FERNANDO EL GRANDE
FERNANDO EL GRANDE
por INCITATUS
Él dice que no pero está hecho polvo, eso se le nota. Hablo por teléfono con Fernando Argenta, una de las personas a las que más admiro y más quiero, y le encuentro triste, mohíno, aliquebrado y, esto es lo que más me preocupa, con voz de viejo. “No, Inci, no estoy mal. De verdad. Tengo… sentimientos contrapuestos”. Manda narices, pero qué bueno es este tío, caramba. Llamar a lo que lancina ahora mismo el alma de Fernando “sentimientos contrapuestos” es lo mismo que decir que lo que tenemos encima todos es una “desaceleración”.
A Fernando, pero sobre todo a millones de españoles, están a punto de quitarnos uno de los momentos más hermosos, más divertidos, útiles, salvíficos, analgésicos y/o estimulantes, creativos, formadores y ponedores de pilas que han existido en la historia de la radio española: a finales de este mes de julio desaparece de la programación de Radio Nacional de España Clásicos Populares.
Háganse cargo ustedes, por favor. Este caballo viejo que les escribe comenzó a interesarse por la música la noche en que su padre, Carretero, estaba en la salita subido a una banqueta para colocar en el techo la enorme estrella de navidad, hecha de espumillón y luces y estrellitas (hace de esto varias décadas), y tenía puesto un disco: la Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonin Dvorák dirigida por Ferenc Fricsay. Ahí empezó todo. Pero algún tiempo después, no sé cuánto pero no mucho, cuando Inci (un potrillo apenas adolescente) comenzaba a hartarse un poco de las versiones plúmbeas y solemnes que había por casa de la Incompleta de Schubert, de la Cuarta de Brahms, de la Tercera de Beethoven y sobre todo del pelmazo de Bach, que por entonces a Inci le parecía un soberano pelmazo, Carretero intervino de nuevo y dijo: “¿Por qué no escuchas este programa que hay en la radio?”
Y se hizo la luz para siempre jamás amén, porque en el transistor sonaba la voz juvenil y bastante sinvergonzona de un tipo que no sólo amaba la música sino que era capaz de transmitir ese amor con una frescura, un salero y un calor que nunca se habían visto antes. Ése era Fernando Argenta, que por entonces tenía veintipocos años, que era hijo del inolvidable Ataúlfo Argenta (pero eso lo supimos más tarde) y que, mili de por medio, procedía de un “conjunto de melenudos”, según la terminología de la época, que se llamaba Micky y los Tonis. Esa increíble colusión de planetas produjo una especie de extraterrestre como Fernando, que, en su programa, le tomaba el pelo a cristo bendito. Gracias a él, y pasmados, nos enteramos muchos de que los soleeemnes compositooores de los vinilos eran tipos más o menos como usted y como yo; que eran amigos, coño, no estantiguas, no momias; que no era pecado llamarle a Bach “el viejo peluca” ni reírse de los pelos pelirrojos de Vivaldi; que Mozart era un poco golfo y que se llevaba fatal con su jefe, el arzobispo Colloredo; que Purcell había sido profesor de niñas pijas y que Beethoven, además de estar sordo, era un tipo sentimental y tierno que disimulaba todo eso con su mal carácter. Ah, y que Brahms bebía como un cosaco.
Y lo mejor de todo: Fernando nos hizo comprender que la música que todos esos empelucados y severos señores escribían era algo tuyo, algo próximo a tu corazón, algo que te podía partir el alma o enamorarte o matarte a carcajadas o fascinarte (eso casi siempre) o hacerte llorar a caño libre, pero siempre desde tu lado, junto a ti, contigo. Al oído. Y muchos, muchísimos, nos enganchamos al programa como drogadictos. Y no lo hemos abandonado nunca. El tiempo hizo que compartiésemos ese amor inicial con otros amores: Radio Clásica (de soltera, Radio 2), los discos, los conciertos, el Monumental, el Teatro Real… Algunos acabamos cantando en coros, o dirigiéndolos, estudiando música, incluso escribiendo sobre ella. Pero el primer amor nunca se olvida, y miles de nosotros jamás dejamos de esperar como pánfilos a la hora de comer para meternos en vena la dosis de ternura, de humor, de sabiduría y de música amorosamente elegida que nos atizaba, día sí y día también, nuestro querido Fernando Argenta. Ha¬cíamos, como Josué del de la Biblia, que se parase el mundo para escucharle a él y a sus sucesivas partenaires radiofónicas, la mejor de las cuales fue, sin la menor duda, Araceli González Campa. Fernando y Araceli eran, para nosotros, como Batman y Robin, como Don Quijote y Sancho, como Laura Valenzuela y Joaquín Prat, como Isabel y Fernando, como Daoíz y Velarde, como Ortega y Gasset, como Ramón y Cajal: algo esencialmente inseparable, que, esto era lo más importante, nos hacía felices, nos enseñaba, nos estimulaba. Nos ayudaba a vivir. Nos hacía ser mejores.
