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Opiniones foreras sobre la próxima temporada del Real
Para ustedes las críticas del Simon Boccanegra en Valencia
Por Publicado el: 26/03/2007Categorías: Diálogos de besugos

De cómo unos y otros ven “La pietra del paragone”

He aquí las diferentes críticas publicadas sobre el último Rossini del Real. Leanlas primero y luego lean mi conclusión.

EL PAÍS:
Un derroche de inteligencia
J. Á. VELA DEL CAMPO
EL PAÍS – Cultura – 26-03-2007
Rossini se ha instalado en el Teatro Real hasta mediados de abril con una producción en clave de comedia elegante, rebosante de inteligencia y belleza plástica, que viene del Festival de Pesaro, donde se estrenó en 2002 con un éxito colosal. Es una bendición de los cielos poder escuchar este Rossini en Madrid con los aires de crispación que flotan en el ambiente. El compositor italiano es un bálsamo para los sentidos, una medicina que no falla, un relajante absoluto.

Tiene además este espectáculo dos bazas que lo sitúan a niveles de excepcionalidad. La primera de ellas es la dirección musical de Alberto Zedda, el gran rossiniano de nuestro tiempo, por su capacidad de transmitir un impulso vital que integra factores tan fundamentales en Rossini como la abstracción de la música y el tono de comedia de caracteres. Sacó de la Sinfónica de Madrid una lectura llena de lucidez, de melancolía, de humor de sonrisa sin caer en lo bufo, de humanismo, de ternura. Extraordinario.

La segunda baza es, claro, la dirección teatral y escenográfica de Pier Luigi Pizzi. El maestro milanés es un príncipe de las arquitecturas teatrales. En esta ocasión recrea la atmósfera de una casa campestre de ricos a lo Alvar Aalto, en una gama cromática en rojos, negros, blancos y verdes, con un espectacular vestuario femenino. La racionalidad geométrica se funde con la libertad de la naturaleza y, en esas coordenadas, la música de Rossini se sitúa a sus anchas. No dispone Pizzi de una pasarela cerrada, como en Pesaro, pero se adapta al espacio existente para desplegar sus exigencias teatrales y narrativas al servicio de una historia de pequeñas anécdotas casi domésticas, en la que mantiene el pulso y el ritmo escénico con fluidez, espontaneidad y un gran oficio detrás. Una lección de servicio a la partitura, sin renunciar a la creatividad.

Los cantantes -desde Marco Vinco o Pietro Spagnoli hasta Raul Giménez o Marie-Ange Todorovich- se lo creen, y su actuación en conjunto e individualmente es soberbia, teatral y musicalmente, integrándose con naturalidad en las reglas del juego que les ponen en suerte Zedda y Pizzi. El espectáculo corre en la integración de los diferentes elementos y la sonrisa se instala en el estado de ánimo. Tenía 20 años Rossini cuando estrenó La pietra del paragone, y antes ya se habían representado otras seis óperas suyas. Qué tío.

