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Por Publicado el: 22/03/2025Categorías: Colaboraciones

Historias musicales: Eugenio Montale, el premio Nobel que se moría por cantar

El escritor italiano Eugenio Montale, que obtuvo el Nobel de literatura en 1975, intentó desesperadamente a lo largo de su vida convertirse en cantante de ópera. No lo logró, pero a cambio nos legó una obra literaria recia, abisal, iluminadora, de la que también formarían parte esencial sus críticas musicales. El hombre “cuando describe es un poeta”, sostenía Oscar Wilde. Montale se encuentra entre los más grandes, también cuando solo hablaba de música.

El escritor italiano Eugenio Montale, que obtuvo el Nobel de literatura en 1975, intentó desesperadamente a lo largo de su vida convertirse en cantante de ópera. No lo logró, pero a cambio nos legó una obra literaria recia, abisal, iluminadora, de la que también formarían parte esencial sus críticas musicales. El hombre “cuando describe es un poeta”, sostenía Oscar Wilde. Montale se encuentra entre los más grandes, también cuando solo hablaba de música.

Montale, un crítico que alcanzó el premio Nobel

“En la vida aquello que se alcanza por un lado se pierde por el otro”. Evidentemente, Eugenio Montale sabía lo que se decía cuando escribió este verso en “Lo que queda (si queda)”, uno de los poemas contenidos en su “Cuaderno de cuatro años”, publicado en 1977.

Dos años antes el inmenso escritor italiano había ganado el premio Nobel de literatura, lo que no pareció causarle un gran impresión: ”Protegedme de la fama/farsa que me incluyó en el Larousse ilustrado/para borrarme después/en la reedición”, reclama en “Protegedme”, otro de los poemas de este libro, concebido medio siglo más tarde de aquellos “Huesos de sepia”, su primera colección.

Allí empezaba ya a cobrar forma su profundo pesimismo sobre la condición humana, que no obstante él supo traducir en una belleza recóndita tal como predicaba otro de los grandes de la cultura europea, Hofmannsthal, con esas “palabras infinitamente ambiguas que flotan entre Dios y la criatura”. Montale, nacido en Génova, en 1896, el mismo año en que su compatriota, Giacomo Puccini, emprendió el sendero irreversible de la fortuna tras el estreno de “La Bohème”, alcanzaría en vida los mayores reconocimientos destinados a una obra generosa, aunque pocas veces amable para quienes solo perciben la poesía como “una confesión con adornos”.

En cambio, se estrelló ante la imposibilidad de hacer realidad su principal aspiración: convertirse en cantante de ópera. Ningún honor literario, ni mucho menos civil (en 1967 fue nombrado senador vitalicio), le habría colmado tanto como el privilegio de poseer una voz educada con la que presentarse en los escenarios y cautivar a muchas de aquellas personas que jamás lograrían penetrar en el sutil arcano de su pensamiento poético, hermético solo para quienes gustan de solazarse principalmente en las superficies, sin mayores pretensiones.

Su lucidez podía resultar áspera, descorazonadora al retratar sin adobos “un mundo, un globo en el que la caza al hombre es el deporte en el que todos coinciden”. O como cuando aseguraba que “la vida oscila entre lo sublime y lo inmundo con cierta propensión a lo segundo” y que “hemos dado lo mejor de nosotros para empeorar el mundo”.

Si bien entre tanta estrofa angustiosa, a veces se colaba un pertinaz fulgor dispuesto a iluminar la más lóbrega de las estancias con la fuerza omnipotente de un rayo, la única verdadera del amor: “Y entretanto quedaba una nube, la de tu pelo/y esos ojos inocentes que lo contenían todo/ y más, eso que nunca sabremos/nosotros hombres provistos de briquetas, de luces no” (“Los trasteros”).

Montale, cuyos múltiples saberes se encuentran, además, recopilados en libros que recogen sus artículos periodísticos (“Auto da fé”, “Fuera de casa”), amigo de James Joyce, traductor a su vez de Shakespeare, Steinbeck y Jorge Guillén, no sentía demasiado aprecio por el valor transformador de la cultura (“pero, ¿es el arte de la palabra escrita o dicha/asequible para el que no tiene voz ni palabra?” ).

A veces escribía “Kultur” así, en alemán y mayúscula, con indisimulado tono irónico. Él, que había sido oficial de infantería en la Primera Guerra Mundial, y asistió perplejo a los horrores de la Segunda, seguramente no lograba entender cómo aquellos descendientes directos de sus adorados Schopenhauer y Wagner (“Brunilda mía, golondrina mía del alba”) hubieran sido capaces de desencadenar aquella barbarie, a pesar de todo el conocimiento acumulado.

Y no por eso dejó nunca de honrar a su mitos. Entre los versos de “Cuadernos de cuatro años” se cuelan desde la Reina de la Noche a la Arabella straussiana pasando por Tristán o ese hombrecillo “no muy diferente al Mime wagneriano”, al que incluye en el poema dedicado a Pio Rajna. Tampoco las referencias a la ópera de su país escapan a sus versos, como “Cabaletta”, que da título a unos de los contenidos en dicha obra. Así cuando precisa: “Alguien cerca de mí secó una pestaña/era en verdad una furtiva lágrima”.

