soberbia y todavía dominadora de René Pape (Hunding).
Ambos hacen una muy notable recreación, apoyados en la limpieza del timbre, en la claridad de la dicción y el atractivo de la linea. […] El primer acto, tan transparente y complejo, sonó con particular tensión, sostenido por una orquesta todavía nerviosa, abierta, apoyaba en una lectura a veces demasiado deletreada y ante la que Heras-Casado reafirmó algunas claves de su versión: la contención lírica, muy evidente en « Winterstürme» y luego en la definitiva música del fuego mágico, la preferencia por una sonoridad más brillante y estratificada que compacta y construida desde el grave (revelador el preludio inicial o la cabalgata), meticulosidad antes que soltura, escrupulosidad y realidad frente a imaginación.
[…] las voces destacan por su buena adecuación. Daniela Sindram (Fricka) resuelve la parte con veteranía; coloreada, con altibajos y garra escénica se presenta Ricarda Merbeth (Brünnhilde),y, como ejemplo de eficacia, ambición heroica y solvente realización queda el «relato» de Tomasz Konieczny (Wotan). La claridad y seriedad de la propuesta marcan a esta «Valquiria», cuya solidez implica la visión actual, limpia y sin repliegues de un texto que nació siendo legendario. Alberto González Lapuente
EL PAÍS 13/02/20
Segunda entrega de ‘El anillo del nibelungo’ de Richard Wagner en el Teatro Real
Rebobinemos. Hace poco más de un año se vio en el Teatro Real la víspera, o el prólogo, de las tres jornadas que integran El anillo del nibelungo, la colosal odisea dramático-musical de Richard Wagner. Al final de El oro del Rin, tras la tormenta desatada por Donner, los dioses se trasladan al Valhalla sobre un prodigioso arcoíris que se eleva hasta la fortaleza por encima del valle. Entonces el fenómeno óptico se transmutó en una extraña nevada cuyo verdadero sentido solo alcanzamos a comprender ahora. Nacida en su momento para representarse en tan solo dos días contiguos (con sendas dobles funciones) de un maratoniano fin de semana en la Ópera de Colonia, esta producción de Robert Carsen conectaba de forma perceptible los comienzos y los finales de las sucesivas entregas de la tetralogía, y aquella nieve cuyo simbolismo resultaba difícil de entender no era más que el presagio de la tormenta que sirve justamente de punto de arranque de La valquiria. Muchos meses después hay que volver a situarse mentalmente en aquella casilla: esta es una partida larga y espaciada en el tiempo.
De hecho, todo empezó a su vez justamente con un gran rebobinado, ya que Wagner comenzó redactando lo que a la postre acabaría siendo el final de la epopeya: La muerte de Sigfrido. Para comprender cómo y por qué se había llegado hasta allí necesitó de nada menos que tres precuelas –muy distintas y, a la vez, complementarias–, con lapsos entre una y otra que se completan solo en parte en el curso de la acción posterior. En La valquiria, por ejemplo, reencontramos únicamente a dos de los personajes que aparecían en El oro del Rin: Wotan y su esposa Fricka. El resto han desaparecido, del mismo modo que esta última –aunque invocada in absentia por Hagen en Ocaso de los dioses, al igual que hacen Hunding, Siegmund, Wotan y Brünnhilde al final del segundo y el tercer actos de La valquiria– se encuentra por completo ausente en las dos últimas jornadas.
Lo que más individualiza a la primera jornada de El anillo del nibelungo respecto a la víspera que la antecede es, sin duda, su traslado al mundo de los humanos y, sobre todo, la irrupción –“erupción” también serviría– del amor, referido, sí, en El oro del Rin, pero nunca explicitado como tal: la lascivia de Alberich no tiene nada que ver con él. Ahora, en cambio, constituye la esencia absoluta del primer acto, cuando el proceso de anagnórisis que va cuajando lenta y retrospectivamente entre Siegmund y Sieglinde acaba desembocando en una desenfrenada pasión fraternal y, de resultas de ella, en la procreación del héroe que dará título a la siguiente entrega. En el Anillo, los sucesos van anudándose implacablemente, con la misma inevitabilidad con que las normas van tejiendo la cuerda del destino.