La primera vez que yo le dije a alguien: “¿Viste qué chulada de Verdi puso ayer Argenta en Clásicos, y lo que dijo luego, que te mondabas?”, yo estaba en el Instituto. Pero es que esa frase, u otra muy parecida, la repetí después en la Facultad, en el Posgrado, en la cátedra; se la dije a mis alumnos, a mis hijos, a mis músicos, a mis compañeros de trabajo, a todos mis amigos durante lo que ha sido, ahora caigo en la cuenta, una larga vida que fue mejor, más feliz, más feraz y provechosa, más amable y más sonriente, gracias a este barbián sabio, calvo ya como yo, pero perpetuamente juveeil y indesmayable.
Treinta y dos años, ¡treinta y dos años! lleva Fernando Argenta logrando ese milagro día por día. Ahora acaba con nuestro programa una prejubilación sinsorga y triste, y, esto sobre todo, la ceguera (mejor fuera decir sordera) de unos funcionarios covachuelistas y mezquinos que sólo saben de números, de balances, de cuentas de resultados y de gráficos: unos cretinos que, estoy seguro, jamás han disfrutado de Las bodas de Fígaro narradas por Fernando Argenta. Nuestro amigo (porque es, por encima de todo, amigo nuestro, de millones de españoles, lo conozcan en persona o no) ha esperado a que le propusiesen una solución para proseguir con su espacio. No ha llegado. La estolidez de los burócratas termina, pues, con uno de los milagros culturales más preciosos y fructíferos que la música española ha vivido en un siglo.
Una vez le pregunté a Cristóbal Halffter qué pensaba de la tropa de “músicos” que decían estar empeñados en “facilitar” las grandes obras clásicas para consumo de la gente corriente (como si la gente corriente fuera imbécil): desde aquel desdichado que se llamó Waldo de los Ríos hasta ese tifus exantemático de la música, ese sacacuartos sin absolución posible, ese bicho analfabeto del pentagrama que atiende por Luis Cobos, ya saben “chis-pon, chis-pon”. Cristóbal, que es un hombre de exquisita educación y que jamás suelta un taco, vació ese día el costal. Viiirgen Santa, lo que dijo. Y, cuando logramos sosegarlo, concluyó, resoplando aún: “Inci, es una atrocidad tratar de acercar la música a la gente. La música es la que es, la que está escrita, la que tiene que ser. Lo que hay que hacer es acercar a la gente a la música. Y el mejor del mundo haciendo eso es, sin duda ninguna, Fernando Argenta”.
Quitar de RNE Clásicos Populares es lo mismo que quitar el Telediario, o la catedral de León, o la paella, o las tres de la tarde, o los adverbios de modo, o declarar obsoletas y sustituibles las olas en el Sardinero. Es, más que un error, una soberana gilipollez que sólo define y califica a quienes toman esa decisión. Una gilipollez que no tiene más solución que remediarse pronto. Clásicos no es sólo un programa de radio: es una institución, un bien de utilidad pública para millones de personas de tres generaciones. Esta atrocidad no puede quedar así. Y yo estoy convencido de que no va a quedar así.
Fernando Argenta, Fernando el Grande, a quien tanto queremos y debemos tantísimos españoles, está ahora mismo con un disgusto (él dice que no, pero qué va a decir) que le ha puesto hasta voz de viejito. Y apenas tiene 60 años. Yo estoy seguro, completamente seguro, de que esto es un mal sueño que se disipará pronto. Hay vida inteligente más allá de Radio Nacional. Tiene que haber, por fuerza, por las leyes de la Física, alguien bastante menos obtuso que los burócratas del “Ente Público” que corra a buscarle para que Clásicos Populares (y también El Conciertazo, desde luego) resurjan en cualquier otro lugar con su fuerza y con su ímpetu de siempre.
Porque Fernando tiene el don de hacer feliz a la gente. Y nada hay más rentable que eso.
Porque nos ha hecho mucho mejores de lo que, sin él, hubiéramos sido.
Porque somos innumerables las personas que, como dicen los enamorados, le vamos a querer siempre.
Siempre.
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