ABC:
ARTÍCULO ABC – 26 de marzo de 2007.
ÓPERA
«La pietra del paragone»
Autor: G. Rossini. Int.: M. Todorovítch (Clarice), L. Brioli (Aspasia), P. Bicciré (Fulvia), M. Vinco (Asdrubale), R. Giménez (Giocondo), P. Spagnoli (Macrobio), P. Bordogna (Pacuvío), T. Bibiloni (Frabrizio). Coro y Orq. Titular del Teatro Real. Din escena: P. L. Pizzi. Dir. musical: A. Zedda. Lugar: Teatro Real. Fecha: 25-I11
Amistades interesadas
ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
La ópera está hecha para sufrir o para llorar. Sin andarse por las ramas, con cierta gracia y bastante desengaño, lo sugería Felipe Pedrell, padre espiritual de buena parte de nuestra música (siempre es necesario volver a los clásicos). Intimando un poco más, cuenta que la ópera es asunto abonado para las amistades. Entre ellas la del crítico, por supuesto. En su tiempo pudo ser el que recibía favores, hoy es el que tutela a la cantante o el más distinguido que cena, come y se desayuna con el director de escena para luego explicar sus infinitas bondades y, de paso, dar consejos a los demás sobre cómo han de proceder. Por supuesto, sin darse cuenta de que lo suyo tiene poco de ética y menos de estética.
Efectivamente, por dentro y por fuera, la ópera tiene miga. Pero no parece que este sea el tema. Centrémonos. Anoche se estrenó en el Teatro Real «La pietra del paragone», Rossini juvenil, recuperado definitiva-mente hace dos décadas para alegría de cuantos rossinianos habitan en el mundo. No lo debió ser nuestro conspicuo pensador patrio, tan teutón él, pues en caso contrario habría apreciado que también hay ópera hecha para la diversión. Es-ta misma. Tan llana y directa que resulta de lo más recomen-dable para pasar el rato liberando endorfinas, que es cosa que alivia el dolor y mejora la digestión. Son sus protagonistas un conde remolón al matrimonio que no acaba de encontrar la mujer ideal; la marquesa, viuda y perspicaz, que lo pretende; las rivales que bus-can la fortuna; el poeta amigo del primero y aspirante a la segunda; otro poeta ignorante, el mayordomo confidente y, para rematar, el crítico de bolsillo ancho. Qué casualidad.
Pero lo que importa es que a todo ello hay que añadir el interesante punto de vista que pro-pone Pier Luigi Pizzi director de la escena en el Festival Rossini de Pesaro y ahora en Madrid. El suyo es otro argumento más para demostrar que el mando y sus pequeñas miserias pueden formularse con distintas caligrafías pero que giran igual en tiempo de Rossini, de Pedrell o en este tan moderno de la globalización. Por eso todo transcurre en una casa de campo, años 70, de lo más elegante, cuya rectitud arquitectónica, proporción entre las partes y la claridad en los colores cuadra bien con esta música de corta y pega, modular y si-métrica. Y aún así lo de Pizzi tiene mayor enjundia, porque la suya es una escena que se mueve con detalle, con la agilidad del enredo, que entra, sale, sube, baja, se encuentra y se se-para. Un alarde de vestuario y una iluminación impecable hacen el resto.
Coherencia se llama el resultado de esta producción minuciosamente caracterizada hasta en el reparto. Ya se sabe que el maestro Alberto Zedda suele recrearse en un Rossini detallista un punto moroso, de chispa equilibrada, pero enormemente colaborador con las voces. Su trabajo tiene humildad y el protagonismo justo, lo cual permite que alguien como Marie-Ange Todorovitch encuentre espacio para mostrar lo mejor de su estupenda y atractiva voz. Desde la cavatina inicial queda claro que en su marquesa prima el buen gusto, los medios y una intención pícara e inocente. Podría hablarse en términos parecídos del resto del reparto pues si Marco Vinco se luce en su aria final es después de casi tres horas dando vida a un conde que transita con agilidad, gallardía, planta y seducción.
Pero el resultado de tan notable reparto también tiene otras vías. En el poeta Paolo Bordogna cabe apreciar frescura en el estilo, salud vocal y gracia. Su momento de gloria es la caricatura de una doméstica incorporada en el aria «Ombretta sdegnosa» todavía rematada con caía en la piscina. De otro lado está Raúl Giménez quien en su aria del segundo acto manifiesta que también importa la experiencia. Él la aplica a grandes pianísimos y a un control muy medido de las agilidades. Y aún Pietro Spagnoli, actor con voz engrasada y muy afín al personaje. Poltrón le llaman los demás una vez descubierta la trama. Pero esta es una verdad a medias. Él es el crítico presuntuoso. Junto con el resto de los intrigantes sale con el rabo entre las piernas. Es toda una satisfacción.

