El libertino
El libertino de Stravinski ha vuelto a dar pie a observar de qué formas diferentes la crítica puede ver y escuchar una misma representación e incluso alguno entra en florituras politico-económicas a costa del libertino
EL PAÍS
Melancolía infinita
No es la primera vez que la tentación americana planea sobre un director de escena a la hora de acercarse a The rake’s progress. Bien es verdad que la gran ópera de Stravinski surge desde el exilio con las influencias evidentes del cine de Hollywood, la incipiente televisión, el musical de Broadway y hasta el moralismo didáctico de otros exiliados europeos como Kurt Weill y Bertolt Brecht. A Robert Lepage le tienta esa imagen real o imaginaria del Oeste americano para ilustrar la particular autobiografía musical que plantea Stravinski en esta ópera. Otro director teatral inteligente, Peter Sellars, ambientó la obra en una prisión californiana, en una dialéctica entre la violencia y el deseo, y Stravinski salió “engrandecido”, como escribía el crítico Alain Lompech en Le Monde. Lepage, sin embargo, plantea una fábula triste desde el oficio de contar. Hay dos polos que magnetizan la narración: la partida de cartas en el cementerio y la escena del manicomio. Vista la representación desde ellas incluso el lentísimo tiempo musical elegido por Christopher Hogwood puede adquirir un sentido. Lo constato ante la paradoja de que es la música la que en esta ocasión marca la evolución del drama. Por encima del teatro. Lepage y su escenógrafo Carl Fillion ambientan la ópera, pero los sentimientos salen -aunque no siempre con la intensidad debida- de la orquesta y las voces.
Se quejaba Stravinski de los falsos Mozart que elaboraba Richard Strauss. En The rake’s progress cae él mismo, en cierto modo, en esa trampa. Claro que, como decía Peter Sellars, el falso Mozart de Stravinski es mucho más triste que todos los Mozart auténticos. Nunca lo había percibido de una forma tan rotunda como ayer. Es más. En el intermedio estaba un poco desconcertado por la premiosidad de los tempos musicales y la sensación de distancia que se estaba produciendo. Al ser una interpretación musicalmente plana la inevitabilidad de la tragedia se hacía evidente. Los personajes no evolucionaban. Era cuestión de concepto. Al director le faltaba un poco de alma, de fuego. En la escena del cementerio, Johan Reuter sacó a flote su vena más dramática y Hogwood le acompañó musicalmente en su descenso a los infiernos. La tensión hacía acto de presencia. En la escena siguiente, la del manicomio, el planteamiento del sonido era tan evanescente que rozaba los límites del silencio. Y en ese clima de ensoñación Toby Spence y María Bayo lograban transmitir la más absoluta desolación en su melancolía dolorosa, infinita. La representación se elevaba. Y a Hogwood se le comprendía -o se le perdonaba- su falta de brío hasta entonces.
El reparto vocal fue equilibrado y se ajustó con ejemplar disciplina a las exigencias musicales y escénicas. Toby Spence borda el personaje de Tom Rakewell. Los debutantes en esta ópera cumplieron sobradamente y aún irán a más. María Bayo resaltó el lado, dulce, frágil y sensible de Anne Trulove, con una voz cristalina y una interpretación medida. Johan Reuter fue un Nick Shadow sin excesos, con nobleza de canto y sentido dramático en el momento en que se necesitaba. Daniela Barcellona se ajustó a los requerimientos vocales de Baba la turca, desplegando gotas de humor desde la contención y sacando a la luz el lado más humano de su personaje. Julianne Young ya es veterana como Mother Goose, con lo que salió más que airosa de la representación. El Coro de la Sinfónica de Madrid se mostró seguro, con un punto de rigidez.
Madrid tenía un punto de referencia de primer nivel con esta ópera. La última vez que se representó en el Teatro de la Zarzuela en 1996 fue con escenografía del pintor David Hockney. La lectura de Lepage entra en otro tipo de perspectiva plástica e intelectual. No es ni mejor ni peor, es distinta. Incluso complementaria. Es lo que tiene la ópera, que sus títulos se enriquecen con la fantasía de las propuestas escénicas y la variedad de enfoques musicales. J. Á. VELA DEL CAMPO .
