Impresiones veraniegas
Impresiones veraniegas
Ya estamos en septiembre y hay que recuperar la buena costumbre de abrir la ventana de esta sección de recomendación. Por más que no esté muy seguro de que pueda recomendar algo, ya. Comenzaré, pues, compartiendo con quien decida leerme unas cuantas impresiones musicales del verano que ya va de capa caída. Por desgracia para algunos, entre los cuales me encuentro.
Todos los años le pido vacaciones a Beckmesser; el verano es una buena época para ponerse fresquito y darse una vuelta por Europa para comprobar cómo andan las cosas por ahí, pues seguramente lo que allí suceda acabará repercutiendo en lo que acontecerá aquí después. Pero yo no lo hago. Mis amigos (también mis amigos críticos) dicen que soy un poco raro. Porque cuando llega la canícula en vez de irme a Salzburgo, a Londres, a Múnich o a Bayreuth me voy a la playa. Supongo que tendrán razón. Pero no pienso dejar la playa; sobre todo al amanecer, que es cuando mejor música suena allí. Claro que, en este mundo globalizado, y raquítico, en el que vivimos a uno le cuesta poco repicar las campanas y desfilar en la procesión al mismo tiempo: a diario recibo enlaces de una buena parte de esos eventos, cuando no son las propias plataformas de pago las que hacen cola para mostrar las cosas que pasan en la Europa donde no se bajan las persianas en verano, para que podamos seguir estando al día de determinados acontecimientos. O pretendidos acontecimientos. Este verano, como siempre, han sucedido cosas en la cosa musical europea, unas buenas y otras francamente desagradables. He tenido la oportunidad de escuchar algunas que otras músicas, unas para mí desconocidas y muy sorpresivas y otras de las que se podría imaginar de antemano ya no digo lo peor pero sí alguna que otra sonada decepción. También he leído mala literatura del corazón (musical, pero corazón al fin); cosas y casos a los que me apetece referirme para, una vez más, compartirlas con ustedes.
Por ejemplo, una anunciada, de la que quiero dar cuenta a quien me siga en esta página, aun siendo consciente de que voy a ir a contracorriente. Anunciada: la Séptima de Beethoven que le conocí a Petrenko hace unos meses fue la antesala de la Novena que le he podido escuchar ahora, este verano. Aun a través de la Red, y no sentado contemplando la puerta de Brandeburgo. La cuestión que ya se dirimía en aquella Séptima, cobra ahora una realidad mucho más descarnada. Es la siguiente.
Petrenko, adorado por los más pero con algún que otro detractor bloguero por estas latitudes, es un director de prodigiosa técnica. Es, igualmente, un extraordinario director de ópera, dicho esto con la suficiente intención generalizadora. Por ello, le sería exigible que, habida cuenta de que va a tener que ponerse en los próximos años frente a una de las orquestas mejores del mundo, construyera un proyecto sinfónico de directrices diferentes a las que parece estar siguiendo. No me parece una buena decisión (nunca me lo pareció) pretender ´democratizar´ los contenidos de la gran música para que la pueda disfrutar (¿) más gente. Porque eso equivale a hacer pequeño lo que es por naturaleza grande. Me resultó bastante impropia la continuada intención de aligerar los contenidos de una obra como la Novena de Beethoven para no aburrir a ese personal que duerme hasta bien avanzado el cuarto movimiento. O dicho en cristiano: me pareció un error absoluto caer en esa trampa cuando es más que probable que un hombre que ha hecho un Parsifal como el que él ha hecho sea capaz de planificar una versión de Beethoven como es debido. E incluso una gran versión. No sucedió así; su interpretación fue bastante poca cosa. El dilema es si ha hay razones espurias para dirigir tan superficialmente (contentar a todo el mundo desbordando simpatía envuelta en tenues notas) o si el asunto viene de fábrica. En el primer caso, sería muy conveniente que Petrenko se replanteara ciertas cosas. En el segundo, mucho más lamentable, habría razones serias para suponer que al titular de la OFB le espera un buen calvario: Brahms, Schumann, Mendelssohn, Bruckner, Mahler… , vamos, el repertorio sinfónico que seguramente tendrá que desarrollar con su orquesta de ahora en adelante.