LA RAZÓN:
Temporada del Teatro Real
Rossini en reiterativo tono menor
“La pietra del paragone” de Rossini. P. Biccirè, L. Brioli, M.A. Todorovitch, R. Jiménez, M. Vinco, P. Bordogna, P. Spagnoli, T. Bibiloni. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. P.L.Pizzi, dirección escénica. A.Zedda, dirección musical. Producción de Pésaro. Teatro Real, Madrid 25 de marzo.
Un joven Rossini de apenas veinte años realizaba en 1812 su primer estreno en La Scala. La obra, “La piedra de toque”, constituyó un triunfo tan apoteósico como para, no sólo librarle de la mili, sino marcar el inicio de su gran carrera como compositor de magníficas óperas cómicas. Sin embargo una vez más se cumplió el refrán “Días de mucho, vísperas de poco” y, tras las 53 representaciones en el templo de la lírica y las sucesivas en otros teatros durante dos o tres años, un espeso silencio cubrió la partitura. Buena parte de la culpa la tuvo el propio Rossini por superarse a sí mismo con “Barbero”, “Cenerentola”, etc. Tampoco ha sido una de las óperas cuya resurrección en nuestros tiempos la haya hecho cuajar en el repertorio, hasta el punto que apenas existen grabaciones discográficas y, aún más significativo, una en vinilo de 1972 con Carreras aún no se ha reeditado en cd. El Teatro Real la importa ahora del Festival de Pésaro (2002) mientras otros títulos rossinianos de auténtica altura permanecen inéditos.
Ciertamente se refleja ya en ella parte del genio rossiniano, así como su hábito en el empleo de temas ya utilizados previamente. Así la gran aria de la protagonista travestida proviene de “L’equivico stravagante”, pero también la obertura se trasladaría a “Tancredi”. Alegría, vivacidad, sencillez, humor y ambigüedad son valores pretendidos,que no siempre logrados, en música y texto –constancia y fidelidad amorosa con algún paralelismo a “Cosi fan tutte”- y que sólo una representación escénica puede salvar de su cierta monotonía. En sus dos horas y media hay páginas de indudable valor para su momento histórico y para la edad de Rossini, pero el conjunto no justifica la opinión de Stendhal, quien la consideraba la “obra maestra de Rossini en el género bufo”. De hecho, para nuestro hoy, debería terminar tras el primer acto.
Fue escrita para cantantes “amigos”, que a unos días del estreno aún no habían recibido la partitura y sorprenden las cuerdas de la pareja protagonista: un bajo y una contralto. Claro que esta última voz fue debilidad de Rossini hasta llegar a casarse con Isabel Colbrán, una de ellas. Maria Marcolini, quien la estrenara, debió de poseer una personalidad capaz de reflejar fragilidad por fuera y llevar fuego en su interior y, además, afrontar con éxito las agilidades exigidas. Marie-Ange Todorovitch cumple, como Marco Vinco, Pietro Spagnoli o el resto de un aceptable reparto en el que no hay excepcionalidades, aunque Raúl Giménez deje su buena impronta, pero tampoco la obra los justificaría.
Pier Luigi Pizzi vuelve al Real -¿no va oliendo un poco tanta presencia de él o su entorno?- actualizando los personajes para acercarlos al “dolce far niente” de una capa de nuestra sociedad, con guiños al público que buscan su complicidad. Como casi siempre acierta con la plásticidad de los decorados y, esta vez, tambien con el movimiento escénico. Alberto Zedda saca juventud de la experiencia e imprime vigor a este reiterativo Rossini de tonos menores, discutiblemente programado en vez del “Turco” o la “Italiana”. Comprensible la discreta reacción del público. Gonzalo Alonso

