La crítica ante Philip Glass
Van saliendo las críticas al “Perfecto americano” y curiosamente hay coincidencia entre Vela y Alonso: “Ópera profundamente americana”, eso sí, pagada por los españoles, añade Alonso, para quien se trata de un “perfecto ejemplo de imperfecta programación”. Ambos resaltan que estuvo destinada a Nueva York, el destino fallido de Mortier. Para del Amo, en la misma línea de Alonso, “tras la caída del telón queda una impresión ambigua. Sobrevuela una cierta duda sobre la necesidad de la obra. Una música excelente que no acaba de entenderse porqué se ha aplicado a una ópera. Como poema sinfónico tendría mucho más sentido”. También coincide del Amo con Alonso en que ” lástima que no exista un libreto capaz de servir de soporte dramático a ambos polos en acción”. Para Este Disney nace viejo, para Alonso, justo lo contrario de lo que fue la obra de Disney, y expresa que se trata de una “especie de musical pretencioso, reiterativo y con olor a naftalina, bien presentado, que no entusiasma, no aburre pero tampoco aporta nada”. Amón, lo resume en “un espectáculo vistoso y amable” y para González Lapuente “Basta con contemplar la escena en la que aparece Andy Warhol y en una gasa se proyectan los retratos hechos a Disney para comprender que la realidad es mil veces mejor que los conejitos sin gracia que pululan por el escenario en una recreación (hay que insistir) teatralmente válida”. Se habla de teatro lleno, pero esa misma tarde quedaban 140 entradas sin vender, de las caras naturalmente.
El Mundo, 23 de enero
Todos los americanos son perfectos
Walter Elias Disney fue un americano perfecto, no cabe duda. Nadie como él sintetizó la amalgama de energía práctica y de fertilidad imaginativa conocida como el sueño americano. Su arte nacía y se plasmaba en una genialidad empresarial; el impulsor del cine de animación carecía de talento para el dibujo; ni siquiera el ratón Mickey fue una obra exclusivamente suya. No sólo se hizo a sí mismo, como exige el modelo del triunfador en la sociedad del esplendor capitalista también fue emperador de un imperio. Creó un universo de ficción, expresado en trazos firmes y colores vivos, donde la violencia se aliviaba en el sentimentalismo; concebía la cultura popular como evasión. Disneylandia no es sino el parque temático de una personalidad mediocre, megalómana, simplona, pero distinguida, favorecida, premiada por el don más apreciado en el pasado siglo. El hijo del granjero conocía el secreto del éxito, que consiste en adivinar lo que el público espera sin saberlo, y proporcionárselo. No es extraño que Philip Glass se haya fijado en Walt Disney. El compositor considera su música típicamente estadounidense, muy adecuada en principio para ser aplicada al americano perfecto. Tampoco puede sorprender que el retrato de un triunfador deje paso a la inclusión de ciertas sombras.
Philip Glass ha escrito una música transparente, diáfana, de ritmo exquisito, en la madurez de su estilo minimalista, despejado ya de la densidad de antaño a menudo agobiante. Su partitura ha sido dirigida por Dennis Rusell Davies con la competencia y claridad del especialista, apoyado en una óptima respuesta de la orquesta titular del Teatro Real. Interesa mucho el sonido que sale del foso y la escena desarrolla un sugestivo espectáculo de pantallas y proyecciones. Lástima que no exista un libreto capaz de servir de soporte dramático a ambos polos en acción. El texto de Wurlitzer no es sino una sucesión de estampas, donde se muestran los defectos de Disney de un modo esquemático, sin un mínimo desarrollo psicológico ni verdadera intención, pues el retrato supuestamente crítico se convierte al final en un encendido homenaje. Una vez más, comprobamos cómo todos los americanos se consideran perfectos por el sólo hecho de serlo.
