LA IMPRONTA DE UNA BATUTA
LA IMPRONTA DE UNA BATUTA
Si no conociéramos desde hace años a Riccardo Muti o, por mejor decir, si no estuviéramos al corriente de sus métodos, maneras directoriales, criterios musicales, seriedad de planteamientos y de su obsesión por conseguir que todo esté en su sitio, sea cual sea el género a servir, nos habría sorprendido la bondad de su reciente interpretación de Don Pasquale en el Teatro Real, a donde ha venido trayéndonos una modesta pero limpia producción ya añosa (2006) de Ravena y en la que en verdad los mimbres participantes eran de relativa, aunque estimable, calidad. Por problemas de salud y escaso tiempo de preparación el maestro napolitano ha preferido viajar con este espectáculo en lugar de hacerlo con La rapresaglia de Mercadante, que era el anunciado y que insistía en la presencia de este músico en España tras la exhibición la pasada temporada de I fue Figaro. En una buena demostración de que Mortier prefiere siempre lo foráneo, por mucho que pueda estar relacionado, más o menos directamente, con nuestro país, que lo auténticamente hispano, nacido aquí y creado por nuestros compositores. Eso que llamamos patrimonio y al que el rector del Real hace continuos ascos. Y, curiosamente, en este caso, por aquel imponderable, ha tenido que aceptar una obra de Donizetti, músico al que menosprecia.
En todo caso, bienvenida sea esta nueva presencia en el foso del teatro madrileño de Muti, que, haciendo un chiste fácil, ha demostrado una vez más que es capaz de mutar, de transformar todo aquello sobre lo que su batuta bienhechora se deposita; tal es el caso de esta ópera de Donizetti, estrenada en el Teatro de los Italianos de París el 3 de enero de 1843. En francés; aunque la obra se canta normalmente en el idioma de Dante, de acuerdo con la versión milanesa de 17 de abril del mismo año. El director ha sabido encontrar perfectamente el término medio entre lo bufo y lo sentimental, tal y como prescribía el compositor, que construyó una ópera cómica al viejo estilo del XVIII, pero tamizada y orientada hacia la sonrisa discreta, las tiernas y poéticas emociones surgidas al hilo de una vieja historia con moraleja, edificada sobre libreto de Giovanni Ruffini.
La construcción de Don Pasquale es en verdad modélica por su finura musical y por su leve aire bufo, nada realmente caricaturesco, por su clara armonía y fácil y fresca melodía; por sus proporciones, por la ligereza casi rossiniana de muchos pasajes. Esta composición marca una síntesis, un sincretismo, entre las tradiciones cómicas napolitanas y las emociones surgidas en el teatro del XIX. Lo aéreo, lo liviano incluso, combinado con los planteamientos más dramáticos de la era romántica. En palabras de Rodolfo Celletti, esta ópera “es la eficacia con la cual el lirismo y la melancolía se contraponen a la sonrisa maliciosa o incluso a la sincera carcajada”. Todo envuelto en la discreta y lejanamente crítica atmósfera propia de una comedia de costumbres
El discurso musical fluye animado, ondulante, expresivo, sin recitativos secco; todo está asentado en la orquesta, ágil, cambiante y refinada. Las formas pretéritas son a veces muy modificadas en busca de nuevos esquemas. Como en el dúo Don Pasquale-Malatesta del acto I, de trazo continuo y con distintas secciones enlazadas. Solamente hay, en puridad, dos arias tradicionales: la cavatina se Norina que nos la presenta como una Rossina más madura, y la de Ernesto. Lo demás es cosecha donizettiana. Y hay cosas que nos llevan a Verdi, como el uso de períodos disímiles para los personajes de un dúo, que siguen una música y un compás diferente; como el del acto III entre la joven “Sofronia” y el viejo conquistador, después de que ella haya abofeteado a su falso marido (E finita). Sobre una melodía en menor, Larghetto, 6/8, con frases separadas de tres en tres compases, Don Pasquale se lamenta patética y amargamente. Mientras, ella pasa a un consolador tono mayor, expresando para sí su conmiseración con el viejo. Un claro toque de humanidad subrayado por el juego armónico. Rasgos similares pueden hallarse en otros momentos clave, así el dúo Don Pasquale-Ernesto (Sogno soave e casto).
