Georg Solti, un fanático de la perfección
Entrevista con Solti recuperada
Continuamos con esta serie de entrevistas a grandes directores de orquesta que realizó hace años Gonzalo Alonso. Hoy la de Georg Solti de 1987.
Georg Solti, sir por la gracia de la soberana inglesa desde 1971, cumplió el 21 de octubre 75 años. Toda una vida, en la que el director húngaro afincado en el Reino Unido ha conseguido lo que muy pocos. Sus azarosos comienzos no consiguieron quebrar la carrera de este fanático de la perfección que hoy es titular de una de las tres mejores orquestas del mundo, la Sinfónica de Chicago.
Un fanático de la perfección
Solti piso Londres por vez primera como invitado del Covent Garden en diciembre de 1959. El director húngaro, que había deambulado durante años país tras país, mal podía presumir entonces que el Reino Unido se convertiría en su segunda patria. Hoy, en su tercera residencia londinense, próxima al barrio de Saint John’s Wood, se muestra encantado con lo que allí le rodea. Sin embargo, sigue existiendo mucho de húngaro en su vida, de lo que es buena muestra el entorno de aparente desorden y descuido en el que vive. Algo que desentona con su concepto metódico, preciso, cuadrado, de la dirección orquestal.
La mansión de tres pisos, coronados por ventanas abuhardilladas con un blanco en sus jambas que contrasta con el ladrillo rojo carcomido por la humedad londinense, hubiera podido ser escenario de una película de terror de estar ubicada en una solitaria colina en vez de en una apacible calle cuyas casas denotan un confortable abandono. Nada más cruzar el recibidor de la casa de Solti, uno se pregunta si aquellos ocho años de titiritero sinfónico van a continuar, tal es la sensación de mudanza que impera. Es como cuando nunca se está convencido del todo de permanecer mucho tiempo en un lugar y se acumulan las cosas sin llegar a dotarlas de un orden definitivamente definido. Más tarde, cuando el anfitrión sugiere dar un paseo por su precioso jardín, al contemplar el aire descuidado y bohemio de éste, uno se da cuenta de que es el entorno que le gusta a Solti.
“Londres ha sido remarcable y extraño en mi vida. Vine a dirigir El caballero de la rosa, y aquellas representaciones marcarían el resto de mi vida. El intendente del Covent Garden estaba tan entusiasmado que me ofreció la dirección musical del teatro. Fue justo a unos metros de aquí, en casa de un amigo que ya ha fallecido, cuando me encontré de repente con el intendente pReguntándome cuándo podía empezar y cuánto dinero quería. Yo le respondí que mi inglés era muy malo y que además tenía un contrato para hacerme cargo de la Filarmónica de Los Ángeles. Había estado dirigiendo ópera durante 15 años y me atraía imbuirme en el repertorio sinfónico. Sin embargo, tuve la suerte -y la ayuda de ese ángel de la guarda que siempre me acompaña en todos mis momentos importantes- de hablar con Bruno Walter, que por entonces residía en Los Ángeles, y que él me aconsejase lo que debía hacer. “Usted debe quedarse en Londres”, me dijo. “Es esencial. No puede romper el ritmo generacional. Los viejos nos hemos ido retirando de la ópera y los jóvenes han de tomar nuestro relevo en ella. En caso contrario se produciría una laguna en la tradición de la dirección”. Me convenció y acepte Londres. Al principio no me gustaba, no podía hablar directamente y a la gente no le acababa le caer bien, pues me veían como demasiado prusiano. De hecho, me apodaban el húngaro del Covent Garden. Me llevó tiempo familiarizarme con el sistema de vida inglés y aprender a amarlo, y a ellos, entenderme y comprender mis ansias de logro, de conseguir algo. Ahora doy gracias al Reino Unido por proporcionarme un nuevo hogar. Dónde está mi familia está mi casa, y aquí conocí a mi mujer y nacieron mis dos únicas niñas”.
Su hogar es más que nada un amplio cuarto en la planta baja en el que se amontonan los objetos importantes de su vida: un piano de cola, otro de media cola, un sin fin trofeos artísticos, su equipo musical con un buen número de compactos, litografías de sus ídolos -Strauss, Bartok, Toscanini…- y hasta un dibujo infantil, clavado con una chincheta sobre la madera que recubre todas las paredes, en el que puede leerse: “Congratulations, Daddy” (“Felicidades, papá”). Dos ventanas y un amplio lucernario dan vida a esta especie de leonera del maestro.