No es Glass un compositor que plantee grandes exigencias vocales, bien servidas por el elenco. Tras la caída del telón queda una impresión ambigua. Sobrevuela una cierta duda sobre la necesidad de la obra. Una música excelente que no acaba de entenderse porqué se ha aplicado a una ópera. Como poema sinfónico tendría mucho más sentido. A. del Amo
El País, 23 enero
En los límites del desasosiego
Un estreno mundial siempre impone, aunque en esta ocasión se jugaba sobre seguro. Al público de Madrid no le es extraña la música de Philip Glass. Ya en 1984 se representó su emblemática obra Einstein on the beach, con puesta en escena de Robert Wilson, semanas antes de que Leonard Bernstein visitase el Real con la Filarmónica de Viena en un memorable Festival de Otoño. En la temporada 1998-99 del coliseo de la plaza de Oriente el tandem Glass-Wilson volvió con O corvo branco. La familiaridad con el minimalismo de antaño y con la posterior evolución en la manera de orquestar casi obsesiva de Glass eran bazas a favor del público que hacían presagiar una buena acogida ayer de la ópera, como así sucedió.
The Perfect American es una ópera, valga la redundancia, profundamente americana. Habla de Walt Disney, un mito del siglo XX. Y lo hace con amplitud de miras. La manera de “recitar cantando”, a lo siglo XXI, de Glass en su tratamiento de las voces impulsa, sin posibilidad de resistencia, a una concentración en los valores textuales. La orquesta subraya y crea atmósferas inquietantes en todo momento, pero el punto de partida viene de lo que se está diciendo con la palabra cantada. Se partía de una novela de Peter Stephan Jungk, editada en español recientemente en Taurus. Al convertirse en libreto de ópera por Rudy Wurlitzer pierde en complejidad. Es más, hay situaciones que se esquematizan e incluso se banalizan, pero esto es casi inevitable en una manifestación artística de síntesis como es la ópera. Lo que se canta, o se dice, es inteligible y está todo en el libro de partida. El orden de las escenas no es el mismo: una consecuencia de las exigencias del guión. En esta ocasión la lectura de la novela, antes o después de la representación, es altamente recomendable.
La orquesta y la puesta en escena crean, pues, la atmósfera ambiental. Dennis Russell Davies es un director avezado en el lenguaje musical de Glass y saca un excepcional rendimiento de la orquesta. El lado complejo y hasta atormentado de los personajes, y la perplejidad de algunas situaciones, prenden en el espectador hasta límites de desasosiego. El carácter repetitivo de la música no perjudica la tensión emocional. Al contrario. Se produce una sensación casi hipnótica que favorece la ambivalencia, o hace salir con más fuerza el lado contradictorio de los personajes, con sus grandezas y miserias, pero en ningún momento definidas demagógicamente. El elenco vocal se integra a las mil maravillas en este concepto textual-musical y también el grupo de actores The Improbable Skills Ensemble. Se impone la sensación de equipo, de trabajo bien hecho.
La puesta en escena no tiene un protagonismo excesivo, pero sí está llena de detalles que ayudan a comprender la evolución del mito de Disney, tanto en el aspecto personal como en el empresarial o sociológico. Desde los sentimientos melancólicos del protagonista a través de los recuerdos de su villa natal, hasta el clima onírico, casi surrealista, que le persigue en forma de pesadillas en determinados momentos. La dialéctica entre sueño y realidad está siempre presente. La vinculación con la “american way of life” es evidente en momentos fundamentales, clarificando con precisión qué es lo qué se está contando y en qué condiciones ocurre. Esta humildad creativa de las soluciones teatrales añade fantasía a la realización.