Pero en La valquiria hay otras tres parejas no menos importantes: la formada por Wotan y Fricka, la que integran el dios de dioses y su hija predilecta, Brünnhilde, y el matrimonio sin amor que Sieglinde se vio forzada a contraer con Hunding. Como diosa del matrimonio, Fricka representa el viejo orden, sumida en la irresoluble contradicción de ver cómo ella no es la madre de ninguno de los once hijos de Wotan que desfilan por el drama: ocho de las nueve valquirias, nacidas de una mujer innominada, probablemente humana; Brünnhilde, hija de Erda, la diosa de la Tierra; y los propios gemelos Siegmund y Sieglinde, concebidos con otra mujer mortal, una volsunga (“Wälsung”, leemos una y otra vez en los incongruentes sobretítulos). En el Anillo no hay matrimonios felices: las dos parejas de La valquiria son desdichadas y estériles. El verdadero amor solo nace fuera del matrimonio, al margen de las normas. Hunding es el hombre brutal, despótico, vengativo, salvaje, apegado a su clan, que solo concibe a una esposa como una mujer sojuzgada por su voluntad. Las tres parejas mantienen largos diálogos, por trechos monologados, que constituyen la esencia del drama. Y a lo largo de ellos van aflorando las tensiones que director y cantantes tienen que sacar a la luz y graduar cuidadosamente, porque en Wagner nada es repentino, inexplicado (o inexplicable, como sucede en tantas y tantas óperas) ni soslayable.
Así, el primer acto se halla dominado por la tensión sexual entre Sieglinde y Siegmund, que deviene por fin en incestuosa, aunque, como anotó Schopenhauer en su copia del libreto, el telón baja justo a tiempo (“rápidamente”, escribe asépticamente Wagner, que vio en el perseguido y amenazado Siegmund a una suerte de álter ego). Luego asistimos a la tensión conyugal entre Wotan y Fricka, que encarnan tesis irreconciliables, aunque a la postre es ella quien, tras acorralar al dios frente al espejo de sus propias contradicciones, logra imponer su criterio. El triángulo se cierra con la tensión paternofilial entre Wotan y Brünnhilde, la más importante y fecunda de todas, la que presenta más dobleces y la que, en fin de cuentas, se convertirá en el motor de la acción. Ella se humaniza, deja de ser diosa y, al sentir compasión ante el destino fatal de Siegmund y Sieglinde, decide ayudar a ambos, pagando al final muy cara su desobediencia. Habrá que esperar a Siegfried para que sea recompensada su osadía y se vea liberada de su castigo. De la empatía que le despierta el amor incondicional que inflama a sus dos hermanos pasará a experimentar años después ese mismo sentimiento en carne propia. Y justamente con el futuro fruto nacido de aquel primer amor: los dioses, no lo olvidemos, son eternos.
Para plasmar todo este complejo entramado de tensiones, Wagner se vale no solo del texto que confía a los cantantes, sino también, y de manera aún más prominente, de un arsenal de motivos melódicos y armónicos repartidos entre la orquesta –a menudo yuxtapuestos de forma simultánea– que experimentan una metamorfosis incesante a fin de poder contar también ellos, sin palabras, cuanto acontece, ha acontecido e, incluso, acontecerá en el escenario. Y muy especialmente, claro, lo inefable. Y aquí es donde radica la grandeza de Wagner y su obra de arte total: el andamiaje básico de la trama funciona como un mecanismo de relojería y hace que aquella se cierre siempre magistralmente sobre sí misma, pero una lectura literal o literalista se pierde todo lo importante. Estas obras nos invitan –exigen casi– a ahondar, descubrir, reflexionar, y comprender.