Pero desde mi playa de siempre he recibido otras más agradables sorpresas. Por ejemplo, leyendo las críticas de Luis Gago en EL País me he enterado de que el Festival de Música Antigua de Utrecht sigue, como cada año, constituyéndose en una de las paradas musicales en su especialidad más importantes del mundo. Cosa que, prácticamente, ignoramos desde aquí. Y como es relativamente fácil encontrar en YouTube muchas de las propuestas de los innumerables (y desconocidos) grupos que transitan la muestra, he gozado de buenas oportunidades de airear mi cabeza con muchas de esas originales, atrevidas y originales maneras de afrontar la interpretación de las músicas antiguas y barrocas. Me he enterado, así, de la existencia de un clavecinista llamado Jean Rondeau, capaz de hacer las mejores Variaciones Goldberg que he escuchado en años. O de una violinista llamada Eva Saladin, que toca apoyando el instrumento a mitad del brazo, de prodigiosa técnica y excelsa musicalidad. O también de cómo se las gastaba un tal Filippotti da Caserta en sus baladas, que en este caso cantó una maravillosa soprano búlgara afincada en España llamada Alena Dantcheva. Con su grupo La Fonte Musica, una pequeña maravilla para rendir homenaje a la belleza de la auténtica intimidad musical. Y otras más cosas. Cosas agradables, y no como las que siguen sucediendo en algunos festivales de relumbrón donde hace ya tiempo que el personal se ha vuelto loco.
A saber: Bayreuth. Radio Clásica nos ha proporcionado buena información al respecto. Y algún que otro crítico, entre otros Justo Romero desde estas páginas, a quien leyendo entre líneas a uno le cuesta poco atisbar la mascada tragedia en la que cada vez más está sumido el festival que teóricamente debería de constituir el laboratorio de experimentación wagneriana más importante del mundo. Como lo fue en tiempos de Wieland y en algún tiempo de Wolfgang. El primero, apoyándose únicamente en él mismo; el segundo, recabando los servicios de directores de escena como Jean-Pierre Ponnelle, Patrice Chéreau, Heiner Müller o Harry Kupfer. Otros tiempos, se dirá. Tonterías. O mejor: sí, otros tiempos, tiempos tontos. Porque es de tontos pensar que la única salida hacia el futuro que tiene la ópera es incurrir en las continuas memeces que se suelen ver en escena, una vez y otra. Ya no hay cantantes, ya no hay directores… No; lo que hay son demasiados usurpadores de la realidad de un arte que está más vivo que nunca pero que algunos quieren convertir en una herramienta subsidiaria y no en objetivo. Lamentable.
Hemos tenido este verano alguna noticia también acerca de Barenboim y su Orquesta del Divan. Pero no hablaré de su, por ejemplo, magistral interpretación de la Inacabada de Schubert. O de cómo el argentino ha sacado a pasear a la absolutamente genial Argerich en el Primero de Chaikovski, en una auténtica orgía de ideas y nuevas proposiciones interpretativas para una música de repertorio tan manida. No; no hablaré de ello, para que no me suceda lo que a Plácido Domingo: en mi caso, que se trata de opiniones de un amante incondicional del argentino que no ha tenido el valor de salir de su propio armario de convenciones y ataduras. En el caso de Plácido, mucho más serio, infinitamente más serio, de un verdadero depredador sexual. Es lo peor, con diferencia, entre las cosas que le han sucedido a la música este verano.
