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CRÍTICA: 'Pianismo poético y sutil'
Potente inicio de temporada en el Met neoyorquino
Por Publicado el: 24/10/2013Categorías: Crítica

LA CONQUISTA ENSOÑADA

LA CONQUISTA ENSOÑADA

 

No hay duda de que el estreno en España de La conquista de México de Rihm (Karlsruhe, 1952) puede ser tachado de acontecimiento importante. La obra se inscribe, junto con The Indian Queen de Purcell, en lo que Mortier llama “un eje principal”. Una mirada comprometida sobre uno de los hitos en la historia de la humanidad. El compositor alemán es uno de los grandes de hoy; en cierto modo, un romántico, una calificación que puede venir abonada por este credo: “Quiero conmover y que me conmuevan. En la música todo es patetismo”. La permanente agitación de un lenguaje muy libre define el potente estilo de nuestro creador.

En las en torno a 400 composiciones de este orondo músico –que no pudo acudir al Real por enfermedad- hay de todo. Y entre nosotros hemos podido apreciar a cuentagotas las virtudes de su estilo ecléctico. No hace mucho (2007) Musicadhoy tuvo ocasión de ofrecer en Madrid su integral de doce cuartetos y meses atrás la Fundación March programó algunas de sus canciones. Su particular y variada visión del mundo lírico ha quedado plasmada en diez títulos, de los cuales tienen cierta fama Jacob Lenz (1979), Oedipus (1987) y esta Die Eroberung von Mexico.

No parece nada raro, conociendo los antecedentes, que Rihm se sintiera atraído por el escrito de Antonin Artaud, el inventor del teatro de la crueldad, en el  que se trataba con un estilo virulento y en clave mítica, filosófica y utópica, la epopeya y las turbulentas relaciones entre Moctezuma y Hernán Cortés, un asunto ya recreado por otros operistas del pasado. Era la base fundamental para excitar la vena creadora del artista, que se nutrió asimismo de otros textos: uno del propio Artaud, El teatro del Serafín, y otro de Octavio Paz, Raíz del hombre, algunas de cuyas estrofas son ofrecidas al término de cada una de las cuatro partes en que se divide esta pieza de “teatro musical”, como la califica el autor: Presagios, en la que se nos acerca una visión del territorio conquistado; Confesión, que estudia la perspectiva del conquistador español; Convulsiones, que muestra la rebeldía de Moctezuma y su pueblo, y Abdicación, que narra la derrota del azteca. A lo largo de toda esa acción, se expresan, dice Rihm, “las contracciones enérgicas del cuerpo dramático que es México en estado de conquista”.

La brillante puesta en escena que hemos visto en el Teatro Real abona perfectamente estas palabras del regista Pierre Audi: “No estamos ante una ópera de corte psicológico, sino de sonidos relacionados con episodios de la historia de la conquista de México. Una historia muy bella pero muy triste”. El montaje no es fácil, dados los requerimientos y la disposición de elementos. El sonido se espacializa y potencia por el empleo de altavoces en diferentes ubicaciones. Las numerosas partes corales estén previamente grabadas. La planificación está muy medida: en el foso, chelos, contrabajos, violas y vientos estratégicamente situados junto a numerosas percusiones, parches y láminas. Hay clarinete bajo, contrafagot, arpa y piano. También máquina de viento y dos guitarras eléctricas. Y dos narradores, que hacen todo tipo de efectos vocales. En palcos de platea se colocan, repartidos y enfrentados, con amplificación, dos violines, oboes, trompetas y bongós más una soprano ligera y una contralto. Hay una pequeña percusión también en el palco real.

