Un vodevil metafísico, donde la trama clásica de un cambio de parejas no sólo despega hacia los dilemas de la moral, con la fidelidad como tema de discusión, sino que se zambulle en los enigmas de la psicología, para alertar sobre la futilidad de poner límites a lo que somos. Y somos, como Fiordiligi y Dorabella, huesos, carne y piel, según Don Alfonso recuerda a los enamorados empeñados en observar a sus novias como diosas por encima de cualquier tentación terrenal. El cuerpo manifiesta sus deseos con urgencia caprichosa, volcado en la literalidad del momento presente. Y aquí se cuela la metafísica, pues si todo se revuelve en el inasible ahora, el compromiso del pasado que supuestamente garantizará el futuro no es más que un puro fiasco.
Mozart retrata el instante con una atención preocupada. Hurga en el interior de cada personaje con su conocida mezcla de dolor, comprensión y una tensa ternura que no quiere olvidar la alegría. Aquí no se demuestra nada, porque desde el principio sabemos que, efectivamente, así son todas ellas, del mismo modo que de idéntica materia son todos ellos. No tardan en cambiar de enamorado, igual que, bajo la decepción masculina, proclamada con cierta hipocresía, se esconde, aunque no lo digan, el gusto de una aventura inesperada. La música es reflexiva, festiva, melancólica y volcada a la introspección como en ninguna otra partitura del compositor.
Michael Haneke parte de una síntesis audaz, fruto de una lúcida visión de la obra, al combinar el ambiente dieciochesco con la época actual; algo así como favorecer una cohabitación entre La doble inconstancia de Marivaux y un episodio televisivo de Sexo en Nueva York. A partir de ahí, realiza una minuciosa y matizada dirección de actores, con la meticulosidad que exigiría un drama de Tennessee Williams o una comedia ácida de Noel Coward; dentro de un respeto a las convenciones que suelen repetirse en montajes más tradicionales, como es el decorado que suma salón y terraza con arconada, o la casi obligatoria presentación de Despina como un payaso.
El resultado escénico es el rico retrato de un sexteto de criaturas que se debaten con sus dudas y apetencias, culpas y frivolidades, a través de un peligroso juego de sociedad que aquí niega una reconciliación final; el tópico dieciochesco ya no es verosímil en un contexto quizá más libre, desde luego muy desinhibido, pero también hipócrita y, en consecuencia, cruel.
Es lamentable que el dúctil y rico entramado teatral no haya servido de encarnadura a una interpretación musical y vocal acorde con propuesta tan sugestiva. Se llega a pensar que se ha trabajado sobre el libreto de Lorenzo da Ponte, relegando a Mozart a un papel inesperadamente secundario. Hasta el punto que la lírica parece actuar como un lastre, o casi.
Sylvain Cambreling ofrece una lectura inerte, de una obcecada superficialidad, sin asomarse a las luces ni a la sangre de una música, que si es verdad que no es fácil dar con el tono justo, ofrece tal riqueza que es delito recorrerla con tal desgana. Y el reparto actúa bajo minimos. Actores competentes que habrían necesitado una complementaria dirección musical. Lástima. Álvaro del Amo
EL PAÍS
Un espectáculo sobrio y lúcido
El azar, la necesidad y una extraña coherencia escénica han coincidido en la nueva producción de Così fan tutte que presentó este sábado elTeatro Real. El azar viene de la elección de Michael Haneke como director teatral, justo en un momento de reconocimiento artístico en varios frentes gracias a su película Amor. La necesidad de un éxito por todo lo alto flotaba en el ambiente en torno al Real. Se esperaba gracias a la expectación que había generado este espectáculo, como lo prueba la multitudinaria asistencia con sobradas muestras de admiración que provocó esta semana la concesión de la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes al director. La coherencia escénica era una incógnita dada la falta de información sobre el montaje que Haneke había impuesto, algo muy diferente a la otra ópera de Mozart que había dirigido en 2006 en París, Don Giovanni, donde hizo una descripción detallada de las características de cada personaje en su tratamiento teatral. En esta ocasión pidió que el propio espectador se enfrentase sin explicaciones previas a lo que veía en escena. El resultado ha sido realmente estimulante.
