Don Giovanni en La Maestranza: reedición tornasolada
REEDICIÓN TORNASOLADA
Ha vuelto al Teatro de la Maestranza Don Giovanni. Es raro que en el espacio de tan sólo seis años se reponga en el coliseo sevillano no solamente el título, sino la misma insatisfactoria producción de Mario Gas que se exhibió en aquella ocasión. Pero lo tiempos que corren es posible que no den para más. De hecho la Maestranza, como tantas instituciones culturales del país, han sufrido tremebundos recortes que aconsejan –y este es un caso claro- ahorrar y emplear las propiedades que se tienen. El problema es que ha pasado poco más de un lustro desde su estreno.
En esta ocasión, ausente Mario Gas, se hizo cargo de la dirección escénica José Antonio Gutiérrez, a quien recordamos sobre todo por haber exhumado hace unos años la producción de Aida de Verdi sobre decorados de papel, procedente del Liceo y recreada en diversos teatros, entre ellos el de la capital andaluza. Ha habido algunos cambios, no muchos, insuficientes para tornar en positivo lo que en su día no nos satisfizo. La idea a desarrollar nos sigue dejando perplejos. Uno de los fundamentos morales de la obra, que el delito haya de tener su congrua retribución, no aparece en ningún momento. Al final, Don Giovanni no es arrojado a los infiernos, sino que el equipo de mafiosos que sirve al Comendador lo intenta lanzar, infructuosamente, a un sótano, lugar en el que a la postre dan ellos con sus huesos, mientras que el conquistador sale de rositas como si tal cosa y desaparece por un lateral para reaparecer al final, tras la moraleja, sentado tranquilamente en un sofá de su casa, ataviado con una lujosa bata y fumándose un puro. Hay que insistir en que esta solución no se compadece con el intríngulis de la obra, que es mucho más seria y trascendente, aunque tenga tantas cosas de comedia: un dramma giocoso de fondo severo.
La suma de elementos, de factores, en algún caso contradictorios, la combinación de contrarios arrojan, curiosa y sorprendentemente, en la obra un resultado extrañamente unitario: una síntesis que, a la postre, dota de rara intensidad, de insólita unidad a lo que, en buena lógica, debería haber sido una obra anárquica, caótica, desequilibrada, tal es lo variado de su contenido. Naturalmente, hemos de pensar, ese carácter, que aúna lo bufo napolitano y lo dramático y fantasmagórico propio de la tradición alemana –a la que se acoge, por ejemplo, el Fausto goethiano-, emana fundamentalmente de la música de Mozart, que se mostró aquí a su máximo nivel de inspiración; alcanzó alturas incluso insospechadas para él, que solamente llegaría a tocar en Le nozze di Figaro o en Così fan tutte, por lo que a los comportamientos humanos y al estudio de los affetti respecta, y en La flauta mágica, por lo que se refiere al tratamiento de los más elevados valores universales y a la contemplación y evocación de lo sobrenatural.
Todos esos aspectos, tan verdaderamente fundamentales, se aprecian en muy pequeña medida en esta prosaica visión, envuelta, y ya lo decíamos en su día, en un lujo de lapislázuli, de columnas de mármol y de palmeras, según la escenografía de Frigerio. La acción se lleva a los años veinte-treinta y no hay ningún indicio de que se desarrolle en un lugar concreto. En ocasiones se alternan y se superponen las épocas. El humanismo, los sufrimientos, la dimensión mítica, las conductas morales, el más allá; la poesía dramática desaparecieron. Lo superficial de esta óptica acható cualquier posibilidad de trascendencia. El mero hecho de que el Comendador entre en la tremenda escena de la estatua –aquí inexistente, por tanto-, acompañado de sus secuaces armados y que en la escena del cementerio en vez de estatua sea un cadáver dentro de un féretro, impide la concentración. La acción, por ende, no se desarrolla de un tirón –hay inexplicables elipsis nada bien resueltas- y se cambia constantemente de escenarios.
La monumental y misteriosa introducción de la obertura, que trabaja sobre la enigmática escala ascendente-descendente que aparecerá en los instantes más trágicos y determinantes, fue expuesta sin la necesaria transparencia. Esa estructura musical que nos pone en antecedentes del drama no acabó de cuajar pese a la bien intencionada dirección del muy joven ruso Maxim Emelyanychev, nacido en 1988, sin duda un músico de gran porvenir, despierto, intenso, animoso y conocedor, pero que no está aún en el secreto del manejo y disposición de planos sonoros y el control regular de los tempi. De ahí que ese fundamental pórtico, de tan cerrado dramatismo, tuviera numerosas carencias. Desde el principio las voces orquestales no se expusieron con el grado de clarificación adecuado y todo sonó confuso y apelmazado. Los vientos generalmente se comieron a las cuerdas.
