“Ifigenia” en el Real
He aquí algunas críticas a “Ifigenia” en el Real
ABC. VIERNES, 14 DE ENERO DE 2011
El orden perturbado
IFIGENIA EN TAURIDE
Estos días se publicaba una declaración de Plácido Domingo en la que afirmaba tener dudas ante la posibilidad de repetir en Madrid el ultimo éxito que le dio el papel del coreano Boccanegra. Y lo decía no porque pensara que las circunstancias pudieran ser menos favorables o notara cierto decaimiento, sencillamente porque la materia de <
¿Cómo entonces se explica semejante triunfo? Fundamentalmente porque tras algún que otro esfuerzo y roce fue fácil adivinar la gran calidad de fondo de un montaje que tiene muchos, muchos puntos a su favor, que van desde la capacidad del director musical Thomas Hendelbrock para conciliar un sonido muy trabajado, a la minuciosa dirección escénica de Robert Carsen plagada de ideas formidablemente realizadas, pasando por un reparto sólido v muy bien integrado. Por partes, no cabe duda de que Susan Graham es la Ifingenia de nuestros dias del mismo modo que Frank Ferrari un Thoas con aplomo. Paul Groves canta a Pilades con un acabada línea y Domingo le añade al Joven Orestes aplomo y experiencia. Y que todos ellos, y los demás, reúnen de manera pareja intensidad, vibración y anchura. además de una buena proyección gracias un escenario cuya geometría potencia las voces y las carga de corpulenciam, amén de exigirles precisión en el gesto y la postura.
Carsen trae hasta Madrid una propuesta escénica suficientemente probada tras su estreno hace algunos altos en Chicago, y, en estado puro, vuelve a demostrar la capacidad de la buena representación para hacer presente lo que no se ve. Evoluciones contundentes, asociaciones de memoria tan armadas que el propio devenir escénico se convierte en mejor narración que los subtítulos. Todo ello con los elementos justos y una iluminación de una sutileza sorprendente. Los antiguos ya descubrieron la virtud educativa de las imágenes que acabaron por ser la escritura de los iletrados. Valga el símil porque algo de eso hay aquí como forma de comunicación, mas a través de los sentimientos que de las verdades que se pudieran mostrar, de lo que se intuye antes que del relato mitológico que, aquí se demuestra, importa como metáfora y no como estricto relato.
La suerte ha sido que también Thomas Hendelbrock sabe modelar el entorno acústico que semejante empeño merece y de qué manera era posible conseguirlo con los medios a su disposición. De esta manera, el foso amplia el sutil entorno del escenario, la vivacidad de la acción cuando esta se produce hace posible la misteriosa presencia de un coro que siempre oculto alumbra la coreografía de los figurantes. Razones así explican el triunfo de ayer. Incluso la predicción de Domingo. Uno más, aunque no uno menor. en una propuesta digna de disfrutarse. Alberto González Lapuente
EL MUNDO
Los caprichos de una diosa en el altar del sacrificio
ópera. El Teatro Real convoca a los héroes mitológicos en una ceremonia solemne y emocionante
‘IFIGENIA EN TAURIDE’
Los lectores de este periódico recordarán tal vez la reseña de la misma obra, presentada en el Palau de les Arts valenciano, un montaje también notable. donde Plácido Domingo se desplazaba ya hacia su nueva tesitura, aunque lo que caracteriza al gran artista no sea el oscurecimiento de su voz sino la capacidad inverosímil para conquistar territorios musicales. Su Orestes es un ejemplo de sabiduría vocal y de intensidad actoral; el matricida que huye de las furias vengadoras que no encuentran justificado su crimen, encarnado por él, responde estrictamente a la visión del compositor; no es tanto un criminal atormentado por la culpa como un arquetipo del humano abrumado por el destino, entendiendo por tal el cúmulo de presiones y circunstancias que condicionan las acciones de los seres no siempre racionales.
Bajo el mismo peso sufren su hermana mayor y su fiel amigo. Susan Graham es una poderosa Ifigenia, la víctima convertida en vestal, desgarrada como causa inocente de una cadena de homicidios, y angustiada como la sacerdotisa que no confía en su diosa. El tenor Paul Groves es Hades, el testigo doliente que completa apasionadamente el trío. La versatilidad de estos intérpretes, así como de los secundarios, cuando cuentan como en este caso con un inteligente apoyo orquestal. consiguen que los debates sobre los modos de abordar el repertorio de una u otra época resulten a la postre innecesarios. En esta ocasión cuenta también lo que podría llamarse la modernidad de una ópera estrenada en 1779 y que regresa con una actualidad prácticamente rabiosa, por la elocuencia comunicativa de su música y la hondura de su temática.
Esta ópera tiene más de meditación que de relato; la metáfora del naufragio indica que los personajes han cumplido ya su peripecia principal en otra historia. Son todos fantasmas o consecuencias de si mismos.