Obvio es recordar que el ideal de ópera en el siglo XXI –y en los demás- supone la conjunción de valores vocales, instrumentales y teatrales. En este Così fan tutte es evidente que el protagonismo principal ha correspondido a Haneke, lo cual no ha supuesto un abandono de los valores más específicamente musicales. Al contrario. Todo ha funcionado con un gran nivel de integración, algo nada fácil de conseguir en una ópera tan compleja como ésta. De entrada Haneke, tanto en el cine como en sus incursiones en la ópera, otorga una importancia fundamental a la dirección de actores. En ese sentido su trabajo en Così ha sido excepcional. Es clave lo que se dice -de ahí la atención primordial a los recitativos que desemboca inevitablemente en una lentitud del desarrollo que contagia a la orquesta-, pero también el gesto, el movimiento y la creación de atmósferas gracias a la iluminación. El sello cinematográfico Haneke se nota en eso, y también en la existencia de un sentimiento trágico y conceptual de los valores morales, saltándose las coordenadas realistas al pie de la letra.
El personaje de Despina, pongamos por caso, deja de ser una criada ingenua y pícara, como normalmente se representa, para convertirse en una joven que se las sabe todas, con un sentido del humor en segundo plano. La vitalidad de los personajes de esta comedia perversa queda marcada por unos pasos de baile y poco más. Lo que queda claro es la condición humana y la fragilidad de los sentimientos. Hay un factor que posee un mérito especial: la fidelidad absoluta a Mozart desde una sobriedad sabia. Y un peligro, sobre todo en la primera parte: la dosificación de las emociones por un control exhaustivo del ritmo escénico, que puede llevar a una sensación de distanciamiento por momentos.
En cualquier caso el trabajo es de una gran coherencia, en su combinación de los siglos XVIII y XXI desde el vestuario, en la implicación social gracias al papel del coro y en la capacidad como actores de los cantantes. Puede ser que algunas arias o conjuntos pasen más desapercibidos de los deseable pero, en cualquier caso, el equipo vocal es compacto y la orquesta se mueve con pericia y sensibilidad con el tratamiento de tempo elegido. Recuerda, por su compromiso de profundidad humanista en las relaciones entre los personajes, Haneke más a Strehler, e incluso a Chéreau, que a otros directores de cine que han afrontado esta obra como el iraní Abbas Kiarostami. La velada transcurrió, en líneas generales, a un buen nivel musical. Sin voces superlativas, pero con cantantes-actores que transmitían la complejidad intelectual de los sentimientos.
Con todos estos valores puestos en juego el gran triunfador de la noche no fue Haneke sino Mozart, algo que debe satisfacer plenamente al director muniqués nacionalizado austriaco. La música de Mozart dio alas al drama teatral, llegando donde solamente la música puede llegar. En ese aspecto de integración teatral-textual-filosófico-conceptual-plástico-musical la representación de Così fan tutte tuvo un gran poder de seducción. Y eso se debe a Haneke más que a nadie. Por saber dejar a un lado la aspiración a una versión personal, como en Don Giovanni, y poner toda su inteligencia al servicio de la música de Mozart más que a su exhibición personal. En los días previos él mismo decía que una ópera de Mozart siempre lleva al fracaso en una medida u otra. Su diseño escénico ha permitido acercarse a Così fan tutte con una sensibilidad de nuestros días, pero no ha cerrado el campo ni mucho menos. Al contrario. Ha subrayado que Mozart sigue siendo nuestro contemporáneo. J.A. Vela del Campo
ABC
24/02/2013
“Cosi fan tutte”, amigos y amantes todos a una
Tras días de silencio y misterio, el sábado quedó al descubierto la nueva producción de «Così fan tutte» firmada por Michael Haneke. Se estrenó en el Teatro Real con el director ausente, obligado a asistir a la ceremonia de entrega de los Oscar en Hollywood, aunque con el trabajo terminado, pendiente sólo de «la aprobación y el disgusto» de los espectadores. Quizá alguno pudiera encontrar cierta ironía en estas palabras aunque nada más lejos de la realidad.
Si algo ha demostrado Haneke durante su estancia madrileña es que sus afirmaciones siempre son sinceras y que calla cuando algo no quiere que se sepa. Nada explicó sobre lo que pensaba hacer con la ópera deLorenzo Da Ponte y Wofgang Amadé(us) Mozart y apenas nada ha trascendido más allá de la exhaustividad con la que se ha entregado al trabajado.
Haneke no se anda con indirectas, va al grano y su «Così» lo demuestra con un final en el que todos los personajes acaban discutiendo. No está la actualidad para moralinas dieciochescas ni falsas verdades por mucho que los seis protagonistas cierren el enredo cantando «afortunado aquel que todo lo toma en el mejor sentido y en cualquier cosa que le afecte se deja guiar por el buen tino».
