Excepcional gala lírica
Arrancó el ciclo de recitales y galas líricas que festejan la 60.ª temporada de ópera y lo hizo a lo grande, con dos divos de primera categoría, de los que mandan en los teatros que realmente cuentan en los circuitos. Saldó, con esta velada, el Campoamor dos asignaturas pendientes. Por una parte, el debut en la sala de Daniela Dessì, y por otra el regreso de Fabio Armiliato, al que se le debía una vuelta en condiciones tras su intervención irregular en aquel «Don Carlo» de los mil y un infortunios de 1998. Ambos consiguieron un éxito importante, por momentos apoteósico, ante un público volcado a la calidad vocal de los dos y ante un programa duro y exigente, muy propicio para el lucimiento de voces de entidad.
Pese a ello, no todos los condicionantes que rodearon la actuación fueron los debidos. Lo primero que llamaba la atención era que apenas se registró más de media entrada -entre la venta a taquilla y, sospecho, abundante regalo de localidades-. Las razones son de difícil explicación, pero varios factores han confluido. El primero de ellos, que en la ciudad, a la misma hora, tenían lugar cuatro conciertos que, por supuesto, dividieron al público -es impresentable para todas las instituciones implicadas la falta de coordinación-. La segunda, que los «amigos de las cuatro óperas» no lo son de la lírica en sí y les dan igual los recitales. Y esto es algo que ocurre casi siempre y ante figuras de élite. Espero que no se repita en el regreso de Juan Diego Flórez a Oviedo la lamentable situación de su debut, en el que no se llegaron a vender novecientas entradas. Incluso recuerdo, en el propio Campoamor, un sensacional «Viaje de invierno» con setenta personas en el patio de butacas. En una ciudad en la que muchos «aficionados» sacan pecho presumiendo de su carácter lírico, semejantes patinazos son la muestra evidente del trabajo que resta por hacer ante la falta de conocimiento de buena parte del público de la oferta que se realiza.
Y, sin embargo, la magia de la lírica empujó la gala a lo más alto, estableciéndose una complicidad inmediata entre los intérpretes y asistentes que alcanzó su punto culminante en la segunda parte del concierto. Fueron exclusivamente los cantantes los que aportaron calidad. La orquesta respondió con apatía y eso se percibió especialmente en los pasajes sinfónicos, carentes de la menor entidad. Es verdad que el director de orquesta ha sido uno de los menos interesantes que ha dirigido la formación. Su única función evidente era la de servir a los divos. Punto. El resto le daba más o menos igual. A su dirección le faltó matiz y no supo sacar partido de una «Oviedo Filarmonía» que suele funcionar muy bien en las galas. Alguien debería explicar por qué a la orquesta ovetense siempre le tocan en suerte semejantes directores en el ámbito de la temporada de ópera (y lo digo anticipándome a algún otro que llegará en unos meses y que no augura nada bueno). Es una especie de desprecio hacia una formación que trabaja de continuo por mejorar y que merece más atención en este ámbito.
Fabio Armiliato brilló plenamente desde el inicio del recital. Seguridad, amplitud expresiva y firmeza en el registro agudo fueron sus armas desde el inicial «Amor ti vieta» de «Fedora» de Giordano, pasando por un «E lucevan le stelle» de «Tosca», de Puccini, de notable intención, hasta llegar a sus dos pasajes más conseguidos, el aria de Lensky de «Eugene Onégin» de Chaikovski y, sobre todos ellos, un monumental «Colpito qui m’avete… un di’ all’ azzurro spazio» de «Andrea Chenier» de Giordano cantada en un grado de intensidad mayúsculo. El célebre «Improvviso» apenas se puede escuchar en la actualidad al nivel que el miércoles se cantó en el Campoamor. No se quedó atrás la Dessì. Todo lo contrario. Es una de las divas del verismo y, para demostrarlo, arrancó con «Vissi d’arte» de «Tosca», expuesto con notable refinamiento, para continuar después -en un cambio de programa- con «Pace, pace, pace, mio Dio» de «La forza del destino» de Verdi. El canto de la soprano italiana encuentra en autores como Cilea y Giordano un vehículo expresivo casi perfecto. La fortaleza vocal en todos los registros y la capacidad para redondear cada pasaje con exhibición técnica convirtieron cada intervención suya en una fiesta. «Poveri fiori» de «Adriana Lecouvreur» de Cilea fue un lujo, y la inesperada «La mamma morta» de «Andrea Chenier» de Giordano llevó el concierto a una de las cumbres de la velada, que también tuvo en los dos dúos, de «Otello» de Verdi, en la primera parte, y de «Andrea Chenier» en la segunda, otros dos puntos de referencia. Ovaciones interminables y rendidas llevaron consigo dos propinas, la primera «Non ti scordar di me» de Ernesto de Curtis y, ya como cierre inesperado, el célebre «Brindis» de «La traviata», de Verdi, que acabaron propiciando una velada mágica en el Campoamor. .
COSME MARINA La Nueva España – 2 nov 2007
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