El zar contra la pared
Alvaro del Amo. El Mundo 30/09/2007
Director musical: Jesús López Cobos. / Director de escena: Klaus Michael Grüber. / Escenógrafo: Eduardo Arroyo. / Figurinista: Rudy Sabounghi. / Reparto: Samuel Ramey, Maria Gortsevskaya, Marina Zyatkova, Stephan Rügamer, Vasily Gerello, Anatoli Kotscherga, Misha Didyk. / Escenario: Teatro Real (Madrid). / Fecha: 29 de septiembre.
Calificación:
MADRID.- Un caso único dentro de la historia de la ópera. No sólo por sus distintas versiones, que permite a quien pretenda representarla una insólita libertad de elección; también, y sobre todo, por la originalidad de su estructura dramática y musical, capaz de abarcar sin sobresaltos lo individual y lo histórico, el folklore y la pasión por el poder, los anhelos de un pueblo oprimido y las fantasías geográficas de un joven príncipe destinado a la muerte.
Las diferentes escenas, que se suceden abarcando un amplio espacio de tiempo, tienen algo de cuadros vivientes o cuadros cantantes en donde importa mucho más la acumulación de temas y personajes que la fidelidad a un desarrollo progresivamente coherente. Todo le interesa al autor, logrando que todo nos alcance, desde las tinieblas del zar asesino, que sufre tanto como el matrimonio Macbeth, hasta la feroz impostura del falso Dimitri, sin olvidar a la campesina que pide un sorbo de agua ni a la tabernera que celebra a su patito en una balada.
El Teatro Real ha elegido con buen criterio la versión original, aunque es una lástima que no se incluya el llamado acto polaco, cuya supresión cabe imaginar que responde a razones prácticas, más de economía que de duración, pues tres cuartos de hora más no supondría una excesiva fatiga para el espectador del espectáculo, ampliamente compensado por el conocimiento de la terrible Marina.
El conjunto resulta seriamente dañado sin este poderoso personaje, que actúa como la contrafigura de Boris, el malvado presentado más bien como un anciano atormentado por su culpa; la princesa polaca tiene mucho de Lady Macbeth en su obsesión criminal por el poder, utilizando al falso Dimitri como palanca o trampolín para convertirse en zarina. Marina es fundamental para entender el último tramo de la ópera, que culmina abruptamente con la muerte del zar y el avance de los invasores como un final abierto.
Vale la pena acudir a esta producción por la excelencia de la obra y la notable calidad de los cantantes, a pesar de la pobreza de la puesta en escena y el poco acierto de la dirección musical.
El binomio formado por Grüber y Arroyo ha optado por una sobriedad extrema con la probable intención de combinar el sumo despojamiento con una selección de elementos simbólicos; no consiguen crear una mínima atmósfera que ambiente el poderoso y complicado drama, que se arrastra languideciente entre la embocadura y un escenario vacío y gélido.
El vestuario es caprichoso y se diría que irónico, con unos boyardos provistos de barbas de guardarropía y un sufrido pueblo convertido en un hacinamiento de mendigos.
El escaso rigor del montaje alcanza a los intérpretes, pero sobre todo al coro, que aquí luce por debajo de su nivel sin una dirección escénica que le indique la trascendencia de su función.
López Cobos actúa con su aseada musicalidad, que aquí no basta para desentrañar una partitura que lee de un modo en general tosco, sin subrayar la tensión latente en las muy variadas aristas de un torrente sonoro servido como un riachuelo más bien plácido.
Los cantantes destacan por encima de estas carencias, produciendo la impresión de que, mejor dirigidos escénica y musicalmente, el resultado hubiera sido óptimo.
Samuel Ramey hace un Boris matizado y hondo, que alcanza el único momento conmovedor de la representación en su aria o soliloquio final. El extenso reparto no presenta fisuras muy evidentes, destacando quizá el Inocente por su finura y Varlaam, el monje borracho, por su desgarro.
Ya sabemos que en la ópera lo más difícil es la síntesis entre lo vocal, lo musical y lo escénico. La simbiosis perfecta entre las tres incógnitas rara vez se logra plenamente. Hoy existe una menor tolerancia frente a la puesta en escena, reticente el público a las novedades, que no siempre son acertadas.
La dirección de orquesta se juzga con más benevolencia y los cantantes, siempre que demuestren una competencia media, son aplaudidos. El arte lírico sigue siendo un rito al que se acude con espíritu obediente.
Un arranque atractivo aunque irregular de una temporada prometedora, audaz en su programación de títulos infrecuentes, insistente en la época anterior al Romanticismo, consecuencia del gusto particular del equipo responsable, susceptible de ser comunicado, disfrutado y, a la postre, compartido por un público libre de prejuicios.
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