Las críticas a Cyrano
DIVISMO A ULTRANZA
Canarias 7, 11 mayo
No cabe duda de que si esta ópera se representa hoy en escena es gracias al impulso de dos tenores como Roberto Alagna y Plácido Domingo, que siguen la costumbre de otros grandes, buscando aquellas obras en las que sus condiciones puedan brillar de forma más directa. La partitura es fronteriza, de un eclecticismo reconocible y da pie al lucimiento de un tenor lírico ancho o un lírico spinto, espina dorsal de una narración envuelta en una poesía epidérmica pero resultona y en la que interviene desde el principio con galanura. El dúo del segundo acto o la evocación de la Gascuña del tercero y, en fin, la elegante muerte del cuarto son páginas muy bien tratadas por el compositor y que dan ocasión al cantante a exhibirse.
El chileno Ramón Vinay (La Scala, 1954), el americano Williams Johns (Turín, 1975) y el vienés Roman Sadnik (Kiel, 2002) habían sido ya pioneros de la exhumación. ¿Valía la pena recuperar un título que dista de ser magistral y que no aporta realmente nada nuevo al género? Porque, en efecto, aunque la partitura de Alfano posee instantes líricos muy meritorios y hasta inspirados dentro de un lenguaje que ya estaba un tanto periclitado para su época, heredero de la tradición romántica italiana combinado con rasgos de un fluyente impresionismo y ciertos toques que nos aproximan a Strauss o Wagner, es muy endeble de construcción, con un libreto, de Henri Cain, lleno de tópicos y de incongruencias varias. Sobre él la fácil pluma de Alfano se empeñó en realizar una imposible síntesis de las distintas corrientes estéticas que cruzaban la Europa del primer cuarto del siglo pasado sobre el drama, no exento de sustancia, del marsellés Edmond Rostand, de tan estrepitoso y duradero éxito en el París de finales del XIX.
El compositor napolitano, que se había trasladado a la ciudad del Sena en 1899, pudo ver una representación y quedó prendado de la historia y de la interpretación que de la parte principal hacía el actor Benoit Constant Coquelin. Pero la llama que alumbraría el deseo de poner música al drama no se encendería hasta mucho tiempo más tarde, pues antes el músico puso sus ojos en la novela Resurrección de Tolstoi, que había conocido una adaptación teatral de Bataille. Risurrezione es obra capital de 1904 y superior en muchos puntos a la que hoy tratamos, que se estrenó en Roma el 22 de mayo de 1936. Alfano, que fue autor también de música de cámara, instrumental y sinfónica, compuso otras óperas como Il principe Zilah (1909), L’Ombra de Don Giovanni (1914), rehecha más tarde con el título de Don Juan de Mañara, La leggenda di Sakuntala (1921), Madonna Imperia (1927) o L’ultimo Lord (1930).
La producción que presenta el Teatro Real proviene del Châtelet de París y viene firmada por Petrika Ionesco, que asume también la escenografía y la iluminación. Es aparatosa, edificada a base de anticuados decorados corpóreos, lejos de cualquier veleidad poética y llena de todo tipo de cachivaches y adminículos entorpecedores. En varias escenas hubo, al menos en el estreno de 10 de mayo, un considerable follón, no poco desorden y atropello por acumulación. No fue de recibo la puesta en escena, teóricamente nimbada de lirismo encendido, de final del segundo acto, la del ardoroso dúo de amor. Resultó fría e inane, con un decorado de función de aficionados y con una iluminación nefasta, que hace menos creíble todavía lo que se ventila en escena: Cyrano se hace pasar por Christian para, con su verbo inflamado, conquistar por completo el corazón de Roxane. Fue bastante risible la conclusión del tercer acto, con la llegada de los españoles y su bandera al viento, en la que los gascones caían como moscas, apelotonados sin que hubieran sonado, mucho antes, más que unos cuantos disparos..
La dirección musical, a cargo de Pedro Halffter, frecuentemente afortunado en partituras fronterizas de este tipo, tuvo nervio y sensibilidad, reguló bien las dinámicas y mimó especialmente a Domingo. Mantuvo la energía epidérmica que piden tantos pasajes de masas y anduvo fino en el delicado cierre, aunque no evitó ostensibles desigualdades o ciertos confusionismos; y tampoco pudo impedir, lógicamente, la pérdida de brillo y tensión a causa de las frecuentes transposiciones, que hace que todo suene más mortecino. La partitura se baja de tono, al menos uno, de vez en cuando para que Domingo pueda cantar con mayor comodidad; algo evidentemente criticable, ya que en estos casos lo mejor es no cantar si no se tiene ya la tesitura completa; pero así son las cosas. Una costumbre adoptada desde hace años por el tenor en ésta y otras obras más de repertorio. Pero ya se sabe que a él se le consiente todo. Aunque, en sí, transponer, tampoco sea tan grave y se haya hecho desde tiempos inmemoriales, incluso cuando el diapasón estaba un tono más bajo.
