I vespri siciliani: fiesta verdiana
FIESTA VERDIANA
Ha vuelto al Teatro Real, y esto es acontecimiento, I vespri siciliani de Verdi, que no se escuchaba en ese escenario desde la temporada 1873-74, según nos informa el libro de Joaquín Turina Gómez. Aunque este regreso ha sido, lástima, en versión concertante. Claro que, de acuerdo con el comentario del crítico Miguel Ángel González Barrio, ha gozado, precisamente por ello, del mejor “montaje” de la temporada, dadas las tropelías escénicas a las que nos hemos visto sometidos en los últimos tiempos.
Les Vêpres o I vespri es uno de los títulos de madurez menos frecuentados de Verdi, durante mucho tiempo marginado por su retórica y su formato de grandopéra. Es irregular, pero posee a ratos una música espléndida y algunas soluciones dramáticas que avanzan en el camino de la precedente trilogía de 1851-53 (Rigoletto, Trovatore, Traviata), aunque el planteamiento, intenciones y características musicales sean bien distintos. El tratamiento de los coros es magnífico y los números concertantes, de primera categoría. En todo caso, Verdi… es Verdi y hay siempre instantes de arrebato lírico excepcional, espléndidas melodías y conjuntos, hermosos contrapuntos vocales y un pulso dramático incuestionable pese a los convencionalismos. El talento narrativo del compositor acaba por ganarnos, particularmente si se nos entrega con convicción y con mimbres adecuados. Verdi, no hay que negarlo, dentro de una dimensión estética muy diferente a la de la Trilogía, intentó buscar ciertos rasgos de autenticidad localista y pidió que le enviaran desde Palermo algunas melodías populares y tarantelas. Se trataba de dar una nota de color exótico; graciosa pero postiza.
Berlioz fue un defensor de la obra. He aquí su ardoroso parecer: “Sin negar el mérito de Trovatore y de tantas partituras emocionantes, es preciso convenir en Les Vêpres siciliennes la intensidad penetrante de la expresión melódica, la variedad suntuosa, la sabia sobriedad de la instrumentación, la amplitud, la poética sonoridad de los números de conjunto, el cálido colorido y esta fuerza apasionada pero deliberada (…) que es uno de los rasgos característicos del genio de Verdi, dan a toda la obra una impresión de grandeza, una suerte de majestad soberana más acentuada que en las producciones precedentes del autor”.
Estrenada en París, el 13 de junio de 1855, más tarde fue vertida al italiano, con la vigilancia del compositor, por Arnaldo Fusinato –aunque modernamente se le suele atribuir el trabajo a un tal Ettore Caimi-, y presentada en el Ducale de Parma el 26 de diciembre del mismo año; con el título Giovanna di Guzman por las sempiternas razones de censura. En este caso, los sicilianos de la obra original se convirtieron en portugueses y los franceses en españoles. Más adelante, la obra conoció nuevas modificaciones. En Nápoles, dos años después, se presentó con dos títulos distintos: en el San Carlo se denominó Batilde di Turenna y en otro teatro de la misma ciudad, Giovanni di Sicilia. Hasta 1861 no se recuperó el título original traducido y se devolvió a su ser inicial a los personajes. De esta guisa es como se ha ofrecido ahora en Madrid.
A la música, irregular pero ocasionalmente muy inspirada, a la energía directa y comunicativa, al aliento poderoso, al río que circula por los entresijos de las intrigas políticas, los cantos de rebelión y las matanzas, ha correspondido en la ocasión que comentamos una interpretación notablemente inflamada, que ha contado, rara avis, con un equipo vocal de fuste y con una dirección musical fogosa, vibrante y, en general, bien conjuntada. Empecemos por la Duquesa Elena de la norteamericana Julianna di Giacomo, a quien ya conocíamos tras su Suor Angelica de la temporada pasada. La voz es fresca, extensa y generosa, de tinte más lírico que spinto. No es por tanto la ideal dramática de agilidad que pide una parte que estrenara la alemana Sofia Cruvelli (Sophie Charlotte Crüwell), un instrumento que no parece que exista en la actualidad. Pero la soprano proyecta magníficamente en una zona aguda afinada y exenta de adherencias. La coloratura no siempre es perfecta, pero no hace cosas feas. Salió con algún apuro de la cabalettaCoraggio! Coraggio! y resolvió con suficiencia el difícil Bolero. Eso sí, la franja grave anda escasa de color y ahí se le ve el plumero. Con todo, aplausos para ella.
También los mereció el tenor, Piero Pretti, que tampoco cuenta con la voz adecuada, que ha de ser la de un lírico muy pleno o un lírico-spinto, como Louis Guéymard, el creador, pero el joven cantante italiano dejó excelente impresión por la valentía en el ataque, la justeza de la emisión, la plenitud de una zona aguda brillante y sonora, penetrante y vigorosa. El timbre, no hermoso, es lírico. Las insuficiencias de caudal las suple con colocación, entrega y un fraseo bien ahormado, quizá falto de claroscuros. Sobresalió en los concertantes. Pasó apuros para alcanzar el diabólico si natural al cierre de su aria.
Franco Vasallo es un bartítono de voz algo opaca, levemente engolada y pasajeramente alojada en la nariz, pero tiene empaque, sabe decir y estar, bien que sus agudos nos parezcan, aunque timbrados, excesivamente claros, atenorados, lo que priva de carácter a una figura poderosa como la del sanguinario y al final clemente Guido di Montfort. Su canto no es un modelo de dicción ni de legato, y anduvo algo calante en ocasiones, pero es apasionado e intenso. También lo es el veterano FerruccioFurlanetto, que, con más de 60 años a cuestas, aún mantiene esencias verdianas en el acento, el fraseo y el porte. Ya la voz anda un tanto agostada y se emite, como siempre, con fuerte apoyo nasal y un colorido mate y ofuscado, aunque es en todo momento artista de clase y posee una auténtica voz de bajo; como pudo demostrar en un bien delineado O tu, Palermo, en donde realizó la cadencia original con descenso al fa 1.
El resto del reparto mantuvo el buen nivel con secundarios como los bajos Francis Tojar y Fernando Radó, los tenores Antonio Lozano (muy apreciable Danieli), Alejandro González y Eduardo Santamaría, y el barítono Luis Cansino (en la parte de Conde de Vaudemont, cuando ha cantado hace bien poco en teatros extranjeros Boccanegra o Barnaba). Completó el equipo una cumplidora Adriana di Paola como NInetta.
Hablábamos de la dirección de Conlon, director americano de importante y largo historial. No es un exquisito ni un músico de especial sensibilidad, pero si un magnífico concertador, claro, sólido y enérgico, que sabe qué tiene entre manos y conoce los secretos del tempo-ritmo de Verdi: férrea agógica, firme y tensa, combinada con un discreto uso del rubato. Los concertantes despidieron chispas y los aires danzables tuvieron prestancia y sabor. Hubo, sí, desajustes, como los producidos en el coro del segundo acto o en el cierre del tercero, compensados con la fuerza verdiana. La batuta supo, no obstante, proporcionar la delicadeza necesaria al coro amoroso del acto II. Pese a esos problemas de ajuste, el Coro y la Orquesta lucieron casi siempre llevados por el buen pulso rector. Lo que ayudó a que la fiesta, tras la matanza de franceses final, se mantuviera en todo lo alto, sin molestas invenciones escénicas, frecuentemente, como hemos señalado más de una vez en estas páginas, traidoras y narcisistas. Arturo Reverter
la lirica esta cargada de cultura de todos los estamentos del saber