Gergiev: Cara y cruz
Gergiev: Cara y cruz
Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky de San Petesburgo. Director: Valeri Guérguiev. Solista: Várvara Nepomniashchaya (piano). Programa: Obras de Messiaen (La Ascensión, cuatro meditaciones sinfónicas para orquesta), Mozart (Concierto para piano y orquesta número 27) y Shostakóvich (Quinta sinfonía). Lugar: Palau de la Música. Entrada: Alrededor de 1800 personas (lleno). Fecha: Sábado, 21 enero 2017.
Volvieron a deslumbrar y a entusiasmar Valeri Guérguiev (Moscú, 1953) y su fiel Orquesta del Marinski de San Petersburgo en su nueva visita al Palau de la Música. En esta ocasión con un programa pastiche que aglutinaba músicas tan difícilmente conciliables como las místicas de Messiaen, las diáfanas de Mozart y las hiperdramáticas de Shostakóvich. Fue un concierto de cara y cruz, en el que -como era previsible- el punto álgido llegó con la Quinta sinfonía de Shostakóvich, de la que ofrecieron una versión verdaderamente memorable, perfecta técnicamente y de sobrecogedoras intensidades.
La velada se abrió con las cuatro “meditaciones sinfónicas” que integran La Ascensión de Messiaen. Estrenadas en 1935 (dos años antes que la Quinta de Shostakóvich), el conjunto constituye una de las cimas sinfónicas más innovadoras y místicas de su época. El compositor galo contaba sólo 27 años cuando las dio a conocer en París, pero su personalísimo universo expresivo estaba ya firmemente consolidado. Guérguiev planteó una visión neutra, laica y ajena a sus esencias espirituales. Fundamentada más en las claves musicales y en los arcaicos modos que Messiaen tan magistralmente reutiliza en su característico lenguaje que en sus católicas sugestiones. Los profesores petersburgueses resolvieron admirablemente las altas dosis de virtuosismo instrumental que requiere tan impresionante cuadríptico, pero sin verdaderamente penetrar en el ungido contenido emocional y espiritual que Messiaen lanza más al corazón del oyente que al oído.
No es fácil, después de las coloridas y timbradas sonoridades de Messiaen, sumergirse en los nítidos y asépticos pentagramas de Mozart, concretamente en los de su último concierto para piano y orquesta, el número 27, en Si bemol mayor, compuesto en 1791 poco antes de morir, y que, como escribe Antonio Gómez Schneekloth en las documentadas notas al programa, es más “lírico que dramático”. Ni lírica ni dramática fue la rutinaria versión planteada por Guérguiev y la moscovita Várvara Nepomniashchaya (1983), pianista de corto vuelo que se limitó tímidamente a dar las notas y poco más, mientras que Guérguiev la acompañó desde una perspectiva antigua y romanticoide. Fue una lectura plana y aburrida, que en ningún momento fue más allá de la mera discreción. Para colmo, durante su interpretación el Palau de la Música toleró, como si de un teatrillo de provincias se tratara, que un par de fotógrafos o cámaras deambularan entre el público como Mateo por su casa.
Todo cambió en la segunda parte, con una Quinta de Shostakóvich de absoluta referencia. El paisanaje y la cercanía –como cuando una orquesta española toca Falla- afloraron con fuerza, envueltos y potenciados en las sobresalientes capacidades musicales de los intérpretes rusos y en su envidiable tradición. Fue una versión arrolladora. Dramática y de transfiguradas intensidades. Enraizada en Yévgueni Mravisnki y en lo mejor. En la que todo lo que no asomó en Messiaen y Mozart afloró con un ardor absolutamente impactante. Honda y de una sinceridad aplastante. Conmovedores los momentos de verdadero hipnotismo que se sucedieron en el tercer movimiento, tan cargado de nostalgia y angustia ya desde la extensa y melancólica introducción de la cuerda. El vigoroso y asfixiante Allegro non troppo que cierra la sinfonía fue expresado con energías y calidades absolutamente excepcionales. ¡Inolvidable!
El Palau de la Música se abarrotó como en las grandes ocasiones y su público brindó una ovación atronadora al final de tan impactante interpretación. Tras muchos aplausos y bravos, y para relajar el ambiente, Guérguiev regaló fuera de programa el calmo y bellísimo poema sinfónico El lago encantado, de Liádov. Fue la guinda a tan disímil concierto. Justo Romero
Articulo publicado en Levante el 23 de enero del 2017
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