Para sus casi 75 años se conserva bastante bien, pese a una cierta inmovilidad de cuello que le obliga a girar la cabeza junto con los hombros, lo que dota a sus gestos de un militarismo que encaja bien con la aureola de prusiano que en muchas partes le colocan. En su apariencia destacan sus ojos, habitualmente entornados, de brillante pupila y mirar socarrón, y sus manos nerviosas.
Las palabras de Solti, en un inglés de profuso tinte húngaro, nacen parcas en su contenido, y en la forma suenan a sinfonía: ora piano, ora forte, dentro de un tempo adagio que pocas veces se convierte en alegreto. Hay más nervio en su interior del que deja traslucir. Es autocontrol. Tiene aprendido su papel, sus respuestas, y pretende dar el relato de su vida que ha ensayado centenares de veces. Es necesario atajarle en sus recuerdos para sacarle de su versión.
“He tenido un montón de suerte en la vida, pero mi mayor fortuna consistió en nacer el 21 de octubre de 1912 en una ciudad que poseía el mejor y más bello conservatorio del mundo. En el Franz Liszt de Budapest no sólo enseñaba gente como Bartok, Dohnanyi o Kodaly, sino que se fomentaba une fuerte competición entre los alumnos. A los seis años yo era probablemente un pianista de bastante talento, pero a raíz de escuchar un concierto de Erich Kleiber me quedó claro que mi destino era ser director de orquesta. Cuando a los 18 años terminé los estudios, visité secretamente al director del Teatro de la Opera y le pregunté si podía trabajar allí como repetidor. ‘Desde luego que es posible, pero qué pensarán sus padres. La ópera es una institución altamente inmoral y usted es muy joven’, me contestó”.
“Aquellos siete años me proporcionaron una gran experiencia, y gracias a ellos pude conseguir en 1937 un contrato como repetidor en el festival de Salzburgo en una Flauta mágica que dirigía Toscanini. Mi trabajo gustó y me ofrecieron que volviese al año siguiente, lo que llegó a oídos de la gente de la Ópera de Budapest. Allí me dieron una oportunidad, y el 11 de marzo de 1939 subía al podio para dirigir Bodas de Fígaro sin un solo ensayo previo. Todo discurría sorprendentemente bien hasta que, después del descanso, el barítono que hacía de conde empezó a cometer una falta tras otra. Yo estaba horrorizado, y sólo me daría cuenta más tarde de lo que había pasado. Él era judío y se había enterado durante la pausa de que Hitler había entrado en Viena”.
“Esa noche también cambió el para mí el mundo entero. Supe que no había futuro para mí en Budapest y decidí ver a Toscanini a fin de lograr una recomendación para algún sitio en Estados Unidos. Él se encontraba en Lucerna, tras cancelar Salzburgo, para la primera edición de aquel festival, y yo cogí el tren pensando quedarme un par de días en Lucerna. Mi padre me acompañó a la estación, y al despedirse se le saltaban las lágrimas. ‘¿Por qué lloras? No te preocupes, me voy sólo unos días’, le animé. Nunca volví a saber nada de mi familia”.
Los recuerdos le emocionan y alteran su voz. El asunto se cierra; es uno de esos capítulos tabús para Solti. Como lo es en parte lo que se le vendría encima a partir de entonces. Los años de lucha, desilusión tras desilusión. La angustia de ver pasar el tiempo sin progresar como director y ver alejarse la posibilidad de ello. Un primer matrimonio del que se niega a hablar…
“Recibí un telegrama de casa aconsejándome no regresar, y de pronto me encontré en una ciudad desconocida con un traje y un par de pantalones como toda fortuna. Toscanini se acordaba de mí y me prometió una recomendación para América, pero para ir allí se necesitaba un visado y tardé mucho en poder llegar al consulado estadounidense en Zúrich. Había cientos de personas esperando. Me dijeron que me proporcionarían el visado siempre que yo les mostrara un contrato de trabajo. Me dediqué a escribir a todos los amigos húngaros que vivían en Estados Unidos para que me ayudaran, y al final, a través de un violinista, conseguí que un apoderado italiano falsificase un contrato para la Saint Louis Summer Opera a cambio de 500 dólares, la mitad de mi fortuna. Todo orgulloso me dirigí al cónsul general norteamericano, pero la visita no duró ni cinco minutos. Cogió el papel, lo leyó y me espetó que por ser todo mentira no sólo no me daría el visado, sino que me pondría en la lista negra para que no pudiese entrar jamás en Estados Unidos. Aquello era el fin para mí”.