Es preciso aceptar la inquietante indeterminación donde se desarrolla una ceremonia que parece abocada a la repetición del mandoble que arrojará la sangre de la víctima sobre el ara insaciable. Orestes está a punto de ser degollado como lo fue su hermana Ifigenia, y así se lo dice a ella: «Voy a morir del mismo modo que pereciste tú». ¿Cómo es eso posible? Ifigenia no murió, porque fue rescatada por la misma diosa que exigió su inmolación. Pero murió, pues Agamenón cumplió la condición de Diana: «Para que el viento sople y las naves lleguen a Troya, debes sacrificar a tu hija». Aquí Diana, caprichosa y olvidadiza, perdona a todos; cabria preguntar a sus victimas, el mando acuchillado por su esposa, la madre asesinada por su hijo, si la han perdonado a ella.
El montaje de Robert Carsen los encierra en una caja negra que expresa vigorosamente tanto la ceremonia fúnebre como la obsesión por el sacrificio. Se celebra un funeral incesante, por lo que ocurrió y por lo que va a suceder; deidades y tiranos sólo parecen satisfacerse con sangre, y la negrura de la escena y el vestuario comunica magistralmente la hondura de la obra, iluminada a ráfagas hasta que el capricho de la diosa permite en el desenlace que entre la luz. No hay estatismo, sino una muy lograda combinación de solemnidad y agitación, pues estamos en un altar que no tarda en convertirse en matadero.
La batuta de Thomas Hengelbrock consigue de la orquesta un sonido bello que responde a un adecuado estilo; del foso brota una música punzante y serena, aterciopelada o nerviosa, que gula y sostiene con pericia a los cantantes y al acertado coro.
El público asistió a la ceremonia con la atención y la seriedad que preparan el animo a la catarsis. Al final de la función memorable muchos espectadores sentirían que la ópera puede ser algo mas que un refinado entretenimiento. Aquí se hablaba de muy serios asuntos que a todos conciernen. Alvaro del Amo
EL PAÍS
Sobre la pared de fondo del cubo de la memoria en que el director teatral canadiense Robert Carsen ha convertido el escenario, un grupo de figurantes escribe en blanco sobre el gris imperante la palabra Ifigenia (si me lo permiten, voy a utilizar los nombres en castellano). En las paredes laterales los nombres evocados son los de Agamenón y Clitemnestra. En el suelo, Orestes. El recuerdo del mito de los Atridas está, pues, presente, desde el primer momento de la representación. Es una solución estética sencilla de realización, pero de una eficacia histórico-dramática fundamental. El puente en el tiempo está servido: la tragedia clásica-la ópera del XVIII en su vertiente más teatral-la sensibilidad actual.
IPHIGÉNIE EN TAURIDE
La invitación a las correspondencias e interrelaciones es obligada. Carsen opta por la sobriedad. Como ya hizo en este teatro con Diálogos de carmelitas. Deja, en esta ocasión, las ocurrencias más o menos caprichosas, más o menos geniales, y se centra en la esencia del drama y su pervivencia histórica. Los personajes visten de negro. El ritual llevado a cabo por unos figurantes marca el ritmo de la representación. El coro está en el foso, con los instrumentistas. La música y el teatro fundidos narran lo que sucede en torno a la familia destruida, la venganza, la compasión, el dolor, la amistad. Lo que perdura. Y al final entra en escena una luz-alabastro que permite la esperanza.
Susan Graham, Plácido Domingo y Paul Groves encabezan el reparto vocal. Los tres se van de Madrid al Metropolitan de Nueva York el mes que viene con esta ópera. Los tres estaban tocados con el dichoso virus gripal de estos días en Madrid. El director artístico del Real lo anunció antes de comenzar la representación. Los tres demostraron una profesionalidad fuera de serie y, sobre todo, una capacidad artística excepcional para superar las dificultades físicas. Susan Graham llegó a conmover, Plácido Domingo volvió a deslumbrar con su humildad y su cercanía y Paul Groves estuvo sencillamente impecable.
Hubo sentidos “bravos” y aclamaciones para los tres. Se integraron en el drama. Trabajaron en equipo. Y, sobre todo, demostraron que los méritos individuales son aún mayores cuando se vuelcan en un esfuerzo colectivo. Admirable trío.
No es la Sinfónica de Madrid una orquesta habituada al “estilo clásico”, Thomas Hengelbrock concertó con habilidad, desplegando un juego de contrastes muy meritorio que se manifestó en una prestación orquestal de gran mérito. Ifigenia en Tauride es una ópera por la que han manifestado su preferencia directores como Gardiner, Muti o Minkowski. Su música es teatral hasta las entrañas. Hengelbrock -un director en alza, que el próximo julio inaugura el Festival de Bayreuth- planteó con mucha resolución la componente dramática de la ópera. Acompañó con sensibilidad. Sacó mucho partido de los coros, especialmente de las voces femeninas y, en conjunto, consiguió que sonase todo casi en estilo.