Quizá esa fuese como aquella otra que providencialmente advierte a Nemorino de que el afecto que la sofisticada Adina siente por el joven campesino es verdadero en “L’elisir d’amore”, la ópera de Donizetti cuya más célebre entre sus arias, precisamente, “Una furtiva lagrima”, ha servido a los tenores desde su misma aparición para adueñarse de los corazones de la audiencia (por supuesto, cuando se destila con propiedad y los acentos adecuados, como solía ocurrir con el gran Tito Schipa o, algo más cerca de nosotros, Luciano Pavarotti).

El eterno amor del poeta hacia el arte lírico, ya que no pudo concretarse en una pretendida carrera como cantante, para lo que llegó a prepararse estudiando durante un tiempo con el barítono Ernesto Sivori en sus años mozos, tuvo una prolongación con su faceta de crítico musical en “Il corriere della informazione”. Entre 1954 y 1967, reseñó allí todos los estrenos celebrados en la Scala milanesa, produciendo páginas memorables sobre la Callas, Arturo Toscanini o Igor Stravinski.

Quizá se perdiese un intérprete del montón, pero los lectores de uno de los principales diarios europeos saldrían ganando: sus reseñas de espectáculos operísticos se enriquecían con sus conocimientos enciclópedicos y la contrastada calidad poética de su prosa, algo imprescindible cuando se trata de evocar asunto tan inmaterial como el misterio que emana de los sonidos.

Montale ampliaría luego sus colaboraciones con “Il corriere della sera”, donde escribió desde crítica literaria a necrológicas, editoriales o puntuales reportajes de viajes. Sus escritos puramente musicales se encuentran recogidos en un volumen, “Prime alla Scala”, que constituye un verdadero tesoro para cualquier melómano.

Pero si le hacemos caso a Leone Magiera, el pianista y director de orquesta que colaboró en la temprana forja de Pavarotti, el autor que frente a la “enorme farsa humana” (título de unos de sus poemas), había elegido refugiarse en esa “zona intermedia que puede llamarse tedio, apatía o algo así”, jamás pudo despojarse del todo de su más íntimo deseo. De tal modo que, en cierta ocasión, abordó sin complejos al reconocido consejero y repertorista de cantantes en plena calle, muy cerca de la Scala, en vía Filodrammatici, para solicitarle a bocajarro si podía hacerle una audición allí mismo, y conocer su ponderada opinión.

De acuerdo con el relato de Magiera (primer esposo de la gran Mirella Freni, una de las mejores sopranos italianas de toda la segunda mitad del siglo XX), condujo al vate hasta uno de los camerinos destinados a las primeras figuras del teatro milanés. Montale, que poco antes se había identificado como crítico musical de “Il Corriere”, cantó “La calunnia”, un aria de “El Barbero de Sevilla” de Rossini, y se dispuso serenamente a escuchar el juicio.

“Usted posee un cierto sonido y una buena extensión, se diría que ha estudiado como barítono”, comenzó el experto. “Ciertamente, durante casi cuarenta años he estudiado para cantar como barítono, sin éxito. Y es por eso que ahora intento hacerlo de bajo”, le respondió el escritor.

Para no entrar en más asuntos técnicos, Magiera despachó al aspirante indicándole que, si bien poseía un instrumento agradable, en cambio, no se hallaban en él las condiciones necesarias para afrontar una carrera en los escenarios. Un parecer que, según Montale, coincidía con el que ya le habían transmitido en anteriores ocasiones, entre otros, directores de la talla del insigne Herbert von Karajan.

El pianista y vocal coach Leone Magiera

Leone Magiera le hizo una audición a Montale

Tantas eran las ganas que tenía de cantar al más alto nivel que, sirviéndose de su condición de crítico (antes que poeta), parecía esforzarse periódicamente en seguir recabando las más doctas opiniones. Las advertencias recibidas, sin embargo, no le harían desistir jamás.

La anécdota agradará mayormente a esos creadores e intérpretes mediocres o maliciosos que a menudo suelen aliviarse frente a las malas reseñas manifestando que quienes ejercen la crítica suelen ser, en el mejor de los casos, músicos frustrados. Y sí, aunque como expresó Oscar Wilde resulta “más difícil hablar de una cosa que hacerla”, en el caso de Montale seguramente hubiese preferido componer menos versos y poder cantar.

En compensación, para nuestra fortuna, nos legó una de esas obras imperecederas, singulares y transformadoras, en la que más allá de reflejar el malestar del hombre contemporáneo, su radical desamparo ante el mundo, “el escepticismo se concilia con la vitalidad”. Pero él quizá hubiese deseado parecerse a otro trovador y Nobel literario, al menos en eso de cantar (mal también, aunque en lo suyo a veces poco importa) Bob Dylan.

César Wonenburger

 

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