ABC
La razón triunfante
Tantas veces como se represente «The Rake?s Progress», así habrá que volver a insistir en que es una ópera con trampa. Con ella, la genial e irónica sonrisa de Stravinski volvió a lograr el milagro y tal es el día de hoy que todavía la obra divide al mundo entre quienes la adoran y la ningunean. La razón es que «La carrera del libertino» se desarrolla en un terreno en el que la materia se disfraza de ambigua sencillez. Es fácil comprobarlo, pues el Teatro Real ofreció anoche la primera de nueve funciones construidas a partir de una ingeniosa máquina teatral que es remedo, en el continente y en el contenido, de esa naturaleza engañosa.
En pocas ocasiones se habrá logrado explicar la obra a través de una más coherente realización. La producción de Robert Lepage y su grupo multidisciplinar Ex Machina (www.robertleapge.com), hecha a medias entre La Monnaie, Lyon, San Francisco, Londres y Madrid, condensa la virtud de lo narrativamente claro y lo anecdóticamente inteligente. El DVD de la producción ya circula pero es fácil adivinar que la realidad lo sublima, especialmente porque pareciendo todo poco, en el gran espacio vacío no dejan de abrirse practicables, proyectarse escenarios cinemascópicos, inflarse caravanas, introducirse coches, colocarse piscinas o cercarse un atiborrado manicomio que cierra la obra con una dosis de sentida apretura para ensalzar el mensaje y la moraleja.
Y en ello hay coherencia. Como también en el reparto, finamente seleccionado por su aspecto y vocalidad. Así, María Bayo con su interpretación bondadosa y cariñosa figura sólo puede ser la hija del enorme Darren Jeffery, del mismo modo que Toby Spence parece el prototipo del pusilánime y libertino Tom Rakewell de quien, además, obtiene sutiles inflexiones que enriquecen el personaje y las circunstancias. Junto a ellos, Johan Reuter hace grande al demoníaco Nick Shadow, Daniela Barcellona compone a una rotunda Baba la Turca y Eduardo Santamaría un divertido subastador. Todos interesados en hacer andar una obra que Christopher Hogwood prefiere dirigir midiendo las fuerzas y atendiendo a lo meticuloso.
A la postre, a un interés que es general y muy perfecto.
LA RAZÓN
Stravinski a medio gas
«La carrera del libertino»
Igor Stravinski. Solistas: María Bayo, Toby Spence, Johan Reuter, Julianne Young, Daniela Barcellona… Director musical: Christopher Hogwood. Director de escena: Robert Lepage. Orquesta Sinfónica de Madrid.11-I-2009. Teatro Real. Madrid
«The rake’s progress», ese fruto stravinskiano de un tardío neoclasicismo, posee una música estimulante que estiliza elegante y satíricamente el mundo del XVIII e introduce elementos barroquizantes, crea arias y conjuntos que nos traen, con un aire refrescante, las estructuras de otra época. Factores que hacen que la obra, que frecuentemente se queda en lo decorativamente amable, tenga una personalidad y una gracia que le prestan una epidermis jugosa, irónica, picante.
Como el Hollywood de los 50
Creemos que esta cuidada coproducción a cinco bandas –además del Teatro madrileño, La Monnaie, Covent Garden, ópera de Lyon y la ópera de San Francisco– ha carecido justamente de ese valor punzante, que haga que lo que en el fondo es un pastiche –maravilloso, pero un pastiche– exento de dramatismo se convierta en una narración fluida, animada, que, al tiempo que mantiene el interés de la historia, nos impulse a participar en el juego y en su moraleja y que dé vuelo a su cristalina música.