Una puesta en escena es justamente eso: una lectura o, mejor aún, una propuesta de lectura que el director ofrece al público. En Wagner, la panoplia de posibilidades es casi infinita, y con cada uno de los enfoques (filosófico, histórico, ahistórico, mitológico, moral, político…) se despliega a su vez un abanico de distintas opciones. Pretender abarcarlo todo y pecar de ambicioso supone una condena segura al fracaso, una trampa en la que, como ya vimos en El oro del Rin, Robert Carsen no se mostraba dispuesto a caer. Su mirada parecía antropocénica al mostrar una naturaleza degradada y denigrada por el ser humano, al tiempo que se revelaba muy poco complaciente con los dioses, caricaturizados casi como figuras ramplonas, mediocres, con Wotan convertido en un oficial chusquero, frágil y apocado. Su mejor virtud es que es poco intrusiva, sin interferir en el texto, mientras que su peor defecto es que apenas toma partido: ni sus leves añadidos –casi siempre en forma de soldados– a una escenografía mínima heredada de El oro de Rin aportan nada relevante, ni el movimiento físico y psicológico de los personajes aparenta obedecer a un plan maestro. Tampoco parecen importarle gran cosa al director canadiense los símbolos –la lanza de Wotan, Nothung hecha pedazos tras impactar supuestamente con ella, la roca en la que habrá de dormir Brünnhilde su larguísimo sueño– y la muerte de Hunding riza el rizo de la abstracción.
Stuart Skelton compone un Siegmund muy creíble, desde el fugitivo exhausto del comienzo hasta el amante incondicional del segundo acto: quizá ningún momento de las casi cinco horas de representación superó en emoción a sus dos “Wälse!” largamente exclamados. Y al final del acto arriesgó tanto que estuvo a punto de emular a Jon Vickers en Bayreuth en 1958. Adrianne Pieczonka cantó con enorme inteligencia, no intentando nada por encima de sus posibilidades actuales, lo que se tradujo en una Sieglinde muy intimista, a ratos casi liederística, con frases de enorme musicalidad y reservando las efusiones para momentos muy contados, como cuando recibe los restos de Nothung (aunque aquí no son tales) de manos de Brünnhilde tras revelarle su embarazo en el tercer acto. En Ricarda Merbeth, lejos también de su esplendor vocal, las intenciones superan a la realidad y su valquiria suena con demasiada frecuencia destemplada en el agudo e incolora en el grave, sin el arrojo juvenil que debería caracterizarla. Tampoco en el anuncio de la muerte de Siegmund del segundo acto, una de las cimas musicales absolutas de la ópera, logró transmitir su condición de digna hija de Erda: sabia, serena y elocuente a un tiempo.
Tomasz Konieczny es un Wotan con una voz notable lastrada por dos serios problemas: su tendencia a un canto monótono que le impide profundizar en el insondable fondo psicológico del personaje (que eclosiona sobre todo en el largo monólogo confesional del segundo acto) y las dificultades para mantener un canto noble y expresivo cuando apiana. Aun así, hemos ganado muchos enteros con respecto al Wotan de El oro del Rin, si bien tanto él como Greer Grimsley nos han ofrecido a un dios muy poco divino y sin la crueldad que aquí le lleva nada menos que a cometer un filicidio, amén de la terrible venganza con que castiga a su hija más querida. Parece claro que Carsen siente escasa simpatía por el personaje, pero pocas cosas se entienden en el Anillo sin acudir a las complejidades, las contradicciones y los infinitos recovecos de Wotan. En su duro enfrentamiento dialéctico con él, Daniela Sindram es una Fricka más gélida que airada. René Pape, en su breve papel como Hunding, no es tampoco el que fue, pero eso no le impide dar un recital de dicción y de canto wagneriano, que consiste en utilizar la voz como si fuera un instrumento más integrado en la orquesta, no desgajado de ella.