Hemos de hablar, por supuesto, partiendo de estas premisas, de la prestación de nuestro tenor. Vaya por delante que, como de costumbre, ha cosechado en el Real un buen triunfo en una representación que además se televisaba para pantallas cinematográficas de distintos países. No hay duda que el cantante se trabaja lo indecible el papel del narigudo, en una constante y nerviosa actividad, que demuestra sus grandes condiciones físicas, con movimientos más lentos que hace unos años. Su presencia imanta, como de costumbre, todo lo que se mueve a su alrededor; y se mueven muchas cosas. Algo distinto es el canto puro y duro. La partitura no es fácil y exige del protagonista, aparte ese esfuerzo físico, plena actividad vocal, énfasis singular para las frases líricas a flor de labio y valentía y franquía en la zona alta. Domingo, que anda por los 71 y pese a lo asombroso de su estado, no está ya para estos trotes.
Los cortes y transposiciones lo certifican; como los trucos de emisión. Lo mejor fue la muerte, muy sentida, con esa expresividad a flor de piel que caracteriza el por lo general canto primario del tenor, que llegó al final casi sin resuello. Todavía, en algún sol o la bemol agudo, el timbre suena limpio y penetrante, sin el acostumbrado engolamiento. Pero normalmente el instrumento está agotado, opaco, leñoso y oscila acusadamente. El legato se ha perdido por escasez de fiato y el fraseo, teniendo en cuenta que, además, el artista no ha sido nunca un gran fraseggiatore, es monocorde y plano, con pasajeras exclamaciones y finales de periodo esforzados, lo que se pudo apreciar ya en la Balada del duelo. La voz no es tan redonda en el centro y oscila peligrosamente. En fin, al menos se le ha podido escuchar, con todos los problemas, en una parte tenoril y no en una de barítono, aventura que, con toda la naturalidad, suele abordar, con éxito muy discutible, cada vez con mayor frecuencia aprovechándose de que el público es habitualmente consentidor. Nosotros creemos que no debería dilatar ya más su carrera como cantante. Pero es una opinión al parecer no compartida.
Las transposiciones afectaron en algún caso a Ainhoa Arteta, acreedora de un merecido éxito. A la voz le falta un poco de cuerpo para dar con el dramatismo y enfrentarse al orquestón que prepara el compositor, con piano incluido. Dijo bien las frases más líricas y se mostró decidida y arrostrada en la zona alta, con agudos valientes, aunque aquejados de cierta estridencia y excesiva vibración. Como Domingo, no pareció saberse del todo su parte. Había apuntador y los sobretítulos y títulos laterales, que ellos miraban con frecuencia, estaban en español y en francés, no en el inglés habitual. Michael Fabiano fue un Christian bastante soso, con emisión irregular, no bien asentada, aunque con medios suficientes para encarnar al (falso) amor de Roxane. Ángel Ódena, un poco ahogado en la zona inferior, compuso un excelente De Guiche, lo mismo que Christian Helmer defendió con soltura y timbre penumbroso su Le Bret. El extenso reparto –hasta catorce personajes- tuvo sus lógicas desigualdades, pero el nivel fue decoroso. Digamos por último que el coro estuvo recio, compacto, viril y rotundo, muy bravo en esa escritura más bien estentórea de Alfano, y que la orquesta cumplió con creces, con maleabilidad y escasos desajustes. Arturo Reverter
DEFENSA DE LO INSUSTANCIAL
La Razón, 11 mayo
Alfano: “Cyrano de Bergerac”. Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Ángel Ódena, Michael Fabiano, Doris Lamprecht, Franco Pomponi, Laurent Alvaro, Christian Helmer y otros. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Pedro Halffter. Director de escena, escenógrafo e iluminador: Petrika Ionesco. Coproducción Real-Châtelet de París. Teatro Real. 10-5-2012.
No cabe duda de que si esta ópera se representa hoy en escena es gracias al impulso de dos tenores como Roberto Alagna y Plácido Domingo, que ven en ella una plataforma de lucimiento. ¿Vale la pena exhumar una obra olvidada durante años y no precisamente maestra? La partitura es fronteriza, de un eclecticismo reconocible y da pie al lucimiento de un tenor lírico ancho o un lírico spinto, espina dorsal de una narración inundada de una poesía a veces superficial pero resultona. El dúo del segundo acto o la evocación de la Gascuña del tercero y, en fin, la elegante muerte del cuarto son páginas muy bien tratadas por el compositor y que dan ocasión al cantante a exhibirse. Los toques impresionistas, que bañan, por ejemplo, el comienzo del cuarto acto, aun miméticos, son eficaces.
