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Por Publicado el: 16/06/2005Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

Giulini, la espiritualidad de la música

Giulini, la espiritualidad de la música
Ayer por la mañana fallecía en una clínica de Brescia, en donde trabaja como médico uno de sus hijos, el ya mítico director italiano Carlo María Giulini. Había ingresado en ella a primeros de mayo, por las fechas de su noventa y un cumpleaños, a causa de un cansancio generalizado. Hacía justamente un año que experimentó el mismo decaimiento general, las nulas ganas de vivir, pero aquella vez se pudo recuperar. Desde hacía meses había abandonado su casa de Milán, a pocos metros de la Scala, en donde vivía a oscuras, con las persianas totalmente cerradas y sin apenas salir, para refugiarse en una finca de Bolzano. Es precisamente en esta ciudad donde esta mañana tienen lugar los funerales.
Escribo estas líneas emocionado, con los recuerdos de una extensa conversación en su hotel favorito de Londres, el Connaught, en donde vi llorar al maestro hablando de música y la música del último tiempo de la “Novena” de Bruckner, una de sus mejores grabaciones y un monumento a las despedidas. En esa versión está toda la esencia giuliniana: la aproximación a la música concebida como un acto de amor. De ahí la espiritualidad que emana de sus interpretaciones.
Primero fue Karajan, luego Bernstein, Kempe, Celibidache, Kubelik, Solti, Sanderling, y, ahora, Giulini. Desaparece así completamente la última de las grandes generaciones de auténticos maestros de orquesta de la que Giulini era su caballero espiritual. Había comenzado su carrera como viola en la orquesta de Augusteo de Roma, donde tocó bajo la dirección de Klemperer, de Sabata y Walter. Tuvo que interrumpir sus estudios de composición en la Academia de Santa Cecilia a causa de la guerra, pasando a la clandestinidad dada su mentalidad antifascista. Una vez liberada Roma, dirigió la “Cuarta” de Brahms con su antigua orquesta y quizá ya comenzó a cambiar la célebre nota falsa –“la sostenido” o “la natural”- de la variación 27. “La vida breve” de Falla fue una de las primeras óperas que dirigió, en versión de concierto, como sucesor de Previtali en la Orquesta de la RAI de Turín, mientras que su primera ópera en escena fue “Traviata” con Callas en Bérgamo (1951) y al poco fue nombrado ayudante de de Sábata en la Scala. Sucedió a este en la titularidad en 1954, estrenándose con una “Wally” junto a Tebaldi y del Monaco. Allí dirigiría también la emblemática producción de “Traviata” de Visconti y Callas, dos de los artistas con los que trabajó más a gusto la ópera. A partir de ahí ya la también inmensa y larga carrera sinfónica, casi siempre por libre, aunque con contratos especiales con Chicago, Sinfónica de Viena y Los Ángeles. La discografía es amplísima con versiones de referencia para el “Réquiem” de Verdi, las novenas de Beethoven, Dvorak, Schubert y, sobre todo, Bruckner y Mahler, el ciclo de Brahms, los conciertos de Chopin, primero con con Rubinstein y luego con Zimerman, el “Amor brujo” con Victoria de los Ángeles, el “Don Giovanni”, el “Don Carlo” de Verdi con Caballé y Domingo o el mismo “Falstaff”, su último trabajo lírico en escena. En todo ello un denominador común: Giulini sólo dirigía músicas que formasen parte de su vida, que él comprendiese y amase. “Dirigir es un acto de amor”, solía decir. De ahí sus dos únicas sinfonías malherianas –primera y novena- o su alejamiento de Puccini y la música contemporánea. Se retiró a finales de la pasada década, tras un desvanecimiento en el podio, pero continuó trabajando con los jóvenes. Precisamente unas de sus últimas apariciones sobre un podio tuvieron lugar en Madrid, en 1998, con la Joven Orquesta Nacional, en unos conciertos promovidos por su gran admiradora y amiga española Lucrecia Enseñat.
Giulini estuvo bastante ligado a España, compartiendo actuaciones además de con los artistas ya citados, con Teresa Berganza, Dalmacio González y Rafael Orozco. Fue uno de los grandes de verdad que no sólo vino con orquestas invitadas, sino que también se puso al frente de la ONE, con una inolvidable “Séptima” de Beethoven. En 2001 recibió de manos de la Reina el Premio Menhuin de la Escuela Reina Sofía.
Me vienen finalmente a la memoria los tres elementos que el maestro consideraba claves para una interpretación y los trascribo aquí como una de sus lecciones: “inteligencia o capacidad para comprender, técnica para ejecutar lo aprendido y sentimiento o amor. Sólo cuando se juntan los tres elementos se hace música”.
Gracias maestro -como dicen las palabras finales de su tan querido “Réquiem”- por habernos liberado de la muerte eterna con su música.
Gonzalo ALONSO

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