Fue una sólida representación de ópera, con una conseguida integración de voces, orquesta, coro, teatro y escena. El público aclamó al final el espectáculo en todas sus vertientes. Llama poderosamente la atención la fuerza que tienen en la actualidad los temas asociados a la tragedia griega. Las sugerencias e interpretaciones que sigue suscitando el mito de los Atridas, por ejemplo, se manifiesta en los campos artísticos más diversos. Una película como El viaje de los comediantes, de Theo Angelopoulos, causó un gran impacto hace unas décadas por su visión contemporánea del mito. En el campo de la literatura dramática es destacable en España Electra en Oma, de Pedro Víllora, en 2008, distinguida con el Premio Beckett o, como señala el profesor Pedro Bádenas de la Peña en el programa de mano de la ópera, trabajos como el de Gerhart Hauptmann con la tetralogía Ifigenia en Delfos o el de Egon Vietta con Ifigenia en America, ambos de la década de los cuarenta.
La tragedia griega, evidentemente, sigue viva. La ópera del XVIII, interpretada de la manera que se hace en el Real esta Ifigenia en Tauride, también. Es cuestión de volver a contemplar con pasión la eternidad de las emociones y los sentimientos que conciernen al ser humano. Juan Angel Vela del Campo
LA RAZÓN
Ifigenia
Oscuridad absoluta, insondable, interminable: 110 minutos de escena en negrura, a veces penumbra mortecina, en puro minimalismo teatral en ciertos momentos perturbado por la proyección de enormes sombras entre las sombras, con el decorado reducido a la nada hermética, un cuadrado pintado con tiza en el suelo convertido en celda, un movimiento de figurantes, sí, no carente de fuerza e imaginación pero vislumbrado entre tinieblas. Y al final, en los compases finales de la obra, y en muy hermosa elevación paulatina de la perpetua carcasa que enmarca la acción hasta llegar al metro y medio de altura, la luz, apenas un minuto de prístino resplandor que nos recuerda que en Taúride alguna vez fue de día.
Esa es la propuesta del canadiense Robert Carsen, en su nueva incursión en el teatro real, tras la patibularia «Salome» de abril de 2010, la bellísima «Katia Kabanova» de noviembre de 2008 y los arrebatados «Diálogos de carmelitas» de junio de 2006, su presentación en el local. Tras la abigarrada «Salome» del casino de Las Vegas, ha llegado otra de arena en el haber del escenógrafo, con esta proposición soporífera, dormitiva, de «Ifigenia en Taúride».
Y la estólida vanidad protagonista de los directores de escena nos ha hecho, cómo no, empezar el comentario por su trabajo, dejando en segundo plano lo verdaderamente importante. Por ejemplo, lo esencial, la portentosa música de Gluck, con la que en 1779 el germano culminaba en París su revolución particular de la ópera, que medio siglo después fascinó a Wagner, que adoraba su música.
Después, la extraordinaria creación de la protagonista con una cantante de fábula, la mezzo norteamericana Susan Graham, dueña del personaje, de sus registros y matices, límpida en la dicción y dotada de impresionante proyección de la voz. A su lado, copartícipe del triunfo, como «Orestes», esa fuerza de la naturaleza que es Plácido Domingo, un superdotado musical que ha marcado y marca un antes y un después en tantos apartados artísticos, que repetía un personaje baritonal ya interpretado en Valencia, Palau de Les Arts, en 2008, y que, como se escribió aquí con motivo de su «Simon Boccanegra» del año pasado, da igual que cante en cuerda de tenor o en tesitura grave, porque siempre es él, suena a Domingo, con la nobleza del fraseo y la generosidad en la entrega que le son propias. Bien, aunque apurado en el agudo, Paul Groves como «Pilades», que hizo añorar al soberbio intérprete de Valencia, Ismael Jordi. Señorial en su pequeña intervención –pero resolutoria, perfecto «deus-ex-machina»- Maite Alberola como la diosa «Diana». Y relevante la Sinfónica de Madrid, con un director no genial pero seriamente musical, el alemán Thomas Hengelbrock, para el que el conjunto orquestal bordó ese milagroso final, en cálido «decrescendo», del Acto I; con ellos, el Coro Intermezzo, cada día mejor, más ajustado en la entonación y diáfano con el texto.
Pero aquí estamos, con el minuto de luz de Carsen y su ritual de lo opaco, su chiringuito de tres paredes «vale-para-todo», y eso que el arranque hacía presagiar algo menos plúmbeo. Con él empezó esto, con él acaba. José Luis Pérez de Arteaga
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