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Por Publicado el: 05/04/2025Categorías: Colaboraciones

Historias musicales: “Amadeus” se forjó en una iglesia de Londres

El año pasado se cumplió un siglo del nacimiento del gran sir Neville Marriner, artífice y principal director de la célebre Accademy of Saint Martin-in-the-fields, con la que llegaría a grabar, entre cerca de seiscientos registros, la banda sonora del filme sobre W. A. Mozart, Amadeus, uno de los discos más vendidos en la historia de la música clásica, a pesar de sus detractores.

El año pasado se cumplió un siglo del nacimiento del gran sir Neville Marriner, artífice y principal director de la célebre Accademy of Saint Martin-in-the-fields, con la que llegaría a grabar, entre cerca de seiscientos registros, la banda sonora del filme sobre W. A. Mozart, Amadeus, uno de los discos más vendidos en la historia de la música clásica, a pesar de sus detractores.

Cartel de la película Amadeus

Venía el hombre de la última Thule, “el más alejado confín de ninguna parte” según su paisano Chesterton, por lo cual no le causaba demasiada impresión escuchar que los romanos que habían llegado hasta estas otras tierras norteñas las consideraban el último lugar antes de la nada infinita, el Finisterrae.

De ese modo, la conversación que mantuvimos aquel día en un hotel coruñés se despeñó pronto desde la belleza agreste de los acantilados costeños hacia asuntos más próximos. Comencé por preguntarle cuál era su secreto para mantenerse así de fresco y lozano a edad tan provecta, y tras esbozar su sonrisa afilada me confesó dos: su buena genética y la práctica continuada del tenis en la pista que tenía en su casa de Londres, aunque ahora ya solo jugaba “con la chicas”.

Un poco antes, se le había caído al suelo la bufanda que portaba sobre su elegante gabán camel, de cachemir. Me dispuse a ayudarle, pero actuó raudo anticipándose a mis intenciones, como si sus 90 años apenas le rozaran. La recogió él mismo, se sentó y continuamos la charla.

De nuevo Chesterton sugiere que “el objetivo de un músico es morir después de haber sacado toda la música que llevaba dentro”, aunque “también es su obligación hacer que llegue a otras personas”. Sir Neville Marriner, que por poco no alcanzó a soplar las cien velas, compartía estas ideas. Por eso se mantuvo al pie del cañón casi hasta el final. Su dinámica longevidad no solo se debía a los beneficios de la raqueta o a la lotería hereditaria (su padres también habían sido nonagenarios), creía que el secreto fundamental se encontraba en mantenerse activo, el trabajo. “Si te paras, el cerebro lo hará también”, me dijo.

El suyo no se detuvo nunca, desde aquellos tempranos días en los que se afanaba por dominar todos los enigmas del violín. Nacido en Lincoln (Inglaterra), en 1924, Marriner tuvo claro muy pronto que pertenecía a la clase de instrumentistas menos dotados: nunca podría seguirle los pasos al precoz Menuhin. Así que con el tiempo se buscó un puesto seguro de violinista en la Sinfónica de Londres. Aunque espíritu inquieto, al fin, y como tampoco deseaba pasarse la vida tocando en una orquesta, con varios de sus compañeros fundó su propio conjunto de cámara, que tomó prestado el nombre del mismo lugar donde llevaba a cabo sus ensayos, la iglesia londinense de Saint Martin In-the-fields.

Situado en plena Trafalgar Square para quienes lo desconozcan, este recoleto templo ofrece una muy estimable actividad musical, con conciertos habituales, algo que saben bien los pobladores más despiertos, y algunos turistas, de la capital inglesa, pródiga en sorpresas para los curiosos. Allí, Marriner, convertido ya en director, y sus compañeros de la Accademy of Saint Martin in-the-fields, como bautizaron a su agrupación, se pasaron un par de años de puro goce, “tocando simplemente por placer y definiendo cuál sería el sonido ideal para nuestro Mozart (su compositor de cabecera): sobre todo, limpio y transparente”.

Encontrándose en pleno meollo de la industria musical, no resultó tan complicado que las compañías discográficas se fijaran, pronto, en ellos. No eran tan caros como otras orquestas venerables y además ofrecían la promesa de un Mozart, a la vez, menos graso que los de las formaciones tradicionales pero no tan seco y austero como el que proponían los recientes conjuntos historicistas de algunos de sus mismos compañeros británicos, los Norrington, Bickett, Pinock,…

Durante el encuentro, Marriner me reconoció que en aquellos primitivos tiempos “el nivel técnico de las orquestas no era tan bueno como ahora”. “Cuando Toscanini vino por primera vez a Inglaterra, en 1930, dijo cosas horribles de nuestros conjuntos. En estos momentos se toca mucho mejor, pero también es más difícil impresionar a un auditorio porque siempre se espera lo más elevado. La gente conoce el repertorio a través de las grabaciones de las mejores orquestas y quiere escuchar solo eso”, añadió.

