El Público, recuerdo a Mortier
En recuerdo de Mortier
Soy consciente de lo conflictivo que es que un crítico escriba lo que escribo a continuación. Un célebre musicólogo del pasado dijo que la misión de la musicología era cambiar muertos de ataúd. Se refería a las exhumaciones y tenía bastante razón. Es cierto que hay excepciones, pero la mayoría de las obras que se sacan del ataúd acaban volviendo a otro. Con la creación contemporánea sucede algo parecido. ¿Cuántas partituras nuevas se llegan a tocar en tres lugares diferentes? Las que menos. La composición musical no es una excepción y se haya tan en crisis como la pintura, la escultura, la literatura o el cine. ¿No comparten que las películas nominadas a los Oscar este año dejaban bastante que desear?
De ahí que muchos críticos acudamos a los estrenos más por obligación que por interés personal real. En el caso de “El público” sabía perfectamente lo que me iba a encontrar. Más que el espectáculo en sí me interesaba sumergirme en el mundo surrealista de la casi incomprensible obra de Lorca para realizar un brainstorming propio. En una palabra, quería recordar cuanto fue Mortier, aquello por lo que luchó, dejar volar la imaginación a partir de unas propuestas musicales y escénicas y, también, concluir si Gerard hubiera disfrutado con lo que es su testamento en el Teatro Real.
Asistí al estreno de la obra en el María Guerrero en 1985. Lluis Pasqual realizó un trabajo muy meritorio con esta obra incompleta a la que ciertamente le va muy bien la música. Mauricio Sotelo ha logrado una personalidad propia, que es algo imprescindible en todo creador. Sí Cristóbal Halffter logró que las reminiscencias del barroco español se incrustasen en su moderno lenguaje acercándolo a los oídos del oyente, Sotelo alcanza el mismo efecto con el flamenco. Ambos huyen de tópicos en sus tratamientos respectivos y de ahí su mérito. Ayudan mucho tales ecos a la aproximación lorquiana, como hubieran añadido aún más cercanía retazos de aquella Cuba de 1930 en donde fue a buscar lo mulato que tanto le agradaba. Hay una cierta descompensación en el espectáculo, con una primera parte excesivamente larga y en la que la escena no siempre acompaña al texto. También algunos errores de disposición que impiden que todos los espectadores puedan, por ejemplo, percatarse bien de la escena del emperador con el niño. La segunda resulta mucho más redonda.
Mortier habría disfrutado, no me cabe duda. Tampoco de que, dado cómo era, hubiera acertado a realizar bastantes cambios a lo largo de los ensayos. Al terminar la representación sentí que no pudiera resucitar para disfrutar de su último proyecto. Sin saber por qué me encontré rezando un padre nuestro y sonreí en mi interior por dedicárselo a un agnóstico. ¡Qué diablos! me dije, también lo era mi padre y quiso que sus cenizas fuesen esparcidas en el Monasterio del Escorial. Mi recuerdo emocionado para ti, Gerard. Gonzalo Alonso
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