A la batuta del siempre correcto Hogwood, del que, dados sus antecedentes musicales, esperábamos mucho más, le ha faltado precisamente el aire, al aliento, la energía, la habilidad acentual para diferenciar unos ritmos y unas danzas de otros. Casi todo ha sido más bien plano y anodino y la orquesta ha sonado sin transparencia. En lo escénico, Robert Lepage ha tenido la excelente idea de aclimatar la historia al mundo hollywoodense de los 50 o 60. Curioso pero lleno de sentido; y de sentidos. Efectos en cinemascope, realismo y escenarios fantasiosos e imaginativos; una estilización colorista muy bonita. No ha habido, estimamos, la necesaria correlación entre el foso y la escena.
Problemas en las voces
Sobre el equipo vocal habría que pasar un tupido velo. Resaltamos la buena labor global de Toby Spence, de voz algo opaca y agudos abiertos y mates, que se superó en el delicado final en el manicomio. María Bayo tuvo problemas de afinación y en el agudo y relativa destreza en las agilidades, aunque hizo una bella despedida. No parece en la actualidad éste el mejor papel para ella. Al buen barítono que es Johan Reuter le falta entidad y picaresca para Shadow y Daniela Barcellona es de estuche demasiado liviano para Baba la Turca. Decoroso Eduardo Santamaría en el subastador y medianillo el resto. Arturo Reverter
EL MUNDO
Hacia la comedia musical
La brillantez de la propuesta no acaba de cuajar, quedándose en un prometedor y bello esbozo que decepciona por la sucesión de peripecias incoherentes
De esta ópera se ha elogiado la calidad poética del libreto, la sabiduría de su tratamiento musical, y la audacia de su crítica a la hipocresía social que premia a los insaciables. Pero también es posible sorprenderse del entusiasmo despertado por la sucesión de peripecias incoherentes, arrastradas por un libertino que de tal sólo tiene el apellido, cuya supuesta carrera ilustra gélidamente una música irregular. Cada espectador elegirá una u otra opinión..
El tal Tom es un indolente desmayado y borroso; con un tipo así, lo propio es confeccionar una comedia musical. A tal género alude inteligentemente Robert Lepage ambientando la primera escena como si estuviéramos ante una secuencia de Oklahoma; luego aludirá a Siete novias para siete hermanos. La refinada escenografía de Carl Fillion utiliza un fondo en forma de pantalla de cinemascope y pocos elementos de atrezo. Una cuidada dirección de actores permite a los cantantes establecer una sutil complicidad con el público, insistiendo en que aquello no tiene el énfasis de una solemne función de ópera, sino que están proponiendo un juego lúdico, cuya ligereza se revestirá de la seriedad que quiera ponerle cada cual.
La brillantez de la propuesta no acaba de cuajar, quedándose en prometedor y bello esbozo, por causa del propio énfasis de la obra misma, que se resiste a aceptar la ironía. Tampoco ayuda el efecto redundante de simular el rodaje de una película. Y, sobre todo, la función se desinfla por la plúmbea y soñolienta dirección musical de Christopher Hogwood, lejísimos de la chispa y la imaginación que justifica lo mejor de la ópera.
Toby Spence es un dinámico protagonista, convincente vocal y actoralmente. Daniela Barcellona hace una Baba graciosa y desgarrada; al Shadow de Johann Reuter, le falta un poco de maldad diabólica.
Quizá lo mejor de la noche fue la Anne de María Bayo, delicada, intensa, llenando el escenario como actriz y rotunda como cantante; muy ayudada en sus dos largas arias por una preciosa despedida con la casa al fondo en miniatura, y un viaje en coche que acaba tras una pared. ALVARO DEL AMO
LA ESTRELLA DIGITAL
Babá la Turca
Se estrenaba ayer en el Teatro Real de Madrid La carrera del libertino, de Igor Stravinski, otra incansable lucha entre el bien y el mal que el amor de la idílica Venus pretende salvar de las garras de la sombra demoníaca que agota, sin éxito, su muestrario de tentaciones al iluso libertino, un Adonis tocado por la fortuna y preso de cualquier tentación. Asistíamos la rentré musical del curso político cultural y empresarial con un teatro visitado por las libertinas víctimas de Madoff, que hicieron su acto de presencia en el salón, mientras otras optaron por agotar la temporada de caza o recluirse en sus habitaciones meditando sobre la estafa que escondía el pastel, en el que casi todos los que son en la alta sociedad madrileña cayeron de patas en él.