Lo lógico y lo razonable es poner fin a la obra tal y como lo hace Haneke pues esa es la verdad a la que ha de conducir una trama donde los amantes se entrecruzan con abyecta intención y en la que, por otra parte, el director ha escarbado con fidelidad a la esencia y voluntad de espectáculo global, haciendo que cualquier elemento tenga sentido por sí mismo y en relación con el resto.
No puede ser casual que Haneke eligiera este título, de estructura circular y simétrica, tras hurgar las tripas de «Don Giovanni» en su primera incursión operística, ni que haya dedicado agotadoras sesiones para seleccionar un reparto que fuera capaz de proporcionar coherencia teatral y musical. Y en verdad que lo primero está conseguido con creces a través de una propuesta diáfana donde los personajes se dibujan impecablemente y todo tiene un porqué, en la intención y en la realización, donde nada es accesorio y cualquier detalle trasciende con una fuerza visual formidable.
Pocas son las ocasiones en las que la carpintería teatral tiene tan exacta correspondencia con el fin y escasas las oportunidades en las que una puesta en escena se atiene de una forma tan exacta a la sustancia, aquí recolocada en el presente, en un villa dieciochesca donde a lo largo de un día se confunde el juego y lo real.
Los detalles son múltiples pero importa la naturalidad del gesto que humaniza el arquetipo, el trabajo muy acabado del movimiento escénico, la calidad del vestuario y la iluminación, y, sobre todo, la manera en la que se paladea el movimiento, lo que se dice y cómo se manifiesta.
En este punto es donde Haneke alcanza un límite que no todos los participantes siguen con la misma altura de miras. Se echa de menos otra musicalidad capaz sostener un recitativo que se pliega tan exageradamente al texto, del mismo modo que sería de agradecer otro espíritu muy distinto al que imprime el director musicalSylvain Cambreling cuyos refinamientos sonoros y estilísticos acaban siendo una anécdota al lado de una continuidad lánguida, escasa de contraste expresivo e, incluso, exasperante, como sucede en el final del primer acto. Es encomiable la seguridad con la que la orquesta titular del teatro sigue al maestro.
A partir de ahí no es extraño que el reparto quede alicaído y que los cinco jóvenes seleccionados para la ocasión no pasen de ofrecer una realización musical correcta, en paralelo a la más veterana actuación del Don Alfonso de William Shimell. Le sucede a las mujeres, particularmente a Kerstin Avemo cuya Despina tiene una proyección muy limitada, pero también a Annet Fritsch y Paola Gardina, que cantan sus arias de manera tan correcta como insustancial.
Puede apreciarse otra presencia en el tenor Juan Franciso Gatellcuya «Aura amorosa» tiene el mérito de algunas frases de largo y buen trazo y, particularmente, en el barítono Andreas Wolf, el más aguerrido. Bien es cierto que estas apreciaciones tienen algo de injusto, pues se deben a un total dominado por la alargada sombra de Haneke: inspiradora de lo regular y de lo muy bueno. Alberto Gonzalez Lapuente
LA RAZÓN
Mozart se alcoholiza
Para el Teatro Real ha sido una suerte que mañana tenga lugar la ceremonia de los Oscar y que Michael Haneke sea candidato a 5 estatuillas con su «Amor». No puede haber ni mayor ni mejor promoción para una nueva producción de una ópera del mismo director que ésta se estrene un día antes. Estamos ante el segundo trabajo en ópera del muniqués, que es además su segundo Mozart tras un polémico pero referencial «Don Giovanni» parisino. Tanto efecto mediático ha oscurecido hasta al mismo Mozart, autor de una ópera poco comprendida en el siglo XIX y quizá hasta sobrevalorada en el XXI. Ni a Beethoven ni a Wagner les convenció y algo sabrían de esto. Tampoco a grandes cantantes de nuestra época, como Alfredo Kraus o Ruggero Raimondi. El primero la grabó con Böhm, pero nunca le gustó y el segundo la ha interpretado con Levine, Harding y, más recientemente, Abbado.
