El 11-S, veinte años después
El 11-S, veinte años después
“Quid sum miser tunc dicturus, quem patronum rogaturus cum vix justus sit securus?”. Había llegado de madrugada y la habitación de su hotel no estaba aún libre. En un bar se tomó un horrible café, que ardía en el largo vaso de plástico blanco, junto a los camioneros que acopiaban fuerzas para los repartos. Prometía un bello amanecer y decidió hacer tiempo, en lo más alto del mundo, junto a una luna desvaneciente. Todavía no habían abierto las puertas a los turistas pero, como era habitual en él, se las apañó para entrar y subió hasta el infinito. Contempló el nacimiento del sol y contempló la muerte de la luna. Vio el despertar de una ciudad. La gente apresurada, posiblemente dormida pero con los móviles pegados ya a las orejas, los mendigos preparando sus trozos de acera, los barcos desperezando la bahía… Su amado Empire, orgulloso clavándose en el cielo y, casi al alcance de su mano, la hermana gemela, desafiante y soberbia. Y, en sus oídos sonaba la tercera parte de uno de sus Bachs favoritos: “Ich freue mich auf meinen Tod” y sintió que nunca había amado tanto la vida.
Se acabó aquella música de muerte y esperanza y le saltó en el dial una de Holst mucho más brusca: “Marte, el portero de la guerra”. Aquellos planetas no están tan lejos, pero los acordes eran obsesivos. Y vio una saeta surcando el cielo, como lanzada por el gigante Empire, ballesta en mano. Se frotó los ojos y recordó a Verne, al “Quinto jinete” de Forsyth, las “Órdenes ejecutivas” de Clancy y, en los segundos más largos de su vida, comprendió que la realidad puede ser más imaginativa que la propia imaginación. Temblaron sus oídos y sus pies. Vio la gente correr, primero de ida y luego de vuelta. Les vio aplastarse a los cristales. Vio desesperarse a la desesperación y la sintió clamar: “Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla”. Y comprendió más que nunca la grandeza de Mozart y Verdi. Ellos sí presintieron, sí imaginaron. Escuchó las trompetas fundirse, los chelos astillarse. Sintió arder sus entrañas. “Confutatis maledictis, flammis acribus addictis”.
Y decidió que, por fin, podía hacer realidad su gran sueño. Ceremoniosamente se fue despojando de sus ropas una a una. Las amontonó, dejó sobre ellas el “Ich habe genug”, extendió los brazos y voló como un pájaro. “Lux aeterna luceat eis”.
Este artículo fue escrito hace ahora veinte años, el doce de septiembre de 2001, en el Grand Hotel Villa Igiea de Palermo. En ella yo reflejaba los sentimientos de mi amigo Beckmesser ante la tragedia neoyorquina, combinándolos con su propio estado de ánimo en aquellos meses. Han pasado veinte años y se halla cansado. Cansado de luchar cada día con los mismos problemas. Cansado de perder mi tiempo en batallas inútiles contra la ineficacia, cuando no la corrupción o las simples situaciones de monopolio o favor. Siempre estamos ante una historia repetida, los mismos lobos con distinta piel. Unos se van, pero otros vienen repitiendo la misma historia de los que les precedieron y vuelta a empezar… Sólo que cada vez es más difícil luchar contra todo ello, porque cada vez somos menos y, los pocos que somos, nos hacemos mayores. Cada día la música pierde espacio en la prensa. Cada día hay menos criterio. Por eso todos ustedes han de entender que mi amigo Beckmesser se arrojara ficticiamente al vacío un supuesto 11-S y que, veinte años después, piense en volverlo a intentar pero con menos ficción. Al fin y al cabo hay otras cosas más importantes en la vida que la música, por mucho que ésta nos guste. La más importante es simplemente vivir y disfrutar de la vida. Y lo mejor de la música está en la propia música, no en los que la rodeamos. Han pasado veinte años y yo le entiendo. Gonzalo ALONSO
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