Como de costumbre, Domingo, ahora en un papel propio de su cuerda, ha cosechado en el Real un gran triunfo, en parte justificado. No hay duda que el cantante se trabaja lo indecible el papel del narigudo, en una constante y nerviosa actividad, que demuestra sus grandes condiciones físicas, algo más lento de movimientos que hace unos años. Otra cosa es el canto puro y duro. La partitura no es fácil y exige del protagonista una plena actividad vocal, un énfasis singular para las frases líricas a flor de labio y una valentía y franquía en la zona alta que Domingo, hoy por hoy, teniendo en cuenta su edad, no está en condiciones de prestar. Como denotan algunos cortes y ostensibles bajadas de tono de ciertos pasajes. Lo mejor de su actuación fue la muerte, muy expresiva, pero ya con poco resuello. Todavía, en algún sol o la bemol agudo, el timbre suena limpio y penetrante, sin el acostumbrado engolamiento. En el centro la voz oscila peligrosamente, al tiempo que necesita respirar con más frecuencia.
Las escenas del primer acto, como la “Balada del duelo”, no tuvieron por ello la brillantez deseada; como tampoco la tuvo la orquesta, lógicamente más mortecina como consecuencia de las transposiciones, que en algún caso afectaron a Ainhoa Arteta, acreedora de un merecido éxito. A la voz le falta un poco de cuerpo para dar con el dramatismo y enfrentarse a un orquestón que incluye un piano. Se mostró decidida en la zona alta, con agudos valientes, aunque aquejados de cierta estridencia y excesiva vibración. Como Domingo, no pareció saberse del todo su parte: había apuntador y los sobretítulos y títulos laterales estaban en español y, curiosamente, en francés. Michael Fabiano fue un Christian bastante soso, con emisión irregular, no bien asentada, aunque con medios suficientes para encarnar al (falso) amor de Roxane. Ódena, un poco ahogado en la zona inferior, compuso un excelente De Guiche, lo mismo que Christian Helmer defendió con soltura y timbre penumbroso su Le Bret.
El extenso reparto –hasta catorce personajes- tuvo sus lógicas desigualdades, pero el nivel fue decoroso. Estupendo, viril, seguro y rotundo el coro; al igual que la orquesta, que sonó compacta, con el problema apuntado más arriba. Pedro Halffter, siempre afín a estas músicas fronterizas, reguló bien las dinámicas y mimó especialmente a Domingo. Mantuvo el nervio y la energía epidérmica que piden tantos pasajes de masas y anduvo fino en el delicado cierre. Todo se movió en una aparatosa puesta en escena de época, con decorados corpóreos, lejos de cualquier veleidad poética. En ciertos momentos el follón fue considerable. Nada defendible el anticuado decorado del dúo del balcón, con demasiada luz además, y bastante risible la resolución del final del tercer acto, con la llegada de los españoles y su bandera al viento. Arturo Reverter
El héroe y su (gran nariz)
El Mundo, 11,mayo
CYRANO DE BERGERAC’
Autor. Franco Altano,/ Director musical: Pedro Halttter. / Director de escena, escenógrafo e iluminador Petrlka Ionesco /Re-parto. Ainhoa Artera. Plácido Domingo y Michael Fabiano. / Escenario, Teatro Real. /Fecha: 10 de mayo
Calificación: •
Pedro Halffter imprime a la orquesta el dinamismo, la tensión y la melancolía de una partitura que en su peculiar ubicación temporal, merece conocerse como una ópera auténtica, empeñada en mantener las convenciones del género más tópicas, en el mejor sentido. El coro responde pletórico a la claridad de la batuta, dentro de una concepción escénica que, con un ligero toque de ironía, respeta la época y no se arredra a la hora de dar al cartón piedra lo que este requiere. La emoción y la empatía llegan a través de todo ello, como demostró un generoso éxito de público.
La obra de Edmund Rostand es un drama romántico que nació cuando el romanticismo, en 1897, casi había pasado a la Historia. Franco Alfano, en 1936, recuperaba la tradición de la ópera francesa decimonónica. Un doble anacronismo que se convierte en triple al fijarse en un personaje que vivió entre 1619 y 1655, escritor, político y soldado, un modelo remoto que poco se parecía al espadachín de Rostand y Alfano. El texto teatral se atreve a utilizar la cadencia elegante del verso alejandrino, pero el relámpago de la literatura se pierde ahogado por una música que depura el sentimentalismo de Massenet con el filtro de Debussy.
