Kleiber, desaparece un mito
Desaparece un mito
Carlos Kleiber falleció el día 13, tan en secreto como vivía
Una sobrina del polémico director argentino-austriaco confirmó que éste falleció el pasado día 13 y, de hecho, la noticia se ha dado a conocer cuando los restos ya habían sido enterrados en Konjsica (Eslovenia), país donde nació su madre. Los rumores sobre su salud habían circulado con cierta insistencia en los últimos años, principalmente en Japón, donde el maestro tenía admiradores que le seguían por todo el mundo para asistir a sus contadísimas actuaciones, pero fueron desmentidos vez tras otra. Sin embargo se trata de un fallecimiento tras una larga enfermedad.
Carlos Kleiber, hijo del también director Erich Kleiber, nació en Berlín en 1930, pero hubo de emigrar a Buenos Aires a causa de la persecución nazi. Allí conoció la lengua española, que chapurreaba, y la música de Albéniz o Falla, cuyo “Sombrero de tres picos” quiso dirigir en más de una ocasión. Ya de vuelta en Austria fue obligado por su padre a estudiar química. De hecho nunca pudo desprenderse del fantasma de Erich, hasta el punto que cada vez que iba a dirigir tenía pesadillas en las que su padre se le aparecía amenazándole con cortarle la mano si cogía una batuta. Este extremo me lo confirmó personalmente en una larga jornada que pasamos juntos en Toledo, en el cigarral de Gregorio Marañón, durante su debú en España para uno de los primeros Festivales de Otoño, organizado por Pilar Izaguirre. A pesar de las amenazas paternas logró terminar sus estudios musicales en Munich y debutar como repetidor en el Gärtnerplatz de esta ciudad, a la que estuvo muy ligado musicalmente y en cuyas afueras vivía dedicado a las funciones parroquiales de su barrio. Allí dirigió todo su reducido repertorio y se convirtió en el director que más veces ví dirigir de joven: “Wozzek” –obra cuya grabación discográfica canceló a última hora-, “El caballero de la rosa”, “Traviata”, “Boheme”, “El murciélago”, “Carmen”, etc. Dirigió muy poco fuera de Munich y Viena, pero cosechaba grandes éxitos en cada actuación. Se recuerdan especialmente “Boheme” y el extraordinario “Otello” del centenario en la Scala, así como “Tristán e Isolda” en Bayreuth y sus dos intervenciones en los conciertos vieneses de Año Nuevo en 1989 y 1992. Visitó varias veces España, las últimas en 1999 en Canarias y más tarde en Valencia.
Kleiber tenía fama de perfeccionista. Cada uno de sus ensayos era un suplicio para todos, él mismo incluido. Dirigía muy poco –cuando veía reducirse la bolsa de dinero que guardaba en la nevera- y muy pocas obras. De hecho también era muy limitado su repertorio como simple oyente. En aquella excursión a Toledo, en mi coche BMW –marca que le subvencionaría la carrera en los últimos años desde su sede de Dingolfing- mostró un desconocimiento total de obras como el “Quinteto para piano y cuerda Op.44” de Schumann. Sin embargo fue el director más carismático de la era postkarajan. La coherencia de planteamientos, la extrema vitalidad de tempos y la comunicación, junto con su aureola, hacía una experiencia única de cada uno de sus conciertos.
También tenía fama de excéntrico. Anunciaba actuaciones que cancelaba en el último momento, sólo quería trabajar con su Orquesta de la Ópera Bávara, con la que no precisaba ensayar demasiado. No sólo se quedó sin grabar el citado “Wozzek”, preparado con materiales de su padre, sino también un “Emperador” con Arturo Benedetti Michelangeli, por incompatibilidad de enfoques. Yo mismo lo pude comprobar en la citada excursión. A la vuelta, ya de noche, se molestó hasta llegar a la impertinencia por la velocidad con la que yo trataba de seguir el coche de mi buen amigo Gregorio Marañón, quien había tomado atajos para evitar los atascos. Paré el coche y le invité a bajarse. Se disculpó y tanto era su arrepentimiento que su obsesión fue convidarnos a “langostas” casi a medianoche. Fuimos a la Dorada y, cuando dimos cuenta de una buena hornada de ellas, ordenó otra más sin atender a las protestas de que nos iban a sentar mal. Era simplemente su forma de hacer las paces. Estoy seguro que Pilar Izaguirre tampoco podrá olvidar aquella cena.
Ha desaparecido el último de los genios de la dirección. Ya sólo nos queda el caballero: Carlo María Giulini. Todos los demás de la actualidad, por mucho que quieran unos u otros, pertenecen ya a otra categoría. Y la pérdida de personalidades así es mucho más dolorosa para quienes han tenido la suerte de ser testigos directos de sus genialidades profesionales y personales. Gonzalo ALONSO
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