La tremenda despedida de Rahbari en Málaga
La ley del silencio
MANUEL DEL CAMPO/ DIARIO SUR 2004-06-27
CONCIERTO
Intérpretes: Orquesta Filarmónica de Málaga y Mara Zampieri (soprano).
Dirección: Alexander Rahbari.
Lugar: Teatro Cervantes.
Fecha: 25 y 26 de junio.
POR supuesto no vamos a hacerle caso a lo que Alexander Rahbari quiso imponernos, pues dijo públicamente sobre la escena del Cervantes al terminar su actuación de anteanoche, citando al crítico del diario SUR -esta vez objeto de su incontinencia verbal- que no escribiera de este su último concierto en Málaga. A lo largo de su etapa de director al frente de la OFM, lo bueno que hizo lo hemos elogiado y lo menos bueno, que de ello también hubo, lo ‘dulcificamos’, todo a nuestro modesto entender. Valga esto como adiós sin rencor. Con ironía -amargura en el fondo al no conseguir lo que por último ambicionaba- se ha despedido de una forma insólita: pidiendo silencio a quienes con honestidad y en cumplimiento de su obligación enjuiciaron su paso por Málaga en lo artístico. Que la suerte le acompañe lejos de aquí.
Lo mejor del programa, el wagneriano ‘Idilio de Sigfrido’ -excelentes los solistas de cuerda y el trompa- como exageradas de percusiones las tres oberturas de Verdi escuchadas (la de ‘Vísperas sicilianas’ con final entrada en falso de trompeta). La soprano Mara Zampieri conserva una bella voz y potentes agudos, sostenidos, que entusiasmaron -también la orquesta hacía lo posible por taparlos- si bien con notables carencias en el registro grave más ostensibles en Wagner. Aplaudidísima por el público, Zampieri concedió dos bises de Puccini. Rahbari se esforzó a lo largo de todo el concierto en brindar su mejor colaboración a la soprano italiana.
Rahbari: mordaza y final. LA OPINIÓN DE MÁLAGA. Francisco Martínez González.
Hubiéramos querido, de verdad, que la despedida se deslizara suave, acaso cordial, con sencilla corrección al menos, no exenta de su ápice de elegancia; que el maestro ejecutara su postrer concierto en Málaga -postrimerías absolutas, por él mismo dictaminadas al declarar en las páginas de este diario que jamás volverá a dirigir por estos lares- con ánimo sereno, cabeza despejada, corazón a salvo de las negras aguas de la ira, pero no pudo ser. Genio y figura se impusieron, y acompañaron poco y mal las circunstancias.
El contenido no era inane: oberturas y arias de Verdi, el wagneriano `Idilio de Sigfrido´, dos de los `Wesendonklieder´ y el `Preludio y Muerte de amor de Isolda´. Una tal combinación puede derivar en delirios de exquisitez y hondo patetismo, sin duda, pero fía casi todo al impacto del solista. Mara Zampieri no estuvo bien. Posee aún un registro agudo noble, de soprano dramática erigida sobre el abismo de lo trágico, pero su `manera´ evidencia la implacable incuria del tiempo: registro medio y grave casi totalmente devastado, innúmeras dificultades para modular la emisión, que cuando baja de un umbral mínimo de intensidad pierde del todo color, redondez y tono. La decepción fue más patente en Wagner. Disonaba la técnica plagada de subterfugios para maquillar lagunas desgraciadamente clamorosas. En los `Wesendonklieder´ apenas lograba sobreponerse a una orquesta mal contenida por el director, y en el fragmento del `Tristán´ la declamación alternaba fraudulentamente con el canto en los momentos de mayor zozobra. Claro que la responsabilidad de tal desdicha no puede imputarse sólo a la otrora gran soprano paduana. El maestro Rahbari fue reo de grosera chillería: su constitutiva incapacidad para remontarse a las fuentes del sentido toma forma de ruidosa delectación en los aspectos más superficiales de la partitura. Consiguió que Verdi sonara a banda de pueblo, y en el `Tristán´ persiguió la intensidad a costa del expediente rutinario del `accelerando´ continuo, hinchado culturismo sinfónico, sin que le arredrasen la dificultad del ritmo respiratorio de Zampieri ni la irremediable fatiga visual del respetable.
Rahbari. Sí. Rahbari se va. Con él desaparece una manera de entender la dirección, la relación con los músicos y con el público que podríamos calificar de `furiosa´. Cuando su desigual trayectoria artística empezó a suscitar la réplica, quiso hacerse respetar por decreto. Su vocación autocrática salió a la luz la noche del viernes, la última ante los abonados de la Filarmónica. Dejó caer la máscara y se creció hasta la altura de un despotismo que creíamos muerto y enterrado. Tras los bises se dirigió al público y pidió “a los señores críticos” que, por favor, no escribieran sobre el concierto de marras: la aterradora tentación de la mordaza.
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