Plácido Domingo, uno de los esforzados defensores del personaje. arrancó algo turbio, para dar luego su enésima lección de entrega; fue un Cyrano despachado, sufriente y dignísimo, sin dejar de ser el cantante mítico que se diría ha inventado su propia tesitura. Verlo y oírle sigue siendo una buena noticia, como estupenda noticia es también el debut, inverosímilmente demorado, de Ainhoa Arteta, una Roxana de bella voz, la mujer que prefiere, aunque tarde en averiguarlo, la inteligencia y el ardor del artista feo y narigudo a la sosería del galán que sólo sabe repetir «te ama te amo». Álvaro del Amo
Plácido Domingo, imponente, desafía el paso del tiempo
El Mundo, 11 mayo
El tenor completa una actuación de altura en un anacrónico `Cyrano de Bergerac’
La carrera de Plácido Domingo se ha dilatado tanto como la nariz de Cyrano de Bergerac, pero no hace falta insistir en la edad del tenorisimo, 71 años, para interpretar en clave condescendiente ni gerontocrática los aplausos que anoche lo arroparon en el Teatro Real.
Se hubiera merecido un trato aún más deferente y entusiasta. Porque la voz penetraba como un cuchillo. Porque sujetaba Plácido el peso de la dramaturgia. Y porque el florete, la peluca y la agilidad de espadachín sobrentendían que Domingo se había convertido en un epígono de José Ferrer. Cyrano de referencia en el celuloide al que el cantante madrileño parece rendir un homenaje entre líneas.
Ésta y otras razones iconográficas explican que el ceremonial de anoche semejara un viaje en el túnel del tiempo. Fascinante porque la voz de Domingo se escuchaba fresca, homogénea, como si hubiera cumplido 50 años. Y frustrante a la vez porque el montaje de Petrika Ionesco podría haberse concebido hace tres o cuatro décadas en cualquier teatro de provincias de Rumania. Que es su patria de origen y también su trauma, a la vista de la convencionalidad con que el director de escena concibe Cyrano de Bergerac.
Tanto abusa del costumbrismo, de plagio cinematográfico, de la media luz y de la literalidad del libreto -el cuadro final es una cadena de embarazosas obviedades- que la opera en cuestión se desarrolla o podía hacerlo como una versión ideal para sordos.
Da la impresión, por momentos, de que la escenografía de cartón piedra podría desmoronarse en cualquier momento. Aunque el trasnochado aspecto ambiental se antoja tan deficiente como los descuidos en el trabajo de los actores. Especialmente en las escenas triangulares, es decir, cuando Christian seduce a Roxane con los ripios de Cyrano y cuando el propio joven cadete se desangra en el frente militar.
Es el preámbulo a la gran y sobrecogedora escena final. Que merece la pena por si sola gracias a la emoción y a la hondura con que Plácido Domingo agoniza con gallardía. De otro modo no se reconocerían lágrimas ni suspiros en la platea, ni se explicaría el desahogo compensatorio de los aplausos cuando el telón descendió como una guillotina.
Cyrano de Bergerac está escrito a su medida, un papel vocalmente central, provisto de pasajes declamatorios y de libertades interpretativas, sin olvidar el es-fuerzo atlético que requiere el montaje ni la afinidad verista que el compositor de la ópera, Franco Alfano, no puede -ni quiere-ocultar en los pasajes melódicos del desenlace.
Merece más suerte de la que ha tenido esta ópera de entreguerras (1936), víctima probable y desmedida de los prejuicios coyunturales a los que Plácido Domingo puso remedio desempolvándola de los archivos de la casa Ricordi.
El primer prejuicio o malentendido tiene que ver con que Allano fue constreñido a finalizar la Túrandot póstuma de Puccini. Insisto en lo de constreñido porque Arturo Toscanini, oficiante del estreno, degradó a Franco Allano a la categoría de amanuense sin considerar que el maestro napolitano, privado de libertades artísticas, pudiera pasar a la historia como un simple pastichero o un burdo compositor gregario.
El segundo prejuicio se relaciona con la ruptura estética que comportó la Segunda Guerra Mundial. La pericia melódica de Alfano sucumbió frente a la pujanza y el dogmatismo de las vanguardias, pero la escrupulosa e intensa versión de Pedro Halffter en el foso demostró anoche que el compositor napolitano, viajado, distinguido y cosmopolita, conocía la paleta cromática de la orquesta tan bien como el lenguaje progresista.