A su vez, en un mundo ideal, los instrumentistas deberían tocar con la flexibilidad con que los cantantes manejan sus voces, algo que apenas pudo escucharse por la dirección casi siempre en exceso métrica y rígida de Pablo Heras-Casado. Llamaba la atención, claro, la convivencia de cantantes curtidos en mil batallas wagnerianas frente a la bisoñez de un director que está afrontando ahora su primer Anillo. En realidad, la situación soñada para el responsable de cualquier teatro sería poder contar con cantantes maduros pero aún en su esplendor vocal y con un director musical con un gran bagaje teórico y práctico para sacar el mayor partido de ellos y convertir a la orquesta no en acompañante sino en copartícipe del drama. Heras-Casado empezó su Valquiria, sin embargo, con una tormenta inicial olvidable y confusa, demasiado rápida (“tempestuoso”, indica simplemente Wagner), con los cinquillos y las semiescalas ascendentes y descendentes del motivo de Siegmund (una derivación del de Wotan, de quien aún no ha podido liberarse) en violonchelos y contrabajos agapazados bajo los incesantes seisillos de violines y violas: el conjunto sonó más a una obertura de concierto que al presagio de la inminente aparición de un hombre que huye acorralado por sus enemigos. El primer acto fue en general desnortado, falto de poso e intensidad, demasiado desligado de lo que sucedía en escena, y con una traducción también rítmicamente imprecisa del motivo de Hunding: las dos negras, ¡el silencio!, las dos fusas, el tresillo, el anfímacro final. Cuanto más nítidamente articulado se traduzca, más ominoso resulta.
Posteriormente logró alzar el vuelo en momentos puntuales de las escenas centrales del segundo acto (el director granadino parece más afín a los pasajes estáticos que a los más arrebatados, donde la dinámica se le desmanda y las piezas se le desbaratan) para volver a las andadas en el tercero, iniciado por una cabalgata de las valquirias de nuevo emborronada y coronado por una pobre despedida de Wotan, traducida más como una suma deshilachada de diversas partes que como el gran arco unitario que es: si esta música no despierta escalofríos de emoción es que algo está fallando. En la orquesta se mostró más consistente la madera que el metal, mientras que la cuerda tampoco brilló como en sus mejores tardes bajo otras batutas (y Capriccio viene de inmediato a la memoria). La partitura es, cómo negarlo, agotadora (supera el millar de páginas) y exigentísima para todos, la orquesta ha simultaneado los ensayos y, a partir de ahora, las representaciones con las de La flauta mágica y una obra como esta jamás puede contar con el tiempo suficiente de preparación. Quizá por ello hubo excesivos desequilibrios entre secciones orquestales y dentro de ellas: al final, quedaron demasiadas tensiones sin resolver, porque musicalmente quedaron expresadas a medias y porque Wagner, claro, deja cabos sueltos. Continuará. Luis Gago
LA RAZÓN 14/02/20
Instantes fugaces del mejor Wagner
El Teatro Real presenta “La valquiria”, con dirección musical de Pablo Heras-Casado y escénica de Robert Carsen
Llega al Real la primera jornada de “El Anillo” wagneriano, inaugurado con el “Prólogo” que es “El oro del Rin” el pasado año: “La valkiria”, segunda ópera del ciclo más famoso de la historia del género, probablemente la partitura más lograda de las cuatro desde los puntos de vista literario y musical, la que resume de la mejor manera las tesis del autor sobre la obra de arte total, la que denota un mayor salto cualitativo en la búsqueda y consecución de un lenguaje que ya se apuntaba en sus óperas anteriores, especialmente, claro, en la que sirve de pórtico. Estamos ante un prodigio de equilibrio, compacta construcción, admirable dosificación y manejo de tensiones y climas, con un modélico uso del “leitmotiv” o motivo conductor y su hábil regulación dramática. El concepto tiempo empieza a entenderse desde aquí de otra manera.
La concepción escénica de Carsen priva a la obra de buena parte de sus significados, de su dimensión mítica, de su proyección emocional en busca de una aproximación más bien a ras de tierra en la que todo transcurre en una época más o menos actual, en un paisaje desolado –excepto la primera parte del segundo acto, que se sitúa en el lujoso palacio de Wotan, ataviado aquí como un oficial bien provisto de galones-, en donde Hunding, conectado con el poder, es al parecer un traficante de armas. Nieva abundantemente en muchas ocasiones, incluso al principio del bellísimo canto a la primavera. Hay, claro es, numerosas incongruencias, tan habituales en las puestas en escena de hoy; y Carsen tampoco escapa a esta ya instituida costumbre.