Algo que se detectó en otras muchas ocasiones a lo largo de la representación, en las que hubo desajustes notorios, como en el esencial sexteto del segundo acto, Sola, sola, in buio loco, nº 19. La dirección, que aplicó notable impulso a toda la escena, no acertó a concertar con exactitud y hubo algún que otro desajuste grave. Igualmente en el finale del primer acto. Nos gustó, sin embargo, la forma de cantar que impone Emelyanychev, que manda desenfadadamente sin emplear batuta, y que a veces sabe otorgar un estimulante colorido y convenientes claroscuros, sin evitar las mencionadas borrosidades, a instantes que lo demandan, así, por citar alguno concreto, el recitativo acompañado que precede al aria Mi tradì de doña Elvira, o el dibujo impuesto al foso en la escena previa a la entrada del Comendador al final del segundo acto.
Por tanto, hay que concederle a este bisoño artista la confianza lógica, dadas sus aptitudes, aunque en el caso que comentamos las irregularidades, por los dicho, fueran manifiestas. Don Giovanni exige una madurez que se adquiere con el tiempo. No obstante, debemos reconocer en el joven ruso, que se apoyó en una entusiasta Sinfónica de Sevilla, una cierta habilidad para flexibilizar, en ocasiones en exceso, el ritmo a fin de acoplarse a las voces, presididas en esta oportunidad por la de Carlos Álvarez, a quien encontramos bastante mejorado de su problema vocal. El timbre ha perdido evidentemente aquella plenitud oscura, aquella emisión quizá en exceso cupa en la zona más alta, pero ha ganado en ligereza y en variedad de matices. No es su recitativo secco elegante y mantiene casi siempre un tono más bien plano, pero llena la escena, dando al Don una dimensión escasamente refinada, prosaica, de acuerdo con la producción. En todo caso se desempeñó con suficiencia, favorecido por el hecho de que su línea discurre normalmente, exceptuando un mi agudo de paso, por la franja central de su tesitura. A su lado brilló la Ana de Yolanda Auyanet, cuya voz lírica, ni muy rica, ni muy bella, ha crecido y, sin hacer nada feo, se acopla con facilidad a la compleja escritura. Dijo muy bien su segunda ara Nun mi dir y estuvo artista toda la noche.
En cambio, encontramos a la gentil Maite Alberola un tanto descentrada, como a falta de resuello y colocación. Su bello timbre de lírica con posibles no emergió más que en contadas ocasiones, aunque aguantó el tipo en su dificilísima aria del segundo acto. Rocío Ignacio, de apreciable instrumento de lírico-ligera, dotado de indudable timbre, se ve perjudicada por un vibrato excesivo y por los vaivenes de una emisión poco segura. El estupendo cantante que es David Menéndez fue un discreto Leporello, bien dicho, aunque no especialmente gracioso. Su voz es demasiado lírica y falta de cuerpo para un cometido que pide casi un bajo cantante. El suyo es el personaje que tiene una tesitura más grave en la ópera. José Luis Sola cumplió como Ottavio, bien que, con su voz no muy grata y clara de tenor lírico-ligero, no acertara a resolver los problemas de su aria Il mio tesoro. Eso sí, mostró un fiato envidiable. Poco bajo nos pareció Pavel Daniluk, un irrelevante Comendatore. David Lagares no dio el tipo para el rudo campesino Masetto. La voz, de barítono muy lírico, ha de ir a más. Arturo Reverter
Publicado en Pleamar de Canarias 7
Buenas tardes. Estoy en todo de acuerdo, menos en la falta de transparencia, dificultad para dejar ver los planos sonoros y pasajes con borrosidades.
Precisamente, el joven maestro ruso me sorprendió muy gratamente, al poder observar como entresacaba de la partitura, como si se desempolvara, capas y capas superpuestas de suciedad y falsas creencias rítmicas, sonoras y de dónde está la prioridad sonora en cada momento. Desmitificó a mi juicio, y con criterio, elementos desde siempre usados grabación tras grabación, hasta tal punto, que a veces parecía que era un Don Giovanni nuevo, jamás oído. Sacaba a relucir elementos rítmicos entre secciones jamás oídos y una ligereza y naturalidad en el fraseo dignas del mejor músico. Una frescura en mi opinión muy acertada y alejada de tantas grabaciones tradicionales. Se oía a Mozart. Era puro Mozart.
Cierto. Había pasajes dramáticos, que exigían un tempo más moderado, como la intervención del Commendatore al final. No todo deben ser tempi acelerados para aportar ligereza y frescura.
Un saludo.
Carlos Ambrosio.