La tenacidad y la constancia que siempre le acompañan hicieron posible que Solti se alzase con el primer premio en el concurso de piano de Ginebra, lo que le sirvió para obtener algún dinero y un concierto con la Orquesta de la Suisse Romande. Sin embargo, él tenía claro que a los 30 años ya era tarde para empezar la carrera de pianista y que además no era por lo que soñaba.
Terminó la guerra y escribió con éxito a un amigo influyente para que le permitiesen participar en la reconstrucción cultural de Alemania. Un jeep lo llevó desde Kreuzlingen a Múnich el 15 de marzo de 1946 pasando por campos desolados y pueblos totalmente destruidos. Allí no lo aceptaron, a pesar de la recomendación que llevaba, y continuó en un tren con los cristales rotos hasta Stuttgart, donde a través de un Fidelio se reencontró a sí mismo como director. El éxito obtenido le valió inmediatamente ser nombrado director musical en Múnich.
“Tocábamos en el Prinzregenten, el único teatro que se tenía en pie, aunque, como se habían quemado vestuarios y decorados, tuvimos que empezar interpretando el Réquiem de Verdi tres veces por semana. Mi primera ópera fue Carmen, y recuerdo que hacía tanto frío que el sudor se evaporaba y de la cabeza me salía como humo. No había calefacción, y la gente calentaba el teatro con sus cuerpos, pero el público se afanaba por acudir. ¡Qué entusiasmo el de entonces, qué diferencia al comparar con situación de hoy día! Ahora sentimos con toda naturalidad que tenemos derecho a los mejor, que los teatros mejores no son suficientemente buenos, y se silba y se chilla”.
Por aquellos años tuvo la suerte de conocer a Richard Strauss en su casa de Garmish, con ocasión de su 85º aniversario y mantener una conversación que le permitió apreciar toda la grandeza del compositor. A los pocos meses murió, y a Solti le honró dirigir en su entierro aquel terceto de El caballero de la rosa que emocionó al público y solistas hasta el punto de que las lágrimas apagaron las voces. No obstante, empezaron a surgir dificultades con el Ministerio de Cultura alemán, y Solti, aburrido, decidió abandonar Múnich y trasladarse a Francfort para abrir un teatro. Atrás quedaba el trabajo de 40 óperas en seis años, y por delante, el inicio de la fama.
Francfort le abrió sus puertas en 1952, y siete años después acaecía el episodio londinense. A partir de entonces, su primer Grammy, por Aida, en 1962, y en 1969 un matrimonio con la Sinfónica de Chicago, para muchos -entre ellos Solti- la mejor orquesta del mundo, que aún hoy sigue en su luna de miel. Veintiséis Grammy, 14 Grand Prix du Disque, otros más de 80 premios, el título de sir y una relación con su casa discográfica de más de 40 años en exclusividad reflejan su quehacer artístico.
“Estos 18 años han sido los más felices de mi vida musical. Lo digo con mucho orgullo, porque en ellos ni tuve jamás un solo problema con la orquesta ni hube de dar un grito en fortísimo. Siempre hemos trabajado con plena comprensión y armoniosa alegría musical. La orquesta toca cualquier otra con el mismo entusiasmo como si la estuviéramos estrenando, y esto es lo que más me llena. Así hemos superado los 700 conciertos y grabado más de 90 discos. Es lo que se puede llamar un matrimonio feliz, y por mi parte, mientras mi fuerza física me lo permita, quiero seguir con ellos”.
https://youtu.be/Bxv6Jy-_G78
-Pero no debe ser fácil hacerse con una orquesta. Usted mismo ha tenido en el pasado algún problema en este sentido. ¿Cómo suele ser la recepción que dispensa una orquesta a un director con quien debuta?
