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Por Publicado el: 20/08/2006Categorías: Crítica

La Gioconda, sangre napolitana en Santander

Festival de Santander
Gioconda, intenso cartón-piedra
“La Gioconda” de Ponchielli. G.Casoila, E.Fiorillo, R.Scandiuzzi, E.Cassian, M.Berti, J.Pons, E.Todisco, J.Plazaola. Coro Intermezzo, Escolania EASO y Orquesta Nacional de Ucrania. A.Pirolli, director. Palacio de Festivales de Cantabria. Santander, 19 de agosto.
¿Qué es hoy o debe ser la ópera? ¿Acaso un teatro musical dirigido sinfónicamente como hizo Muti con “La flauta mágica” en Salzburgo? ¿Acaso un “arte total” en el que sólo se pueden alabar las transparencias orquestales como sucedió en Bayreuth con Thielemann? ¿O quizá un espectáculo -caso de “La italiana en Argel” en Pésaro o “El rapto en el serrallo” salzburgués- en el que la música se utiliza como pretexto para que el director de escena de turno nos cuente sus fantasías masturbatoria? ¿Acaso un conjunto de cantantes de muy buena apariencia física y de voces cortitas que interpretan muy homogéneamente Mozart o Rossini? Todo esto es lo que es la ópera de nuestros días, un género sin futuro porque carece de lo que le hizo famoso: su capacidad para emocionar. Lo mismo pasa en los toros o el fútbol. Carecen de sentido sin emoción.
Sobre todo ello me ha vuelto a hacer reflexionar la “Gioconda” santanderina, una obra que los snobs que dominan nuestro mundo musical consideran cartón-piedra. Una obra que se mantuvo triunfante por décadas en el repertorio y que ahora apenas se programa. Una obra que precisa seis voces indiscutibles y que abordaron todos los grandes cantantes de cada generación. Pero claro, ¿dónde están hoy voces como las de Caruso, Gigli, del Monaco, Bergonzi o Domingo? He aquí la auténtica razón del por qué no se programan: porque para ellas no sirven los repartos homogéneos de vocecitas ingleses o francesas perfectas para cantar ante un micrófono en una grabación. Pero el Festival Internacional de Santander las ha tenido y nos ha recordado -aunque fuera en concierto y con tres descansos- el auténtico sentido de la ópera. Bastaría el dúo entre Giovanna Casolla y Elisabetta Fiorillo para comprenderlo. Dos napolitanas -que no se les pase el dato- de rompe y rasga, con voces enormes, echando el resto para demostrar quien es mejor. El género tiene entonces sangre y sentido, incluso por encima de alguna nota desafinada. La primera, pasados sus mejores años pero, como Juan Pons y Roberto Scandiuzzi, conservando medios enormes para todavía admirar y emocionar como no lo logran la mayoría de los jóvenes. La Fiorillo en plenitud, grande en todo, y el tenor Marco Betri con una voz buena pero escaso de técnica para apianar, lo que le origina calar en pasajes claves. Muy bien la ciega de Elena Cassian.
Pero con todo, la sorpresa la causó Antonio Pirolli, dirigiendo como hay que dirigir la ópera, como lo hacían Votto o Serafín, concertando y acompañando con grandeza e intensidad. Estupendo de principio a fin, incluida la “danza de las horas”, con una orquesta y unos coros de impensable calidad. Así fue la ópera y así habrá de volver a ser si antes no la han asesinado los snobs, los falsos maestros de canto, las casas de discos… Gracias, Santander, por ayudarno a mantener la memoria histórica, que también debería exaltarse en la ópera. Gonzalo Alonso

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