Con todo ello, el espectáculo se deja ver con interés. La elección de Glass para tratar musicalmente el tema de Disney me parece muy apropiada. Surjió para Nueva York y al final se han quedado con la propuesta Madrid y Londres. El mundo es un pañuelo, lo miremos por donde lo miremos. O como se dice en uno de los momentos más inquietantes de la ópera, “Treta o trato”. Ustedes me entienden. J.A. Vela del Campo
El Mundo, 23 de enero
Philip Glass se apiada de Disney
A Philip Glass lo “sepultaron” los clamores nada más insinuarse en el escenario del Real. Era el veredicto con que los espectadores madrileños celebraron esta noche el estreno mundial de ‘The perfect american’, cuya expectación explica que se hayan acreditado medio centenar de medios internacionales.
Es una prueba de la capacidad de convocatoria de Philip Glass, con más razón cuando la obra en cuestión presumía una descarnada desmitificación del compatriota Walt Disney.
No ocurre realmente así. El embarazoso libreto de Rudy Wurlitzer y la música edulcorada de Glass relativizan el retrato despiadado que había concebido Peter Stephan Jungk en la cáustica novela que dio origen al proyecto operístico.
No es que Jungk renegara de la importancia de Disney como patriarca de la cultura de masas ni como creador del universo de la fantasía otorgando el don de la palabra a los animales, pero su retrato sensacionalista perseveraba en la oscuridad del hombre: arrogante, misógino, racista, tirano, mezquino, ultraconservador, inculto, hipocondriaco, megalómano.
Semejante material prometía un ritual iconoclasta. Con más razón cuando la idea original de Mortier consistía en estrenar ‘The perfect american’ en la New York City Opera. Se trataba de cuestionar un mito fundacional y doméstico a orillas del Hudson, de tal forma que la extrapolación madrileña, jaleada anoche con entusiasmo, rebaja la intensidad de la «fechoría» tanto como ha podido hacerlo la autocensura en que parece incurrir el propio Philip Glass.
El compositor americano propone una mirada condescendiente, comprensiva y hasta lírica. Su música de mantras parece discrepar de las aristas del personaje, quizá porque el libreto de Wurlitzer carece de corpulencia y de verdaderas posibilidades dramatúrgicas.
Así se explica la meritoria (y vitoreada) puesta en escena de Phelim McDermott. Que ubica a Disney en un espacio onírico y que relaciona su agonía con la de ‘Ciudadano Kane’. No sólo por la estética en blanco y negro. También porque las evocaciones de Disney a la felicidad de la infancia establecen un paralelismo con el «Rosebud» de Orson Welles.
McDermott desentraña a Disney sin alusiones a su iconografía ni lugar a los tópicos. Plantea sus últimos tres meses de vida entre los bocetos imprecisos y flotantes de un «storyboard». Un espacio ambiguo entre la realidad y los sueños que permite jugar arbitrariamente con el tiempo y con los delirios, igual que si la vida de Disney hubiera sido una película.
Philip Glass aporta la banda sonora valiéndose se una orquesta extraordinariamente numerosa. No porque pretenda sepultar a los cantantes ni aturdir a los espectadores, sino porque la variedad enciclopédica de los instrumentos, particularmente en la familia de la percusión, tanto le permite experimentar las atmósferas cromáticas y tímbricas como le consiente prodigar su reconocido virtuosismo rítmico.
Con su música sucede como con el rosario. Se reza mejor teniendo fe que sin ella, aunque el ejercicio de la repetición termina induciendo un poder hipnótico y resaltando la declamación de los cantantes. Especialmente Christopher Purves, solvente alter ego de Walt Disney en un espectáculo de cierto interés visual y de escaso relieve vanguardista que los espectadores del Real apreciaron con ovaciones calurosas.