-Hay dos tipos de recepción. Hay orquestas que te conceden un crédito inicial; hay otras en que éste te lo tienes que lograr. Yo diría que básicamente es como la relación entre un domador y un león. Si el domador no tiene miedo al león se puede hacer con la situación, pero como le tenga miedo… entonces no hay nada que hacer. Se trata de imponer tu sentido interpretativo a más de 100 personas, y para ello hay que tener un montón de fortaleza y no desesperarse. Recuerdo que al principio, por ejemplo, mi relación con la Filarmónica de Viena era terrible. Ellos me decían: “No podemos hacer esto”, y yo les contestaba: “Ustedes tienen que hacerlo”; ellos protestaban, y así continuamente, día tras día. Los jóvenes han de tener mucho cuidado con esto. Yo por aquel tiempo era más impulsivo y no me daba cuenta de que ensayábamos justo después de que la orquesta hubiese comido, mientras que yo continuaba en ayunas, con lo que me encontraba fresco y deseoso de hacer las cosas mi manera. Es lógico que encontrase la resistencia de una gente que lo único que deseaba era que les dejase hacer en paz la digestión. Era también culpa mía por no comprenderlo, pero con el tiempo se aprende y ahora la relación con ellos es magnífica.
Solti pasa por ser un director exigente, muy amante de los detalles y de la perfección. Esto le ha ocasionado situaciones como la anterior y otras similares más recientemente con Montserrat Caballé o Luciano Pavarotti. Con la primera grabó una Bohéme de la que la Caballé cuenta: “Aquel señor nos reunió y nos dijo que teníamos que cantar por primera vez la Bohéme como la quería Puccini, y que para ello debíamos olvidar todo lo que habíamos venido haciendo hasta entonces. Para decir esto a un señor coma, Plácido Domingo o yo misma hay que ser un genio o muy tonto… y genios hoy hay muy pocos. Nos acoplamos, pero para mí esa versión no es una ópera, sino una solfeada”. Con Luciano Pavarotti, gran rival de Domingo, sucedió otro tanto hace un par de años con el Baile de máscaras.
“Fueron casos parecidos. Cada uno de ellos quería hacer sus interpretaciones, y no se trataba de hacer un disco Pavarotti o Caballé, sino un disco de Verdi o Puccini. En cualquier caso, no creo que ellos me sigan odiando, aunque no hayamos vuelto a trabajar juntos, y si usted escucha cualquiera de las obras estará sin duda de acuerdo conmigo en que en ellas ambos hacen cosas magníficas”.
Polémico fue también el paso del director por la Orquesta de París o los festivales de Bayreuth. Solti se halla considerado quizá como el más grande director wagneriano del presente. Su grabación de la Tetralogía alcanzó todos los premios, pero nunca haber acudido al santuario de Bayreuth. La cita se intentó en 1983 con una nueva producción diseñada por el inglés Peter Hall, y algo sucedió, porque Solti se negó a regresar el año siguiente. Se dice que no consiguió el sonido que deseaba ni modificando la disposición de los instrumentos ni incluso alterando las características del foso, e incapaz de reconocerlo y dejar las cosas en su estado normal, decidió no volver. Para el maestro las razones quizá fueron otras, pero eso, de Momento, no se sabe, puesto que se ha convertido en un tema tabú.
-A lo largo de su vida seguro que hay errores, cosas que hizo en el pasado y no volvería a realizar. ¿Fueron París y Bayreuth algunos de ellos?
-Ciertamente hay algunas cosas, París y Bayreuth incluidos, que no habría hecho ahora, pero no quiero crear escándalo con ello y, además, de todos esos errores que he cometido en la vida he aprendido también mucho. Otras veces estuve a punto de caer en otros grandísimos, como rechazar el Covent Garden, pero ese ángel de la guarda que tengo me ha protegido. Por otro lado es inevitable cometer errores y lo hacemos todos los días. Mire, ahora mismo estoy sentado con usted cuando mi hija se va a ir en 40 minutos y a lo mejor no la vuelvo a ver en los próximos tres meses. ¿No es un error?
