La inseparable compañía de Rosa Ponselle: los perros
La soprano encontró en sus mascotas el mejor apoyo a su carrera como estrella lírica internacional
“Muy pronto compartiremos escenario en el Metropolitan”, le dijo Enrico Caruso a Rosa Ponselle tras irrumpir en su clase de canto. El vaticinio no tardó en cumplirse. Caruso concertó una audición con Giulio Gatti-Casazza, director general del Metropolitan Opera, y el mismo día de la prueba le extendió un contrato para su primera actuación en el teatro.
Tras cinco meses de preparación, Ponselle debutó a los 21 años, el 15 de noviembre de 1918, como Leonora en La forza del destino de Verdi. Enrico Caruso interpretó el papel de Don Álvaro. Años más tarde, la cantante recordaba este momento, en el que los nervios y el pánico escénico casi la hacen desfallecer, con un profundo agradecimiento hacia Caruso: “Yo le decía, entre mis frases, ‘¡Me muero!’, y él me contestaba, ‘¡Ánimo, yo estoy aquí!’. Me dio todo el apoyo que tanto necesitaba. Cuando bajó el telón, para mi sorpresa, recibí tantas ovaciones como él”. Esa misma temporada, Ponselle participó en 3 producciones más: como Santuza en Cavalleria rusticana, como Rezia en Oberon de Weber y como Carmelita en el fallido estreno de The Legend de Joseph Carl Breil.
Conocida entonces como ‘la diva de las divas’, el ascenso profesional de Ponselle fue meteórico. Presencia habitual en la temporada del Metropolitan Opera, la soprano lideró los montajes de La Juive, Guillermo Tell, Ernani, Il Trovatore, Aida, La Gioconda, Don Carlo, L’Africaine, Andrea Chénier, La vestale y Norma, el papel con el que más éxitos cosechó. Ponselle anunció su retirada cuando cumplió los 40 años, y durante los 19 que pasaron desde su debut en el teatro neoyorkino, actuó en 365 funciones más e interpretó un total de 23 papeles diferentes.
En la década de 1930, Ponselle se casó con Carl Jackson, uno de los 4 hijos del alcalde de Baltimore, y construyeron la finca ‘Villa Pace’, un palacete de estilo italiano. El matrimonio se disolvió en 1950 y Ponselle conservó la villa, donde permaneció hasta su muerte a los 84 años. La cantante continuó su actividad profesional vinculada a esta ciudad del condado de Maryland: fue la primera directora artística de la Ópera de Baltimore, y ofrecía recitales, galas benéficas y clases en su casa.
Sin embargo, a pesar de lo rompedor de sus logros profesionales – fue la primera cantante americana que actuó en el Metropolitan sin haber hecho carrera previamente en Europa -, el éxito del que disfrutó en vida se ha ido apagando y hoy su figura apenas es conocida. Claire Weber, cantante y musicóloga encargada de gestionar el archivo de la Arthur Friedheim Music Library, indica que una de las causas de este olvido es que aún se estaba testando la grabación en el momento de máximo esplendor de estos cantantes: “Cuando escuchamos grabaciones de aquellos años podemos percibir la calidad de la voz y el carácter de su sonido, pero el audio es mínimo. Creo que fue muy reconocida en un momento que no hemos podido capturar y probablemente por eso la hemos olvidado”.
De ella sí pueden encontrarse múltiples fotografías, que reflejan uno de los datos más curiosos de su vida: “Estaba obsesionada con los animales”, explica Weber, que ha escuchado historias de personas, alumnos y público, que acudían a su Villa y la soprano les recibía secundada por “una estampida de perros”. “Hubo un momento en el que llegó a tener 19 caniches, algunas ardillas y, bueno, un zorro”.
Poco antes de la muerte de Puccini, Ponselle viajó a Viareggio para encontrarse con él. El compositor, ya enfermo, se retiró para descansar y fue entonces cuando los jardineros de la finca avisaron de que se había encontrado un cachorro de zorro abandonado en la parcela e iban a sacrificarlo. Ponselle se opuso y preguntó si podría adoptarlo. Una fotografía de su regreso a América en barco muestra a la cantante sosteniendo al zorro, al que puso el nombre de uno de sus papeles preferidos, Gioconda.
Sus mascotas la acompañaron durante toda su vida. Con ellas compartió sus horas de ensayo, desplazamientos y su hogar donde se ha preservado su legado como museo hasta que la fundación que lo gestionaba se quedó sin fondos y tuvo que ser vendida a un particular. “Esta pasión por los animales imprime una ternura muy especial a una personalidad fascinante”, concluye Weber.
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