Y como bien dice y advierte en el epílogo de la sesión la exótica Baba la Turca, mesándose sus bigotes, a las damas de toda la escala social: “Tarde o temprano habréis de descubrir que, buenos o malvados, los hombres están todos trastornados”. Y no le falta razón a la buena señora si hablamos del poder, el dinero, la belleza o la pasión, y en el caso español añadimos unas gotas de envidia, que es el deporte nacional, y no el fútbol, como lo imagina una gran parte de la población.
En España, en las plateas y el patio de butacas del Teatro Real las víctimas del arquitecto de la pirámide de Wall Street se esconden y también algunos se pavonean, porque los hay quienes consideran que ser víctima de Madoff les garantiza un cierto “caché”, o un estatus social de privilegio, por más que a ninguno de ellos, avaros de profesión o de devoción, les gusta perder dinero, y no digamos si han perdido en esa ruleta americana gran parte de sus ahorros, cuando lo que imaginaban es que habían descubierto un filón. Dicen que hasta el bueno de Mingote cayó en la tentación, y se subió a la lista de los ricos damnificados, donde resuena con sarcasmo la conclusión de Rakevell: “Cuidado, chicos, con fantasear que sois otro Virgilio o Julio César, no vaya a ser que al despertar cual simple libertino os levantéis”.
Cuenta el orate que entre los llorones cazadores y víctimas de Madoff está el inefable Castellanos, pared de por medio, junto al despacho de Rato, que está deshojando la margarita de sus entretelas, volver o no volver a la arena política o regresar al balcón de Carabaña en compañía de Pedro J. y Aznar, mientras se mesa la perilla de Mefístófeles y las telarañas inundan la pecera del minibanco en el que poco o nada tiene que hacer, añorando los minutos de gloria -que él creyó minutos basura- que le hubieran tocado vivir en el FMI: dialogando con los grandes, y divagando entre Milton y Keynes, en busca de los polvos de la madre Celestina, o de la mágica piedra filosofal que convierta el paro en trabajo, la deuda en créditos y el déficit gigante en un esplendoroso superávit, que deslumbre y acobarde al mortífero dragón de la gran depresión.
En el Gobierno, Zapatero es otro que tal baila, con su particular carrera de libertino progresista y pacificador, soñando con la foto junto a Obama que cree tener al alcance de la mano, luego con la presidencia de la UE, y un poco más adelante con la primavera de la recuperación económica, allá por el segundo semestre del 2010. Mientras, en el Gólgota del PP, los barones y la que era guardia pretoriana de Rajoy se disputarán la túnica y el cetro del líder caído y sepultado en su propia desidia. El que ahora acaba de declarar que las elecciones gallegas, vascas y europeas no van con él.
¿Y Gallardón? El alcalde tiene la mirada perdida en su dorado palco del Teatro Real, escucha decepcionado la interpretación orquestal que de la obra de Stravinsky hizo Cristopher Hogwood -“demasiado monótono, y falto de pasión”-, sólo mejorada por el buen hacer de María Bayo y la esplendorosa escenografía de Robert Lepage, que compensaron el ritmo cansino de la sesión. Ve nuestro deprimido alcalde de Madrid a su fatal enemiga, Aguirre, disfrazada de Babá la Turca, robándole Caja Madrid, y teme que la Sombra del Diablo se lo lleve a los infiernos del PP, si saltan Rato o Aznar a la palestra, por más que se estrellen Mayor Oreja y Rajoy, como teme quedarse sin la Olimpiada que Obama se llevará para Chicago, dejando por segunda vez y a dos velas al gran Madrid. A Gallardón le ha entretenido, pero no le ha gustado, el concierto. Tenía la cabeza en otras cosas y además la cierta monotonía de la orquesta le traía recuerdos del susurrante violón de Rajoy, y su interminable y aburrido concierto de salón. Marcello
Últimos comentarios