Un colorista telón pintado por el escenógrafo Alexander Polzin, artista verdaderamente fantasioso, en el que distinguimos abigarrados y estilizados grupos de favelas, sirve de pórtico a una acción interior y como ensoñada, que potencia la dimensión mítica de unos sucesos, en la que los movimientos están muy bien medidos y ensayados y en la que todo funciona con base a unos presupuestos plásticos deslumbrantes, geométricamente organizados y espléndidamente iluminados. En el centro del escenario hay un cuadrado central de aspecto metálico, por el que se filtran protagonistas y figurantes y que sirve de altar, cadalso, púlpito y receptáculo para todo, incluida una especie de urna que desciende en los tramos finales y en la que se proyectan fundidas las imágenes de Moctezuma y Cortés, en esa fusión de contrarios –fusión de culturas- que nace en ese sueño que hay “a ambos lados del sueño”. Bellas ideas, como la que une muerte y amor: “inacabable amor manando muerte” (Paz). En gran parte de la representación cuelgan sobre el escenario enormes paquetes de nervios, arterias y venas que dibujan cuerpos humanos.

La música de Rihm es poderosa y sugerente y pinta muy bien esos paisajes interiores, aunque el texto sea las más de las veces ininteligible. El compositor, en una partitura más avanzada en lo formal que otras salidas de su pluma, tiene buena mano para manejar un recitado dramático vocal de corte melismático, una suerte de salmodia que exige bastante a las cuatro voces protagonistas: la de Moctezuma, soprano, la de Cortés, barítono, y la de dos cantantes situadas en los palcos antifonalmente: una soprano ligera y una contralto. Hay vocalizaciones varias, como la tan hermosa que enlaza en la muerte al guerrero azteca y al guerrero español. Sorprendente el uso de los distintos contingentes instrumentales, que mantienen una permanente tensión nacida de un insistente uso del ostinato rítmico y tímbrico, de la repetición variada, del empleo de notas largas, de pedales.

Sabia utilización de la abundante percusión, de la que emanan danzas de talante exótico, aires tribales imaginarios. Pavoroso clímax en el momento de la batalla definitiva. Las sonoridades con frecuencia espectrales, las texturas y las más variadas superficies nos traen a veces el recuerdo de ciertas páginas de Stockhausen (algunas de las siete óperas que constituyen Licht), de Ligeti (Requiem) o de Nono (Prometeo), pero Rihm es menos sutil y rarificado, más lineal, pese al tan hábil empleo de los parches y percusión en general. La buena factura de la música no evita que la obra, que dura una hora y cincuenta minutos, se haga verdaderamente plúmbea en determinados instantes. Máxime cuando la espectacular producción no termina de clarificar, salvo en contados episodios, lo que pasa en escena. Hay una indiferenciación palmaria de la mayoría de los múltiples movimientos de los muchos figurantes. Las idas y venidas de Moctezuma y Cortés, en bastantes ocasiones tirados en el suelo, tampoco ayuda. Las cuatro partes de la composición arriba mencionadas pasan ante nosotros como si fueran solo una.

Muy cuidadosa la dirección de Alejo Pérez, que debió de sudar tinta para concertar el amplísimo y en algunos caso lejano orgánico y conjuntar tantas voces, instrumentales y vocales: la del coro, como se ha dicho, con el pie forzado de estar grabada previamente, lo que supone un evidente riesgo para la unidad general. Pero el menudo director argentino supo aunar la multitud de elementos con acierto. Buen trabajo. Sonó bien el grupo coral y se lució en sus distintas familias la Orquesta. En cuanto a los solistas, muy eficaz y hasta entonada Nadja Michael, una habitual de este Teatro (la última vez, en Wozzeck), aunque no pueda evitar siempre ciertas desagradables asperezas y estridencias en el registro agudo. Muy esforzado y engolado Georg Nigl, que apechuga con un cometido espinoso. Sonidos de gola, destemplanzas, roces diversos, faltas de apoyo en la emisión deslucieron su agotadora labor.  Afinadas las dos cantantes colaboradoras, Caroline Stein, ésta, soprano ligera, en mayor medida, y Katarina Bradic. Ignoramos por qué el personaje silencioso de Malinche, “la mujer que habla con su cuerpo”, iba vestida de japonesa, como una actriz de teatro No. Un elemento exótico de otra latitud cuya presencia así no ayuda a entender la complicada y mítica peripecia. Arturo Reverter

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