Don Carlo en El Escorial: realidad histórica y ópera
REALIDAD HISTÓRICA Y ÓPERA
Han constituido un verdadero acontecimiento las tres representaciones del Don Carlo verdiano llevadas a cabo en el Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial en producción ideada por Albert Boadella, quien ha querido partir de una aproximación respetuosa con la historia real, lo que en principio planteaba diversos problemas, agravados desde el momento en el que el bien intencionado director de escena ha renunciado a modificar ni una sola línea del texto y ni una sola nota de la partitura.
Que la historia que elaboraron, con la anuencia de Verdi, los libretistas Joseph Méry y Camille Du Locle sobre la base literaria de Don Carlos, Infant von Spanien de Schiller es en muchos de sus aspectos una pura falsedad es algo sabido e incluso admitido por el propio compositor. Basta con releer estas líneas extraídas de una carta de 1883 dirigida al editor Giulio Ricordi: “En este drama, espléndido por la forma y por la generosidad de concepto, todo es falso. Don Carlos, el verdadero Don Carlos, era un necio furioso, antipático. Elisabetta no se enamoró nunca de él. Posa es un ser imaginario que no habría podido nunca existir en ese reinado. No hay nada de histórico, ni existe la verdad y profundidad shakespeareana de los caracteres… Entonces una falsedad de más o de menos poco importa; y a mi no me desagrada la aparición final del viejo emperador.“
El Infante era un hombre desagradable; por su carácter y por su físico. No tenemos más que atender a la descripción que de él hacía en 1559 el embajador austriaco en Madrid: “Tiene los cabellos oscuros y lacios, la cabeza de gran tamaño, la frente estrecha, el mentón un poco sobresaliente, la tez blanquísima. Nada recuerda en él la sangre de los Habsburgo. Es delgado, pálido, bastante pequeño, tiene un hombro más alto que otro, el pecho hundido, la espalda curvada con una pequeña joroba a la altura del estómago. La pierna izquierda es más larga que la derecha”. Una imagen física que se completa con atributos tales como vago, crápula, caprichoso, disoluto, sádico, vanidoso, egoísta, vulgar y enemigo de la cultura. Boadella se ha apoyado en todo ello para crear un Don Carlo realista y conceder así un rasgo de originalidad a su propuesta y pinta a un joven nervioso, débil, arisco, obsesivo, desasosegado, cojo y epiléptico. Imagen más ajustada a la realidad histórica sí, pero que contradice texto y música. ¿Cómo la Princesa de Eboli y la reina Isabel de Valois podrían haberse enamorado, y así se dice repetidamente en el libreto –lo que da lugar a no pocos entuertos-, de un ser semejante?
Otro aspecto realmente original de esta puesta en escena es la forma de resolver el imposible dúo de amor del último acto entre la reina y Don Carlo. Para evitar que los dos personajes se digan a la cara las dulces palabras que revelan la relación que los une, Boadella aplica un recurso de metaficción: el Infante, a un lado del escenario, le canta al retrato de la dama, mientras ésta, en el extremo opuesto, actúa como si verdaderamente estuviera dialogando con él. Se establece de este modo una dicotomía entre realidad –el vínculo amoroso cierto que la ópera trata- y ficción –la manera de verlo a través de la mente del joven-. En el final de la ópera el regista decide que el Infante se suicide, contradiciendo así lo previsto por Verdi, que, como se ha dicho, preveía la aparición de Carlos V llevándose a su nieto.
Nos gustó, sin embargo, el toque nostálgico de Fontainebleau, con dos niños que resurgen del pasado un par de veces (aunque en la ópera, cuando se da la versión en cinco actos, Isabel y Carlos sean ya mayorcitos). El espacio escénico es sencillo –las penurias económicas se imponen- y aparece inteligentemente parcelado. Las distintas acciones suceden sobre una plataforma cuadrangular. En el suelo un pequeño cuadrángulo, que se abre y se cierra, es lo mismo la tumba de Carlos V que el agujero por el que descienden los herejes o la superficie que sirve de asentamiento al rey. En determinados momentos vemos algún cuadro famoso –El jardín de las delicias de El Bosco, Venus recreándose en la música de Tiziano- para resaltar la afición a la pintura del monarca.