Hay las mismas razones para creer lo que dicen quienes están denunciando a Plácido Domingo por acoso sexual y lo que, exactamente al revés, han dicho y siguen diciendo en defensa del tenor madrileño, negando que haya tenido tal comportamiento. Es decir, no hay razones ni para lo uno ni par lo otro. Porque las acusaciones no son más que eso, relatos de hechos que, según las denunciantes, sucedieron años ha, y que, sin decir por qué, son expuestas ahora a la luz de la prensa y la televisión. Pero no esgrimen razones por las que tales denuncias no se produjeran cuando se deberían haber producido, y en el lugar donde se deben hacer: en un juzgado. Porque, así, ahora es la palabra del tenor frente a las de las denunciantes. Y como el mundo del arte (y todo el mundo) últimamente no es precisamente ejemplar al respecto, existe la duda razonable de que las denunciantes puedan hacer uso de razones espurias para denunciar. No digo que sea así. Como tampoco lo contrario. La cuestión es que nada se puede decir con fundamento. Salvo el que cada uno quiera dar a la credibilidad de cada parte.
Afortunadamente, hoy el adulterio no es delito en los países de nuestro entorno Hoy, si un hombre decide ponerle los cuernos a su esposa, a la única que tiene que darle explicaciones es a ella. No a una revista del corazón. Pero, obviamente, si tal relación no es consentida las cosas cambian. Y si la relación, además, encierra algún tipo de chantaje, las cosas cambian todavía más. Pues bien, lo que hay que dilucidar en el ‘caso Domingo’ es si las relaciones sexuales que tuvo o dejó de tener con mujeres distintas a su compañera y esposa fueron o no consentidas; y si encerraron algún tipo de chantaje adicional o violencia sexual física o síquica. De ser así, condena absoluta. Pero hete aquí que estamos en un estado de derecho, donde, parece ser, una persona es inocente hasta demostrarse lo contario. Así que, ¿es justo acudir a la prensa más amarilla y la televisión más basurera para arruinar una carrera como la de Plácido Domingo por unos polvos de los que no se conoce ni la marca, de tan antiguos ya, ni siquiera otros motivos (demostrados) que no fueran los que nacen de la carne débil y deseosa? Se le ha linchado al amparo de un movimiento feminista con el que los hombres necesitamos compartir criterios y cuanta vivencia común sea necesaria para acabar con los violadores y depredadores, que existen y tienen nombres y apellidos. Empezando por una exigencia absoluta de cambio del Código Penal al respecto. Pero una cosa es ir contra esa gentuza y otra es aprovechar el tirón con fines espurios. No digo que las acusadoras del caso Plácido tengan o no tengan razón. Lo único que es reclamable es que no solo denuncien sino que también demuestren. Me voy a mojar: me cuesta un horror asociar la figura de Plácido Domingo a la de un chantajista sexual. No lo veo. No me cuesta nada imaginar al hombre generoso y respetuoso que reconozco en Domingo introduciendo la mano en el sujetador de una señora muy guapa; pero sí verle hacer eso sin que tal señora le diera permiso antes. Hasta donde sé de él, me cuesta mucho pensar que faltara al respeto a una mujer de la manera que se ha denunciado. Se habrá acostado con decenas de mujeres (cada uno lo hace con quien quiere o puede), y desde luego no es un caso único: en el mundo de los cantantes ‘heteros’ se da una y otra vez; la adrenalina les suele salir de los poros por toneladas después de marcarse uno de los muchos dúos de amor que la ópera nos ha regalado. Pero si todo esto en absoluto justifica determinados comportamientos morales, tampoco puede ser un motivo de acusación propiamente moral. Porque cae en el estricto terreno de la moral personal. En el de cada alcoba. Insisto: la única que puede pedir explicaciones a Plácido es su propia esposa. Todo lo demás debe quedar en el ámbito de la libertad sexual y en el de los comportamientos privados. Siempre que no haya delito demostrado, y no desde luego desde un periódico o una revista, sino desde un juzgado. Y con pruebas.
Les prometo que la semana que viene habrá ya recomendación. Pedro González Mira
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