También fue unánime el reconocimiento al trabajo de Russell Davies en el foso. Conoce mejor que nadie el repertorio de Glass e hizo el esfuerzo de mantener la tensión en el foso, aunque no le ayudó la precariedad de la transición entre unas y otras escenas ni la heterogeneidad de un espectáculo vistoso y amable. R. Amón
ABC, 23 d enero
Historia de una obsesión
Es difícil reconocer en la novela de Peter Stephan Jungk, «El americano perfecto», los valores que le atribuyen muchos expertos, más allá del morbo que proporciona la destructiva disección de un mito contemporáneo como Walt Disney. En este sentido, el relato aporta poco pues son muchos los (sico)análisis que dan cuenta desde antiguo de los fantasmas y obsesiones que iluminaron a aquel formidable creador. Ramón del Castillo lo explica estupendamente en «Sueño terminal», el artículo incluido en el libro programa editado por el Teatro Real con motivo de la escenificación de la ópera «The Perfect American» compuesta por Philip Glass.
Quizá fueron estas circunstancias, propicias a la polémica, las que inspiraron el encargo que se hizo en su día al veterano músico americano. Sea como fuere. «The Perfect American» se ha elaborado como producto global construido desde el libreto escrito por Rudy Wurlitzer en el que se hace justicia al texto de origen mediante una brillante adaptación que se recoge en afiladas frases que dan forma a escenas trazadas con calidad dramática, a veces de naturaleza narrativa, casi siempre sugerentes.
A partir de ahí, hay que situar el trabajo de Glass en un plano distinto, previsible, pues él mismo ha explicado estos días lo mucho que de coherente había en la personalidad de quien ya habíamos empezado a considerar como el pérfido Disney (para desencanto de las muchas almas atrapadas en su infantilidad). Añádase la naturaleza ambigua que en origen tiene la música de Glass, la inclinación que ha ido sufriendo hacia una condescendencia a veces un punto edulcorada, la tendencia hacia la ambientación antes que hacia la caracterización de escenas y personajes, y se comprenderá el sentido «onírico» que definitivamente ha tomado «The Perfect American».
Pero en la pata de la ópera queda aún un último apoyo. Lo pone el director teatral Phelim McDermott quien ha tenido que bailar con la más fea. Su trabajo es formidable por lo sintético y porque se adivina un esfuerzo extraordinario por sugerir el imaginario de Disney sin utilizar ni uno solo de sus iconos. Se dice que por problemas de derechos ni Mickey, ni Goofy, ni Baloo tenían sitio en esta obra y es una lástima pues con ello se pierde la posibilidad de observar algo visualmente poderoso. Basta con contemplar la escena en la que aparece Andy Warhol y en una gasa se proyectan los retratos hechos a Disney para comprender que la realidad es mil veces mejor que los conejitos sin gracia que pululan por el escenario en una recreación (hay que insistir) teatralmente válida.
«The Perfect American» se aplaudió ayer en el Teatro Real. Lo mereció el trabajo de Christopher Purves y David Pittsinger, Walt y Roy Disney, y el de algún otro, incluyendo la correcta compostura dé la orquesta titular y la buena sustancia del director musical Dennis R. Davies, experto en el estilo y, desde ayer, último cómplice en el estreno de esta nueva ópera. A. González Lapuente
La Razón, 23 de enero
Disney entre naftalinas
Como el arte ha de valorarse siempre junto a sus circunstancias, comenzaré por situar donde corresponde la ópera que nos ocupa. Gerard Mortier fue contratado para llevar la New York City Opera. Tras trabajar en su programación durante un año, presentó los encargos de «The Perfect American» y «Brokeback Mountain» al consejo de administración, pero éste rechazó todo su proyecto al comprobar que los patrocinadores retirarían su dinero y Mortier se vio obligado a dimitir tras cobrar, eso sí, cuatrocientos mil euros. Todo ello, según la prensa americana. Al poco de incorporarse al Teatro Real presentó su programa a largo plazo e incluyó ambas óperas. Hubo discusión en el patronato del teatro, donde se opinó que ambas temáticas podían encajar muy bien en Estado Unidos –donde se vio que no encajaron– pero quedaban lejos de nuestros intereses, cultura y estatutos fundacionales y sería mucho más interesante proponer encargos sobre temas hispanos e hispanoamericanos más propios. Pareció que Mortier cedía, pero nunca lo hace. Se las apaña para lograr todo con la táctica del «todo o nada» y hay quien se lo permite. Así que España pagará ambos encargos americanos, que America no quiso, cuando ni en el teatro ni en el país hay un duro. Y es grave porque lo que cuenta el libreto sobre Walt Disney no nos interesa ni llega, sino que se contempla con distancia.