-¿Tiene su familia quejas sobre su vida profesional?
-No se trata de quejas, sino de tristeza. Mi hija pequeña es la que más lo sufre, me reprocha que apenas estoy en casa, y es cierto. Además, aunque esté, apenas nos vemos. Hoy, sin ir más lejos, he estado tocando el piano con mi amigo Murray Perahía. Ya sabe que vamos a grabar varios conciertos para dos para dos pianos. Luego he mantenido conversaciones con el Covent Garden sobre los proyectos futuros, he atendido un montón de cosas de negocios que tenía atrasadas, aún me quedan dos entrevistas…
-¿Que suele hacer en sus vacaciones?
-Cada verano me retiro seis, siete e incluso ocho semanas a mi casa de Italia, no para trabajar, sino para estar con mi mujer y mis dos hijas y jugar al tenis, nadar, pasear, y en definitiva llevar una vida privada normal. Al principio me cuesta mucho quitarme la música de la sangre, no comer o soñar con ella, pero finalmente me olvido. Luego, después de tres o cuatro semanas, vuelvo gradualmente a trabajar sobre una mesa, un fratino de más de 500 años, en la cual solían comer los monjes durare la Edad Media. Es un sitio ideal para estudiar.
-¿No le gusta escuchar música en disco? Posee aquí una enorme colección de compactos y un excelente equipo. ¿Preferiría escuchar una Pastoral en disco con una versión de altura o ir a un concierto dirigido por un director mediocre?
-Nunca escucho música por placer, o siempre desde un punto de vista profesional, para estudiar una composición o una interpretación. No olvide que la música es mi vida, mi profesión, no mi hobby. Y jamás iría a escuchar a un director mediocre, a menos que se tocase una pieza que no conociese y me interesase. De los discos sólo se puede aprender las cosas malas, no las buenas. Como estudio sirven para detectar errores y no caer en ellos, pero el secreto de una buena interpretación es algo que no se puede aprender, se lleva dentro. Recuerdo que Toscanini comentaba divertido que cada vez le copiaban más y cada vez lo hacían peor que él. Así que una vez asimilada una obra no la vuelvo a escuchar, y por supuesto jamás oigo mis discos.
-¿Ha cambiado mucho el concepto de la dirección desde Toscani hasta nuestros días?
-Enormemente, y no sólo de unos directores a otros, sino que uno mismo hace las cosas muy diferentemente de como las hacía antes. A veces, escuchando grabaciones de Toscanini, tengo que sonreír porque hay absolutos desastres. Así sucede con La flauta mágica o algunas sinfonías de Beethoven. No hay un tempo correcto. En cuanto a los directores actuales, aun admirando a muchos, siempre he opina que Karajan posee el mayor lento de cuantos viven hoy día. Es un director maravilloso, el mejor director de los últimos 30 años.
-¿Un director debe tocar algún instrumento?
-Es una gran ayuda y, en cualquier caso, obligado para un director de ópera. El piano suele ser el instrumento más adecuado, porque con él se puede ensayar en cualquier momento con los cantantes. Para un director sinfónico no es esencial.
Setenta y cinco años de Solti, y para celebrarlo, la aparición discográfica de tres obras monumentales: La Pasión según san Mateo, de Bach; una nueva versión de la Novena de Beethoven, y el Lohengrin, de Wagner. De Bach confiesa no cansarse nunca, algo que también le sucede con Mozart, aunque hasta ahora no haya abundado en él. Su segunda Novena es para él la definitiva, y la ópera de Wagner significa la concesión de sus grabaciones del mundo lírico del compositor. Probablemente le supondrán más premios a quien ya ha logrado más Grammy que cualquier otro artista clásico o popular.
-Tras lo premiado y no premiado, ¿qué le pide aún a la vida?
-Tengo tres deseos: el primero y más importante es vivir lo suficiente para asistir a la boda de mis dos hijas ver unos cuantos nietos. El segundo, que yo, que nunca estoy satisfecho con mi trabajo, me levante un día diciendo: “Ayer estuve maravilloso”, aunque estoy seguro de que ese día será el fin de mi progreso. Y el tercero, hacer cada día mejor las cosas. Gonzalo Alonso
Últimos comentarios