En la representación del día 13 de mayo todos estos factores brillaron en su justo término y también se consiguió que la vocalidad romántica ligera, espirituosa, aérea y espumosa quedara plasmada a pesar de las limitaciones del reparto. Quizá la principal fuera la falta de caracterización de Nicola Alaimo, un Pasquale demasiado tierno de 35 años. Está bien que el protagonista de la obra no sea un carcamal, un basso buffo cargado de años y en declive, excesivo en la gesticulación, pobre en el canto y rico en la declamación, como en su tiempo los valetudinarios y exagerados Badioli, Montarsolo o Dara. Pero ni tanto ni tan calvo. Por otra parte, este joven cantante, emparentado con Simone Alaimo, es más barítono que bajo y posee un timbre grato, pero opaco, anda falto de gracia, de elocuencia en el fraseo, de impulso cómico, bien que en lo musical sea respetuoso y no haga cosas feas.
Eleonora Buratto, que el año pasado se lució en I due Figaro, no mantuvo la misma altura en esta ocasión. La voz, de lírico-ligera de buen cuerpo, es fresca, homogénea, timbrada, canta con ajustada expresión y es una actriz convincente, pero algún agudo –en la versión sin postizos fuegos de artificio que se nos sirvió- le quedó estridente o calante y la coloratura, más que aceptable, no es perfecta. Pero su desempeño fue más que notable. En mayor medida que el del tenor Dmitry Korchak, un lírico-ligero con un toque de gola, agudo problemático y legato aproximado. En todo caso, hay que aplaudir algunos pianos afalsetados de buena factura y la línea con la que expuso Com’è gentil. Se acomodó con cierta facilidad al elevado dúo Tornami a dir che m’ami. Verboso y diligente el barítono Alessandro Luongo. Con Alaimo diseñó un buen silabeo en el vertiginoso y rossiniano dúo Aspetta, aspetta. Tiene buen material lírico, un tanto tremolante y aún por hacer en buena medida. Flojo y desentonado el Notario de Davide Luciano.
Muy buena prestación del coro Intermezzo, adaptado a las órdenes imperativas pero flexibles de Muti. En su número estelar, el contrastado Che interminabile andirivieni!, consiguió admirables pasajes en pianísimo. Empaste y afinación. No se logran siempre. En la misma línea estuvo la Orquesta Giovanile Luigi Cherubini, que se conoce el gesto del director de memoria. No es un conjunto brillante y posee una sonoridad algo apagada, pero es compacto, sólido, ágil y maleable; y canta. Y para impulsar ese canto y lograr una singular ósmosis con las voces estaba Muti, que, nada más empezar, en el rápido diseño de los tres precisos y fulgurantes acordes iniciales de la sinfonia –la mejor obertura del autor-, y en la exposición fluyente de los motivos que animan la construcción de la ópera, ya dejó claro por dónde iban a ir los tiros. Sutileza, ataques justos, un entendimiento magnífico del tempo, naturalidad de la acentuación y del fraseo, viveza en los cambios de atmósfera y empleo espléndido del rubato. Lirismo de altura. Nada parecía dejado al azar; todo atado pero con sensación de espontaneidad y de frescura. La magnánima sonrisa de Donizetti resplandeció en todo momento en una primorosa lectura a la acuarela. Concertación sin fisuras y calidez, humanismo e italianità.
En este paisaje musical no desentonó la poco ambiciosa pero digna puesta en escena de Andrea De Rosa, que recrea la época del compositor desde un decorado único: el salón de la casa del protagonista en torno al cual se desarrolla a veces la acción, con espacios dejados a la imaginación del espectador. Hay un apunte de commedia dell’arte en ese juego bocacciano de travestimenti que tiene lugar alrededor, con figurantes –el viejo criado- y cantantes, que se despojan de su disfraz cuando se sitúan “fuera de foco”. Una obra, sencilla, mozartiana en algún aspecto, transparente como ésta tampoco necesita mucho más. Y, en todo caso, la visión de don Riccardo suple cualquier carencia. Arturo Reverter
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