Pésaro: Cura de optimismo con Rossini
Cura de optimismo con Rossini
El Festival Rossini de Pesaro reúne cada año a los amantes de la obra del italiano en un entorno marcado por la alegría, el brillo de la música y la belleza del paisaje.
Hay compositores cuyo carácter y cuya música imprimen una manera especial y muy determinada de acercamiento a su obra y de celebración de su recuerdo anual. Así, en un extremo, tendríamos el Festival de Bayreuth, al que se acude con un espíritu ceremonial, litúrgico, como a una catarsis colectiva en la que importa más la renovación espiritual anual que el disfrute sensorial. La estrechez y la incomodidad de los asientos, la ausencia de refrigeración en pleno verano continental, la larga espera de años para conseguir entradas, las abstrusas puestas en escena… Todo hace de la peregrinación a la verde colina de Baviera un acto de expiación no exento de sufrimiento.
Todo lo contrario que en Pesaro, la cuna de Gioachino Rossini (1792-1868). Su música, como es bien sabido, es pura energía, vida puesta en sonido, ritmos siempre cambiantes, relámpagos de la más brillante vocalidad. Y además está el propio carácter del compositor, que suavizaba su tendencia a la melancolía con la búsqueda del goce de todos los sentidos y de todas las oportunidades de la vida. Amante de las buenas compañías y de las buenas conversaciones, de la buena mesa y de los buenos vinos, el festival que desde hace 37 años presta homenaje al eterno Rossini se contagia de su propio espíritu. Nada de estiramientos sociales ni de falsas etiquetas entre el público, nada de pasarelas de la moda a la entrada de los teatros. No, quien allí acude lo hace para ser feliz, para gozar de unos días de sensaciones euforizantes, para vibrar con las mejores voces internacionales en compañía de amigos.
La edición de este verano, del 10 al 19 de agosto, estaba marcada por la celebración de los 20 años del debut de Juan Diego Flórez. A él estuvo dedicada la gala lírica final con la intervención, entre otros, de las jóvenes cantantes españolas Marina Monzó y Ruth Iniesta. Pero lo más importante fue la participación del tenor peruano en la impresionante producción de La donna del lago. A despecho de una puesta en escena algo redundante y con elementos prescindibles, la dimensión musical alcanzó, en palabras de muchos de los asiduos asistentes, uno de los más altos niveles que se recuerdan. La verdad es que sería muy difícil completar un cuarteto vocal de la categoría del allí reunido.
Flórez, en la ciudad que este verano lo ha nombrado hijo adoptivo, dio lo mejor de sí en el duetto del primer acto y en su aria del segundo, con un legato de libro y el brillo inconfundible de su timbre. Pero frente a él tuvo a un soberbio rival (dramático y vocal) en el tenor Michael Spyres, de espectaculares medios como auténtico baritenor y en cuyo número de salida dejó asombrado al público con saltos interválicos imposibles, densidad en el registro grave e insultante facilidad para superar la barrera del Do superior. Como protagonista femenina se alzó con el triunfo la joven Salomé Jicia, de la cantera de la Accademia Rossiniana que dirige Alberto Zedda, merced a una voz de bellas tonalidades y a una expresividad puramente romántica. Y como cierre la netamente rossiniana mezzosoprano Varduhi Abrahamyan, todo terciopelo en su voz y dueña de fáciles agilidades. La muy dramática y detallista dirección de Michele Mariotti completó una noche irrepetible.
Los otros dos títulos de este festival fueron Ciro in Babilonia e Il turco in Italia. En la primera, con una muy imaginativa y brillante puesta en escena de Davide Livermore que evocaba el mundo del cine mudo de Griffith y su película Intolerancia, se contaba con la presencia de la bien conocida Ewa Podles. La voz sigue siendo un verdadero cañón, con auténtico registro de contralto y cierta soltura para la coloratura, pero los años han provocado la ruptura de la unión de los tres registros y han hecho aflorar cambios abruptos de color, ataques ácidos y sonidos descubiertos. Junto a ella la magnífica soprano Pretty Yende, de fraseo emotivo y conmovedor y una espectacular coloratura. El nuevo intento de conectar a Rossini con el mundo del cine no le salió tan acertada a Livermore en su nueva producción de Il turco in Italia, pues la idea de unir el argumento con el universo felliniano de Amarcord, La Strada o The Clowns no pasó de la simple superposición de dos dramaturgias paralelas que no se explicaban la una a la otra. Mejor funcionó el aspecto musical con una chispeante dirección de Speranza Scappucci y un elenco muy solvente encabezado por Olga Peretyatko, Erwin Schrott (sobreactuado, como es en él habitual) y un magnífico Nicola Alaimo.
Una de las señas de identidad de este festival es su apuesta por los jóvenes cantantes a través de la mencionada Accademia y que culmina cada año con la imaginativa y muy teatral producción de Emilio Sagi de Il viaggio a Reims (¿sería mucho soñar verla en Sevilla?) y en el que en esta ocasión sobresalieron el joven director Gabriel Bebeselea y dos muy prometedoras y muy rossinianas voces españolas: la de la soprano Marina Monzó y la del tenor Xabier Anduaga. Algunos de estos jóvenes actuaron también en el recital Il cerchio magico, con obras de Rossini y de algunos de sus cantantes y en el que destacaron las voces de Ruth Iniesta y de la maravillosa mezzo, cien por cien rossiniana, Cecilia Molinari. Ambas pusieron brillante cierre con un delicioso dúo de Pauline García-Viardot. A. Moreno Mengíbar
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