Sabía perfectamente de lo que hablaba. A lo largo de varias décadas llegó a registrar casi tanto como Karajan en Berlín, hasta seiscientas referencias, colaborando a perpetuar ese ilusorio ideal de perfección rara vez alcanzable que representan los discos procesados en estudio.

Si tuviera que elegir entre tantos, variados y estupendos registros suyos, personalmente me quedaría con tres que merecen figurar en cualquier discoteca: el Réquiem de Mozart, del que ofreció una de sus lecturas más intensas; los maravillosos conciertos para piano del mismo autor con un Alfred Brendel en sus mejores años y, por supuesto, aquel chispeante Barbero de Sevilla junto a unos inspirados Agnes Baltsa, Thomas Allen y Francisco Araiza.

Aunque el gran éxito le explotaría de lleno a la Accademy con la banda sonora de Amadeus. Casi de manera inesperada, aquel disco les permitió “llegar a una audiencia nueva, distinta y muy amplia”. El álbum hecho de retazos, pero realizado con su impronta rigurosa, compitió en ventas con los principales hits del momento al calor de una cierta, sorprendente “mozartmanía” que, como todas las modas, quizá sirviese para atrapar en sus redes a unos cuantos nuevos devotos.

El propio sir Neville se encargó de escoger la amplia selección musical del reconocido filme de Milos Forman, premiado con una montaña de Oscar, que a tantos aficionados repele por la imagen inmadura, desmesurada, con esas absurdas carcajadas, que ofrece del creador de La flauta mágica. A estos se les suele escapar siempre que Forman solo pretendía hacer buen cine.

Marriner lo tenía claro: “Peter Shaffer (autor de la obra original y del propio guion del filme) nunca pretendió hacer un documental. Lo cierto es que nadie sabe cómo murió Mozart realmente, pero la historia era buena, a mí me gustó. Y nos dejaron grabar la música tal como queríamos, no al modo de los grandes estudios cinematográficos. Aún así tuvimos algunas críticas severas de ilustres mozartianos, pero no me siento avergonzado. Aquello sirvió para que mucha gente escuchara a Mozart por primera vez, y a nosotros nos conocieran en todo el mundo”.

En esto último también coincidía con su paisano Chesterton, para quien “el momento de la creación es el momento de la comunicación. La obra sólo se convierte en obra de arte cuando pasa de un espíritu a otro”. Con su Accademy, este auténtico estajanovista de los pentagramas recorrió el mundo, durante los 70 y 80, divulgando un amplio repertorio con cierta predilección, más allá de su amado Wolfgang, por las composiciones de sus colegas sires Edward Edgar y Ralph Vaughan Williams. “Me encanta sorprender a las orquestas extranjeras con sus obras, que a veces resultan muy difíciles de tocar como se debe, al modo británico”.

Dirigió como invitado en innumerables ocasiones a otras muchas agrupaciones (la OCNE, RTVE o la Sinfónica de Galicia, por ejemplo), fundó la de Cámara de Los Ángeles y se vinculó durante algunos años a la de Cadaqués, con la que dio conciertos por casi toda la geografía ibérica.

El año pasado se cumplió un siglo del nacimiento del gran sir Neville Marriner, artífice y principal director de la célebre Accademy of Saint Martin-in-the-fields, con la que llegaría a grabar, entre cerca de seiscientos registros, la banda sonora del filme sobre W. A. Mozart, Amadeus, uno de los discos más vendidos en la historia de la música clásica, a pesar de sus detractores.

Sir Neville Marriner, nacido en 1924

Ya en la recta final de nuestro encuentro, le recordé, por si lo compartía, lo que en su momento dejó escrito otro impenitente viajero, Charles Burney, en el prólogo de su delicioso Viaje musical por Francia e Italia en el s. XVIII: “La música alivia los pesares y apacigua el dolor, y resulta un bien tan grande para la humanidad que nos aleja del mal y con su bálsamo restaña las heridas más hondas”. Por un momento su eterna sonrisa pareció difuminarse, hasta resopló un poco y dijo: “Los políticos piensan que si recortan en cultura no pasa nada porque nadie muere, pero es un grave error. Sin música, la calidad de vida es mucho peor. Allí donde la gente sufre, es capaz de aportar siempre esperanza y alivio, de lograr unirla”.

Y como si hubiera cogido carrerilla, Marriner, que se despediría de este valle de lágrimas apenas dos años más tarde, en 2016, se adelantó a dejar, acaso para el futuro, la siguiente advertencia: “Hay que seguir convenciendo a los nuevos públicos, y eso solo se puede lograr a través del sistema educativo.

La música clásica solo va a interesarle al 10% de los niños, el resto querrá escuchar pop, que es más fácil, pero incluso para llegar a ese grupo es necesario invertir en una buena educación, como se sigue haciendo en Alemania aún hoy. En ese país puede que se hayan fusionado un par de orquestas de una región pequeña para ahorrar, pero en conjunto el gasto sigue siendo el mismo, no hay menos música. En Inglaterra, como en España, es un desastre, para ahorrar unas libras se elimina el profesor de música”.

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