El gran guiñol de las pasiones
Qué duda cabe que existía una gran expectación ante esta Lulú por varios motivos. Por tratarse del título más vanguardista (en lenguaje, que no en cronología) de los programados en la aún corta historia del Maestranza. Por ver hasta dónde podía dar de sí Pedro Halffter ante una partitura de tal envergadura y con la que sólo los más experimentados directores se fajan. Y también, claro, por comprobar la reacción del público ante una estética operística poco transitada por estas tierras.
De momento y aunque pueda no ser totalmente significativo, hay que decir, en cuanto a la última cuestión, que no recuerdo una noche de estreno con tantos asientos sin ocupar. No llegarían a cien probablemente, pero ya es algo en conmparación con lo que suele ser habitual. También puede argumentarse contario sensu: una ocupación similar quizá no hubiese sido imaginable hace unos años y eso que ganamos en madurez.
Quizá no era tanto el riesgo que corría la dirección artística del teatro al contar con la espléndida producción vienesa que consigue salvar el buen nombre de Willy Decker como regista después del desencanto de su Salomé del principio de temporada. En esta ocasión todo rodó a la perfección desde el punto de vista teatral con una concepción que incide en el carácter de teatro de los grotesco, de lo circense, que presenta la ópera, situando al fondo del escenario, como en un espejo deformante valleinclanesco a otro público que sigue la acción, que la comenta con sus gestos. La iluminación jugó un verdadero papel dramático, diseñando escenas de gran impacto visual mediante luces laterales que salía de las puertas y mediante las sombras de los personajes. Vestuario y maquillaje coincidían en presentar a los actores como personajes de un farsa, como títeres en manos del Deseo, como marionetas manejadas desde las pulsiones del subconsciente. De tener que elegir una imagen, me quedo con la apertura de la segunda escena del primer acto, con el sofá daliniano y los figurantes en disposición piramidal hasta los límites de la visual.
El único pero que personalmente pondría a la producción es el de optar por un final cercenado. No existe base factual para sostener la tesis de que Berg lo quiso así, pues de ser esto cierto no se entiende que compusiese todo el tercer acto y lo comenzase a orquestar cuando le llegó la muerte para luego cortarlo. La parábola final de la degradación de los personajes y la simetría con el primer acto desaparecen, dejando el epílogo en algo dramáticamente incomprensible.
Para la ocasión se contó con un muy sólido elenco vocal en el que sobresalió espectacularmente Jürgen Freier, espléndido vocal y teatralmente, con un voz rotunda y autoritaria. Magnífico Künzli en su terrible tesitura y muy bueno en general el resto, especialmente Eduardo Santamaría. Sin embargo, Montalvo, buena actriz, hizo una Lulú de escaso volumen vocal y cierta monotonía expresiva, con agudos calantes y sin dejar ver el perfil de perversión del personaje, centro de todas las pasiones.
La Sinfónica sonó con gran empaste y gran calidad de sonido. Lástima que Halffter no le sacase todo el provecho con una lectura plana y falta de energía, sin la acidez ni la diversidad tímbrica que requieren muchos momentos.
ANDRÉS MORENO MENGÍBAR
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