Philip Glass no es compositor nuevo para el Real, ya que estrenó «O corvo branco» en la temporada 1998/99, en la que, por cierto, también vimos «Basarides» de Henze. Era la etapa García Navarro y conviene no olvidar que se dedicaba a la creación actual tanta o más atención que ahora. El Real era entonces puntero en ello en Europa. Glass y su libretista toman el argumento del libro homónimo de Stephan Jungk y, como hiciera ya con Galileo, Einstein, Kepler, Colón o Gandhi, no construye una estructura dramática sino que se adentra en el mundo de los sentimientos, recuerdos o inquietudes. La obra se divide en dos partes, más externa la primera, en la que Disney, ya enfermo, recuerda con su hermano los sueños de juventud. Aparece como un personaje mastodóntico, que se compara a Mahoma, Moisés o Jesús, se jacta de nombrar presidentes y hace estallar un robot de Lincoln tras un tenso diálogo con él que emula con clara desventaja el de Don Juan con el Comendador. Mozart fue mucho Mozart. Tras el intermedio viene una parte de mejor factura, más centrada en las preocupaciones internas del protagonista. Le vemos discutir sobre las ideas izquierdistas de los sindicatos con un dibujante al que ha despedido, al que se convierte en antagonista y, al final, en testigo vengativo: Disney no será congelado como hizo jurar a su familia sino incinerado. «Era tan poderoso que mejor que no resucite», parece dejar como mensaje, al modo de la losa que cubre una tumba en el Valle de los Caídos. En medio, la discusión sobre la creación propia o a través de otros: Disney no dibuja nada, pero sus dibujantes no hubieran podido crear los célebres personajes sin él. La ópera viene a reflejar las añoranzas, sueños de gloria y anhelos de una gran personalidad ante su próxima muerte y, en este sentido, Disney es sólo una excusa. Se hubiera podido recurrir a otros muchos incluso, como Steve Jobs, más próximos a nosotros. Malo es hacer algo sobre Disney y no poder sacar ni uno de sus personajes. Claro que, a falta de Blancanieves, se introduce a Andy Warhol.
Glass ha ido afianzándose en el panorama musical, tras unos años de mayoritarias críticas a su música minimalista de los inicios, a medida que ha ido recogiendo diversas influencias y, de alguna forma, superficiandolizándose. No hay demasiadas referencias a la música popular que pudieran encajar con la popularidad de las creaciones del protagonista, sigue conservando su mayoritario carácter tonal, de armonías contundentes, añadiendo colores primarios y disonancias a la paleta que vienen a reflejar, según el propio compositor, la forma en que él cree que Andy Warhol habría pintado a Disney. La partitura se queda a medio camino entre el lenguaje asequible de los musicales y el inaccesible de algunas óperas actuales, sin la inspiración de unos y sin la riqueza de otras.
La representación ha contado con un plantel de intérpretes esforzados y de nivel, empezando por el protagonista, Christopher Purves, así como unos entregados coro y orquesta –demasiada plantilla para tan pocas nueces– bajo la eficaz dirección de Russell Davies. Al mismo buen nivel la puesta en escena de Phelim McDermott, inteligentemente simple en su complejidad. Queda la sensación de especie de musical pretencioso, reiterativo y con olor a naftalina, bien presentado, que no entusiasma, no aburre pero tampoco aporta nada. Pueden pasárselo mucho mejor y emocionarse, por mucho menos dinero, yendo al cine a ver «La vida de Pi». G. Alonso
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