Espero que no se enfade por desvelar que considera que Don Alfonso es el papel más aburrido que ha cantado. Y es que «Così fan tutte» plantea muchos problemas que nacen de lo que es a la vez virtud y defecto: su ambigüedad. El estudioso mozartiano Remy Stricker opinaba que, sobre el papel, existían tres tipos de enfoques poco conciliables entre sí, pero que a la postre no funcionaban si esto no se lograba. El permanente juego al equívoco de la ópera es además absurdo. ¿Cómo no van a reconocer las dos hermanas a sus amados disfrazados una hora después de verlos? De ahí que Haneke prescinda de disfraces tras la primera aparición de los dobles. El equívoco va más allá, hasta el punto de que la música refleja muchas veces sentimientos diferentes a lo que acaecen en la escena. Hay quien, como Francoise Vieuille, ha visto en «Così» un juego de falsas simetrías en el que es clave el contraste entre los números pares e impares. «Così» ha de ser seria y a la vez divertida y, sobre todo, ha de superar la sensación de sucesión continua de recitativos y arias. Haneke lo intenta a base de tomar tragos entre unos y otros, emborrachando a Guglielmo. Estamos en un palacio del XVIII y Don Alfonso y Despina, aquí algo más que «sabio» y criada, parecen querer vengar en los superficiales jóvenes el posible hastío de sus vidas. Hay un intento por parte de Haneke de querer contarnos algo más de la interioridad de los personajes en una visión eminentemente misógina, que se centra en la crudeza y prescinde de comicidades no obligadas. Sólo falta que, al final, los dos hombres prescindan de sus amantes infieles y se líen entre sí. Seguro que a alguien se le ocurrirá.
Ha trabajado mucho, casi dos meses entre castings y ensayos, con un detallismo cinematográfico minuciosísimo. Tanto que le resta frescura. Decía Franco Corelli que había que estudiar y estudiar los papeles, que no podía dejarse nada a la improvisación, pero que a la hora de cantarlos había que transmitir espontaneidad. Es lo que falta a la nueva producción del Real, elegante y refinada, combinando vestuario de época y actual en búsqueda de la universalidad de la historia y también de más ambigüedad. Los tempos pausados de Sylvain Cambreling y su descafeinada lectura no ayudan a contrarrestar el problema anterior.
Mortier y Haneke han buscado un reparto joven «verosímil», seleccionando cinco de los seis protagonistas –el Don Alfonso de Shimell estaba fijo– entre 150 candidatos. Fiordiligi ha de afrontar enormes cambios de tesitura, basten los ejemplos del «Como scoglio», con un agudo Do5 y un La grave más propio de casi una contralto que de una soprano, o del «Per pietá», escrita centralmente aún más abajo. ¡Qué decir de Ferrando! Frecuentemente parece escrito para un tenor casi abaritonado –«Tradito, schernito»– que, en cambio, ha de cantar en otras ocasiones –«Un’ aura amorosa»– de forma elegiaca. Ninguno de los intérpretes es una «bomba», pero solventan sus papeletas muy convincentemente. El veterano William Shimell sabe lo que se trae entre manos como Don Alfonso con la expresión justa en los recitativos, pero la edad se nota.
Queda al acabar una sensación entre placentera y amarga –por otro lado como es el propio «Così»– porque la representación no acaba de sobrevolar momentáneos sopores, pero cómo no aplaudir y vitorear durante cinco minutos a un posible ganador de Oscar si además lo que presenta tiene cabeza y elegancia, por más que no alcance la inolvidable producción salzburguesa de Hampe. No puedo dejar de comentar la reciente afirmación de Mortier, para quien España no conoce a Mozart. ¿Nadie le ha informado que llevamos décadas de festivales a él dedicados? La misma «Così» se ofreció en el Real en 2001 con producción propia de Flotats, aún no repuesta, y en la Zarzuela en 1987 y 1995. Allí, por cierto, las entradas para los repartos como el presente iban a mitad de precio. Gonzalo Alonso
Carta de Haneke a los espectadores
«Crucen los dedos»
Queridos asistentes al estreno, me veo obligado a emplear este inhabitual medio de la hoja volandera para disculparme ante ustedes:
Como tal vez alguno de ustedes haya leído en la prensa, mañana, 24 de febrero, se celebra la entrega de los Oscar en Los Ángeles. Tengo el honor de haber sido nominado para ellos en cinco categorías, y por ello no puedo dejar de asistir a este evento tan importante para los creadores cinematográficos. De ahí que deba volar inmediatamente después del ensayo general a Los Ángeles. Cuando se decidió la fecha para el estreno de Così fan tutte, no se preveían estas nominaciones. Por ello espero contar con su comprensión por no poder estar presente en el estreno y recibir personalmente sus manifestaciones de aprobación o disgusto. Les deseo una velada excitante. Si les gusta, crucen los dedos por mí para los Oscar. ¡Si no les gusta, les ruego que lo hagan igual! Con un cordial saludo, Michael Haneke Madrid, 23 de febrero de 2013
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