Con una escena semejante, que de pronto aparezca una espada medieval extraída de un tronco caído, no debe chocar. Como que Sieglinde sea un miembro más del clan de malhechores; o que Brünnhilde en ningún momento parezca una guerrera: ella y sus hermanas sí que deberían serlo según Wagner. Llevan todas por único atavío una especie de bata amarronada y enormes melenas postizas. No hay que negar, sin embargo, que algunas secuencias están bien resueltas, como la de todo el extenso dúo entre Brünnhilde y Siegmund, en medio de un paisaje inhóspito, con un jeep averiado como único enser. Excelente iluminación de Manfred Voss, que supo envolver asimismo el final de la ópera en una muy evocadora atmósfera, lo que en cierto modo contrarresta la dudosa solución prevista para el castigo de la Walkiria, tumbada a ras del suelo nevado, con unas llamas al fondo. Aunque eso quizá sea lo de menos.
Con todo lo dicho, muchos de los aspectos más definitorios de la obra quedan orillados al partir de una observación desde un ángulo más bien materialista. Claro que está la música, la gran música del mejor Wagner, y esta tuvo una muy plausible realización. Hay que empezar por el buen trabajo de Heras-Casado, que logró algunos instantes de excelente plasmación sonora, así todo el desarrollo del segundo cuadro del segundo acto, con un análisis detallado y adecuadamente labrado del extenso dúo Brünnhilde-Siegmund, donde los planos quedaron bien reproducidos y la prestación orquestal brilló a buen nivel. Como lo hizo en la parte final del dúo de cierre y en el remate de la ópera.
En general a la mano rectora le faltó clarificar planos en los agitados y complejos comienzo y cierre del primer acto, por ejemplo, y templar ataques para conseguir una reproducción menos agreste y cortante de tantos pasajes, en los que los timbres no aparecen controlados para evitar sonoridades poco reconfortantes, en las que participó una bien engrasada orquesta (con las seis arpas prescritas). Buen trabajo necesitado de depuración que, sin embargo, sirvió para obtener en general el tono adecuado en el acompañamiento de las voces y conversar con ellas. Fueron las mejores con diferencia las de Adrianne Pieczonka, una Sieglinde en su sitio, con buena delineación de su solo “Du bist der Lenz”, recreado gracias a una voz bien puesta de soprano lírica con arrestos, y la de Stuart Kelton, un Siegmund valiente, de timbre algo nasal de lírico ancho, de emisión bien proyectada, con un sol natural y un la bemol agudo excelentemente colocados, lo que le dio la posibilidad de lanzar por todo lo alto sin problemas las famosas llamadas: “Wälse, Wälse!”.
A Ricarda Merbeth le falta dimensión, amplitud en centro y graves, donde la voz –que no es la de una soprano dramática- se estrecha y vibra feamente, con diminutos pero apreciables golpes de glotis. Va bien arriba, hasta el do sin problemas, pero el sonido sale en exceso abierto y desabrido, a veces casi en un grito. Canta con la cabeza totalmente echada hacia atrás, lo que propicia ese efecto nada agradable. Tomasz Konieczny posee un buen caudal de barítono, no de bajo-barítono, lo que le priva de dimensión para un Wotan en condiciones. El timbre es poco grato, metálico y un tanto engolado, pero tiene extensión y es buen actor. René Pape prestó su solidez en un siniestro Hunding, pero su voz de bajo cantante ha perdido buena parte de su antiguo lustre. Un tanto descolorida la de Daniela Sindran, una mezzo de escasa proyección, pero que actuó con mucha propiedad actoral. Buen nivel el de las walkirias, ocho cantantes bien adiestradas, con dos españolas entre ellas. Buen éxito general y muchos aplausos al final. Arturo Reverter
Últimos comentarios