Lo que no pudimos apreciar, excepto este detalle algo esquemático, fue un especial tratamiento de la figura regia, ya suficientemente engrandecida por Verdi y su música. Algunos movimientos nos parecieron discutibles, como la no muy vistosa danza de las damas de honor. O como el poco excitante tratamiento del Auto de fe ante la Basílica de Atocha, que resultó demasiado ordenado. El populacho, mezclado con frailes, condenados y nobles flamencos, ha de reaccionar de otro modo. Tampoco nos pareció bien resuelto en este punto el enfrentamiento entre el Infante y su padre. Por lo demás, la visión del conjunto teatral resulta grata y bien iluminada, excelentemente coloreada con los figurines de época diseñados por Pedro Moreno, muy bellos e inspirados en originales de época; como el de Isabel de Valois, que es el que lleva en el famoso retrato atribuido a Juan Pantoja de la Cruz y que en esta representación se asigna a la pintora Sofonisba Anguissola.
Vayamos con los aspectos vocales. La argentina Virgina Tola, soprano lírica de no mucha amplitud, es algo insuficiente para una parte que pide más carne. Pero dijo con elegancia y refinamiento, desplegando un buen juego de filados. La georgiana Ketevan Kemoklidze (que aparece en la película de Saura Io Don Giovanni) exhibió una extensa voz de mezzo lírica no exenta de metal y con alguna que otra resonancia nasal. Cumplidora y muy aplaudida en su aria O don fatale. El protagonista fue un alucinado José Bros, que siguió las indicaciones de Boadella al pie de la letra, con un esfuerzo descomunal de principio a fin. Hay que decir que no posee los mimbres de lírico amplio o lírico-spinto ideales. El timbre continúa siendo muy claro y falto de armónicos enriquecedores. Los agudos son penetrantes, sin el brillo preciso y no siempre bien apoyados, incluso pasajeramente abiertos. Pero hay que aplaudir su aplicación.
El canadiense Relyea es un bajo cantante oscuro, compacto, pero el timbre está agarrado a zonas poco gratas de la gola y carece de amplitud; algo que tampoco tiene su canto, más bien plano y monocorde. Como estrecha es su gama de recursos actorales: acartonado, inexpresivo, tieso, en ningún instante estuvo revestido de la agitación interior, del conflicto que vive. ¿Mal dirigido? Posa fue el aguerrido Ángel Ódena, que cantó con intención y hasta delicadeza –en su primera intervención Carlo ch’è sol sobre todo-, aunque el timbre, más bien opaco, y un cierto trémolo le impidieron acceder a cotas más altas. El traje de época le sentaba fatal.
Bien en el Frate Simón Orfila, cuya voz de bajo-barítono lírico ha ganado amplitud y redondez, y aceptable el brasileño Luiz Ottavio Faría como Inquisidor, aunque el instrumento no posee la ideal contundencia y generosidad. Situó, sin embargo, muy bien sus notas graves, con mi 1 adecuadamente emitido. Estupenda Sonia de Munck como gentilísimo y excesivamente enjaezado paje y en su justo lugar Gerardo López como Conde de Lerma. El grupo de seis diputados flamencos actuó con musicalidad, aunque sin la precisión ideal. Quizá por culpa de la batuta, musical, cuidadosa, de lirismos muy logrados en numerosas ocasiones, de Maximiano Valdés, a quien seguramente la faltó nervio, vigor más evidente y un brío más característicos del tempo-ritmo verdiano. No supo extraer en todo momento sonoridades depuradas de la Orquesta de la Comunidad, que en ocasiones anduvo algo ruda. El Coro, con salvables imprecisiones, reforzado en algunos instantes por el de la Orquesta Sinfónica Verum, actuó con presteza.
Se escuchó, con algunos recortes, la habitual edición italiana de cuatro actos, con la inclusión del diálogo Felipe-Carlos con coro en el cierre del tercero, al que, sin embargo, se le amputó el gran conjunto del pueblo sublevado. Arturo Reverter
Publicado en Pleamar de Canarias 7
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