Giancarlo del Monaco sobre Levine
James Levine, el director que respiraba con los cantantes
A lo largo de mi carrera coincidí con Levine y trabajamos juntos en bastantes ocasiones, pero no olvidaré la primera vez que nos vimos. Fue en 1991, el año de mi debut en el Met. La ópera era “La fanciulla del West”, de Verdi. Jamás apareció por los ensayos, aunque dicen que permanecía escondido para poder ver cómo trabajaba yo sin ser visto. Al día siguiente su asistente me llamó y me comentó que él quería conocerme. Fui a su oficina y cuando entré en su despacho la sorpresa fue mayúscula: las paredes estaban literalmente empapeladas con fotografías de producciones que yo había dirigido. Tenía frente a mí un museo de Giancarlo del Monaco. Me explicó que se trataba de imágenes que le habían mandado los cantantes, como Teresa Stratas, con los que yo había trabajado en Europa. Me pidió perdón por haberse hecho una idea previa equivocada sin conocerme: “Me habían dicho que usted tenía un carácter complicado, pero veo que no”, se disculpó. Me dirigí a él llamándole “maestro”, pero de inmediato me corrigió y pidió que le llamase Jimmy. Y así lo hice siempre.
Colaboramos después con tres verdis, “Stiffelio”, “Simone Boccanegra” y “Forza del destino”.Almorzábamos en un restaurante que le encantaba, San Domenico, en Central Park. Solía frecuentarlo. Siempre elegía el mismo sitio. Un ángulo para ver y que nadie le pudiera reconocer. Hablábamos mucho. Y me daba las gracias por haber podido conocer esa etapa áurea de la ópera, la de los grandes maestros. Los dos habíamos nacido el mismo año, 1943, él en junio y yo en diciembre. “Solo tú y Ponnelle conocéis cada obra de memoria, sin necesidad de tener que leer la partitura”. En Bayreuth vi su espectacular “Parsifal”. Fue entonces cuando me propuso montar un “Anillo” para el Met. “Me interesa ver a alguien que domina perfectamente el alemán pero que trabaja con una perspectiva técnica diferente”, me confesó. A pesar del trabajo que hicimos finalmente no se pudo estrenar por problemas económicos.
De él destacaría su inmenso conocimiento de la ópera, de toda, que dirigía con enorme maestría y su amor por la voz, a la que sabía acompañar de un modo increíblemente admirable. Él respiraba con los cantantes. Después llegaría la enfermedad, el terrible Parkinson, verle dirigir desde una silla de ruedas, siempre con una toalla sobre el lado izquierdo de la espalda. Recuerdo las jarras de litro de Coca-Cola que se bebía entre medias de los ensayos. Uno o dos, depende. Y lo que le encantaba comer “strozzapreti” (“asfixiacuras”, en italiano), un tipo de pasta especial, el vino blanco y la grappa como colofón de una buena comida. Levine era un comilón a la italiana. Por eso me apena mucho lo que está pasando ahora con la orquesta que él formó a lo largo de cuarenta años, que hoy provoca vergüenza y sonrojo, pues los músicos llevan un año sin cobrar su sueldo. Como también el escándalo que ha empañado su carrera. Yo jamás vi una conducta reprobable en él, pero no era una novedad que tenía un lado oscuro.
Fue un director de gran calidad y poliédrico, uno de los más grandes que he conocido. Por eso, esa doble moral que hoy está en boca de todos me apena. ¿Por qué no podía ir a comer con él, compartir una mesa y una charla? Por esa regla tampoco habría podido frecuentar ni a Caravaggio ni a Oscar Wilde. Su pérdida es una noticia triste, sobre todo para quienes le conocimos y le hemos admirado.. Giancarlo del Monaco
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