Forasteros en Salzburgo
Asombrosamente, hay menos bulla que otros años. Salzburgo, la ciudad de Mozart y del festival de música por antonomasia, no anda en estos comienzos de agosto tan recargada de turistas de autobús-express, foto en la casa natal de Mozart y comprar unos cursis bomboncillos con el rostro del creador de Las bodas de Fígaro para llevarlos a la nuera o a la suegra para darse el pisto de haber estado en los alrededores del Festival más importante del mundo. Aunque casi lo único que realmente hayan visto del Festival sean los cientos de carteles y banderolas que invaden la ciudad, además de los esmóquines y descarados trajes de ellas en los accesos a los conciertos.
A pesar de esta mengua en los nuevos forasteros -hasta no hace tanto, la inmensa mayoría europeos y suramericanos, ahora chinos y de antiguos países del Este-, el turismo de élite, el que acude entrada en mano desde cualquier lugar del mundo atiborrado de euros y visas platino para escuchar a los mejores intérpretes del mundo en las más apropiadas condiciones imaginables, sigue tan fiel y unánime como siempre. Da igual que la entrada para el estreno de una ópera valga 500 euros o que los precios de los hoteles anden por las nubes. La crisis, las crisis, no son para ellos.
Un fin de semana entre los adinerados melómanos fieles al Festival es una experiencia apta solo para apasionados de la música o degustadores de lo mejor. Cabe, por fortuna, la excepción de los críticos, que, en sus sempiternas miserias, tratan de sobrevivir infiltrados en medio de tanta opulencia y avalancha de conciertos. Quizá disfrazados con el traje de la última boda. Pero los de los esmóquines tienen un sexto sentido para identificar a estos intrusos de alpargata aparcada en la fonda. Incluso, en ocasiones, en los entreactos, se acercan amablemente para pedir pareceres. Los mejores, incluso sientan al plumilla en su mesa de restorán de 27 tenedores, más para conversar de música y saciar curiosidades musicales que para alimentar el precario estómago del convidado.
Este último fin de semana se sucedieron más de quince conciertos en la densa agenda festivalera, muchos de modo simultaneo. Casi todos del más alto, altísimo rango. El crítico, que suma años y limitaciones, se siente como niño goloso en pastelería, abrumado ante tal alud de actuaciones irrenunciables. Al final, se ve obligado a seleccionar y concentrarse en las citas más esenciales (que, en realidad, son todas).
La agotadora odisea festivalera del fin de semana incluyó el estreno, el viernes, de una nueva producción de la ópera Il Trittico de Puccini, con la Filarmónica de Viena en el foso y Franz Welser Möst en el podio; el sábado, por la mañana, un inolvidable concierto de Thielemann, Elīna Garanča y la Filarmónica de Viena, con Brahms y Bruckner en los atriles; por la tarde un recital de Daniil Trifonov (Szymanowski, Debussy, Prokófiev, Brahms) y, para coronar el pluriempleado día, una función de La flauta mágica.
Finalmente, el domingo, nueva triple jornada laboral: por la mañana, monográfico con las tres últimas sinfonías de Mozart en el Mozarteum, con la orquesta titular dirigida por Riccardo Minasi; por la tarde, a las 19:30 hs., en el mismo espacio -la bellísima Grosser Saal del Mozarteum- un concierto del Klangforum de Viena con Sylvain Cambreling, dentro del ciclo dedicado al compositor Wolfgang Rihm, con motivo de cumplirse los setenta años de su nacimiento. Un poco antes, a las 18 hs, en la casi industrial sala Felsenreitschule, estreno de una producción de la ópera El castillo de Barbazul, de Bartók, aliñado con una desconocida obra de Carl Orff, De temporum fine comoedia. En el podio, el supermediático director greco-ruso Teodor Currentzis, y en la escena, el enfant terrible de moda, Romeo Castellucci.
Todas estas actuaciones apenas son una gota de agua en una edición en la que casi es más somero señalar los ausentes del estrellato musical que los que sí están. Entre los que participan, por añadir solo algunos nombres a los ya citados, Filarmónica de Berlín, Barenboim, Salonen, Muti, Nelsons, Blomstedt, Petrenko, Honeck , Mutter, Kopatchinskaya, Flórez, Grigorian, Kaufmann, Damrau, Goerne, Kleiter, Beczala, Oropesa, Gerhaher, Zimmermann, Maistre o los españoles Jordi Savall y el violonchelista Pablo Ferrández. No menos espectacular es la orgía de pianistas, en la que no faltan Sokolov, Kissin, Bronfman, Aimard, Wang, Schiff, Say, Volodos, Levit, Pollini (¡que a sus 80 años tocará el 21 de agosto la dificilísima Sonata Hammerklavier de Beethoven!) o el ya citado Trifonov. ¿Alguien da más? Para no perdérselo. Pero eso sí, si usted es un melómano normal y corriente, de los de andar por casa, abonado a la orquesta de su ciudad y algún otro ciclo de conciertos, su cuenta corriente tiritará si se quiere dar el lujazo de pasar un fin de semana en Salzburgo disfrutando de Thielemann, Pollini o tantos otros divos y divas de la escena musical de nuestro tiempo. Otros van a Las Vegas y se quedan tan panchos. Justo Romero
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