Crítica: Klaus Mäkelä, noche de transfiguración en Granada
Klaus Mäkelä, noche de transfiguración.
73 FESTIVAL DE GRANADA. Orquesta de París. Christiane Karg (soprano). Klaus Mäkelä (director). Obras de Schönberg (Noche transfigurada), y Mahler (Cuartasinfonía). Lugar: Granada, Palacio de Carlos V. Fecha: 29 junio 2024.
Klaus Mäkelä (Helsinki, 1996) ha vuelto a imponer la fascinación en su nueva actuación en el Festival de Granada. Si en 2021 deslumbró a todos en el Palacio de Carlos V con un monográfico Sibelius al frente de la Mahler Chamber Orchestra, ahora, cuando es reconocido por todos como una de las batutas máximas de nuestro tiempo, ha regresado de la mano de Antonio Moral para una doble cita con la Orquesta de París, conjunto del que es titular desde 2021.
El sábado, en la primera comparecencia, el próximo titular de dos orquestones como la Sinfónica de Chicago y la Concertgebouw de Ámsterdam confrontó y galvanizó en Granada dos obras casi contemporáneas, nacidas en Viena justo en el cambio de siglo. XIX y XX. Disímiles y próximas a un tiempo. Si la Noche transfigurada de Schönberg supone la última vuelta de tuerca a la tonalidad y al cromatismo wagneriano –“Mira cuan claro el Universo reluce”, musica el inminente creador del dodecafonismo-, Mahler, en su Cuarta sinfonía, pone en los labios felices de un ángel el deseo y cántico de que “despierten los sentidos para que todo renazca con alegría”.
Desde el expresivo comienzo en un pianísimo que Mäkelä y los profesores parisienses convirtieron en superpianísimo, al congelado silencio agregado al quieto final de la Cuarta de Mahler y al programa, tomó cuerpo y sentido una visión coherente de dos obras que quizá jamás se reconstruyeron y sintieron tan hilvanadas y afines. Ilusión y reflexión. Noche y luz. A pesar de no contar con un instrumento óptimo -la Orquesta de París dejó asomar carencias, particularmente en las secciones de violines en la sinfonía de Mahler, que ni siquiera las estupendas maderas pudieron compensar-, ambas visiones profundizaron en el mundo quebrado, en las sombras y luminosidades de un tiempo de fractura y cambio. Mäkelä iluminó la noche schönberguiano en una reflexiva y al mismo tiempo natural narración, trazada a lo largo de los tres episodios que entraña el introspectivo poema sinfónico que Schönberg construye a partir del poema homónimo de Richard Dehme: desde el dolor y desasosiego del primero al desenlace final de amor y aceptación, tan cercano al mundo puro e iluminado que recupera Mahler en su Cuarta sinfonía, quizá la más mozartiana, camerística y feliz de todas.
Mäkelä, cuya libertad y expresividad en el podio recuerda la naturalidad del gran Carlos Kleiber, pero también, aunque más de lejos, al joven Claudio Abbado, es taxativo y claro. Expresa y dirige con la batuta, con todo el cuerpo, con la mirada… incluso cuando se queda petrificado en el podio para dejar a los músicos respirar por sí mismos. También cuando invita a cada sección a escuchar lo que tocan las restantes. Efectivo concertador y sugestivo comunicador. Marca, transmite y alienta. Es un volcán inspirador y un comunicador nato que, en este sentido, evoca a Bernstein. El gesto es tan inagotable como el caudal de ideas y detalles con los que personaliza y enriquece la partitura. Subraya detalles que tantas veces quedan inadvertidos -en Mahler se escucharon nuevas voces, efectos, contracantos y armonías; no desaprovecha las oportunidades que brindan las estupendas maderas parisienses, incluida la flauta solista del catalán Vicens Prats, que brilló con luz propia en Mahler.
Pero más allá de detalles y calidades instrumentales -el concertino invitado, el finlandés Petteri Iivonen, quien saltaba exageradamente de su silla cada vez que tenía alguna frase más o menos relevante, no contribuyó con su protagonismo a optimizar el rendimiento de los violines-, se impuso la catadura expresiva y conceptual de un director que utiliza todos los resortes imaginables y hasta inimaginables para extremar al límite el lenguaje musical, que llega directo, franco y con categórica claridad. Hace así cómplice y partícipe al público. Se puede discrepar de sus versiones, pero no sustraerse a la honorable veracidad de un artista, de un Maestro que se entrega en cuerpo y alma, a pecho descubierto, con criterio y sin reservas, a cada obra que interpreta.
El último movimiento de la sinfonía de Mahler fue cantado por la soprano alemana Christiane Karg, ubicada en la galería superior del Carlos V. La distancia con el escenario, el frío que ya a esas horas comenzaba a apretar y la acústica particular del Carlos V no contribuyeron a redondear la felicidad celestial que vuelca Mahler en este final sereno y feliz. “No hay música en la tierra que pueda compararse con la nuestra”, escribe Mahler y cantó desde las remotas alturas Christiane Karg. Pero al final, lo que verdaderamente quedó imborrable de esta noche de transfiguración, fueron las luces y resplandores con que Mäkelä fascinó el límite romántico de Schönberg. Justo Romero
Pues tu artículo me parece muy interesante y equilibrado mucho más que el del sr. Basagoiti lleno de peros y suposiciones fuera de sitio. Te lo dice alguien que le conoce desde hace años y le ha visto dirigir media docena de veces.