EL MUNDO:
EN EL CHALÉ DEL NUEVO RICO
Ópera. La estimulante y arrebatadora música de Rossini no encuentra en este montaje las voces virtuosas que requiere el autor
La pietra del paragone
Autor: Rossini. ( Director musical:: Alberto Zedda. ; Director de escena i Pier Luigi Pizzi. i Intérpretes: Marie-Ange Todorovitch, Raúl Giménez, Marco Vincoa i Escenario: Teatro Real. ; Fecha: 25 de marzo.
ALVARO DEL AMO
El compositor veinteañero impuso aquí los términos en que su música debía disfrutarse, deleitando a la vez la supuesta frialdad del intelecto y la calidez convencional del corazón. La piedra de toque es, así, el título de una obra inaugural y la concesión del autor que contenta a la audiencia sin renunciar a ponerla continua-mente a prueba.
Rossini, con una radicalidad supuestamente impropia de un artista popular, despliega una música arrebatadora, estimulante, de contagiosa efervescencia, libre de las servidumbres del sentimentalismo y, lo que resulta aún más sorprendente, independizada también de las exigencias de la moraleja. El maestro Zedda ha afirmado, con la autoridad del sabio estudioso, un dictamen ya indiscutible: el carácter esencialmente abstracto, incluso metafísico, de este genio paradójico, pues siendo rigurosamente incomprendido, logró una muy famosa lista de éxitos inmortales.
El musicólogo, al empuñar la batuta, imprime a la orquesta una vivacidad no reñida con la riqueza de contrastes ni con una peculiar acidez, que contribuye a dotar a la espumosa ligereza de la música de una peculiar profundidad. La orquesta responde impecable-mente del misterio de Rossini, emerge del podio y del foso con una fuerza y un entusiasmo que no defraudará a quien se acerque a esta ópera, aunque lo que llega del escenario resulte en gran medida decepcionante.
El coro, normalmente sólido y bien empastado, aparece aquí somnoliento y difuso, tal vez alcanzado por el relajo que se respira en la mansión del nuevo rico. Y los cantantes, que se mueven como actores expertos, están muy lejos del virtuosismo, reconozcamos que diabólico, requerido por el compositor y bien servido por el director y la orquesta. Sus interpretaciones, en conjunto, se despliegan como acercamientos que sien el caso de Raúl Giménez alcanza a veces los matices exigido! tratándose del Conde de Marc Vinco no es posible vislumbrar si no una sombra de su personaje. E Marie-Ange Todorovitch le falta quizás algo de picardía y agilidad pero su Clarice está cantada cot una meticulosidad, una, cabría decir, seriedad, de la que carecen en general sus compañeros de reparto, en su borroso desplazamiento sobre, o bajo, la música. Pier Luig. Pizzi propone un elegante decorado y un precioso vestuario, situando la trama en el lujoso chalé de un ricachón. Logra un espectáculo vistoso, esforzándose en teatralizar una acción que tiende al estatismo y a la inverosimilitud. Abusa, una práctica que empieza a convertirse en costumbre, de la salidas del escenario y del paseo entre las filas de espectadores¸ la profusión de centros de atención puede distraer, ya que se nos presenta una piscina con trampolín varios apartamentos, un jardín sombrillas, pero se recibe bien en su empeño de poner en escena una obra cuyo interés dramático es un puro pretexto para la música.
Todos fueron educada y sincera. mente aplaudidos, sin que llegara a contagiarse del todo el vuelo arrebatado de Rossini, que impone, en la dureza de su levedad, un elenco de cantantes difíciles de encontrar hoy en día.
Producciones como ésta plantean algo decididamente inquietan-te: la aceptación más o menos su-misa de lo que hay, como si fuera preciso contentarse con aproximaciones a la obra, sin que la obra en cuestión acabe nunca de ser transmitida, recreada, comunicada en todo el esplendor de su potencia. La ópera, un objeto inalcanzable, la cumbre a la que nunca se llega. ¿Por qué?

Pues parece que la cosa no es difícil de contestar: porque se trata de una obra menor en la que sobra la segunda parte, donde no se nos cuenta nada nuevo sino que es más de lo mismo y porque no hay ningún cantante ante quien descubrirse. El típico conjunto homogéneo que funciona sin llegarnos al corazón.

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