Fue aplaudido Halffter con razón y fue aplaudida merecidamente Ainhoa Arteta. Tenía que suplir la corpulenta voz de Sondra Radvanovsky, indispuesta a última hora y estrella de algunas de las funciones pendientes, pero hizo bien en atenerse a una versión lírica y elegante de Roxane sin impresionarse de Plácido Domingo, cuya síntesis biográfica y artística está escrita como un presagio en un pasaje del segundo acto de Cyrano de Bergerac: «Prefiero cantar, soñar. reír y ser libre». Ruben Amón
De bravura e hidalguía
CYRANO DE BERGERAC * * * *
ABC, 11 mayo
Autor: Franco Alfano. Int.: Ainhoa Arteta, Plácido Domingo, Michael Fabiano Angel ()dlena, Christian Helmer… Coro y Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección de escena Petrika Ionesco. Dirección musical: Pedro Halffter. Lugar: Teatro Real. Fecha:10-V
A estas alturas, resulta tedioso insistir en las virtudes que arropan a Plácido Domingo, tan plural en sus varias inclinaciones profesionales como diverso en el ejercicio de cada una de ellas. Inquieto, ambicioso… y universal. Pero conviene recordarlo, puestos a aclarar que nada de ello habría sido posible sin lo conseguido sobre los pocos metros cuadrados de un escenario observado, en el día a día, por un puñado de espectadores que juzgan y deciden. Hay algo de temerario en esa obsesión por seguir pisando las tablas para someterse al examen. Siempre lo es más aún cuando parece que todo está conseguido.
Porque lo parece pero no lo está. Es el reto de este oficio, tan satisfactorio cuando se logra que algo sea importante. Se pueden discutir detalles, entrar en consideraciones de muchos ti-pos, pero algo ha de haber en el cantante para que todo un teatro aplauda, como lo hizo ayer el Real, la actuación de Plácido Domingo. Apenas acababa de morir, si, sobre ese pequeño pedazo de terreno en el que tantas cosas pueden suceder y donde Domingo había encarnado a Cyrano de Bergerac, el protagonista de la ópera homónima de Franco Alfano. En 2009 incorporó el papel a su repertorio, con la habilidad de quien sabe encontrar el sitio: en este caso un personaje de vocalidad centrada, inscrito en una obra de carácter declamado, cuya carga dramática se dosifica con habilidad a través del libro de Henri Caín elaborado a partir del popular drama de Edmond Rostand. Cyrano es, por supuesto, el gallardo poeta y espadachín del primer acto, pero también el envejecido, malhumorado y débil personaje del final; el momento culminante, el instante destinado a esa gota de emoción que ayer fue la enésima ratificación de porqué se ha llegado tan lejos.
Pero la obra de Allano es mucho más y por eso Domingo le debe parte importante del aplauso a varios otros. La soprano Ainhoa Arteta hace su presentación escénica en el Real sustituyendo a Sondra Radvanovsky. Tiene el papel de Roxane bien rodado, lo canta con gusto, grandeza en los momentos culminantes, mucha intención y mejor vibración en el registro agudo que el grave. Fue otra triunfadora de la noche pues sabe crecer con el drama y estar a la par en el intenso final. También lo fue, sin duda alguna, el maestro Pedro Halffter, a quien el público no reconoció con suficiente entusiasmo lo mucho de bueno que logra al frente de la orquesta titular. Es razonable que así sea pues la obra de Alfano no es una partitura de lucimiento, sino un texto cargado de exigencias musicales, difícil de desbrozar, que Halffter lleva con una seguridad formidable, con pálpito, equilibrio, acabada expresividad y precisión en el acompaña-miento. Sin este colchón nada de lo anterior sería posible y eso lo sabe también un largo elenco de cantantes en el que priman las voces robustas, a veces fornidas como la de Michael Fabiano, en otros casos con la anchura y presencia que tiene Angel Ódena.
«Cyrano» es una ópera que exige un reparto hecho como este y que lleva bien una cocina teatral como la del director Petrika Ionesco, en la que con-vive el cartón piedra de una escenografía temblorosa como la del tercer cuadro, con su jardín anochecido, y las es-cenas de gran espectáculo. Lo mejor es sin duda, el ritmo que propone, la buena disposición de todos los elementos en juego y el sensato, el muy logrado crecimiento desde la estrafalaria corte en el interior de un muy vistoso teatro de multitudes, a la disparatada pastelería, al realismo del asedio de Arrás, y al sintético y arbóreo refugio de la enlutada Roxane. Desde el bravo cuento de aventuras a la muy real tragedia de un hidalgo. ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
El País, 12 mayo
Dos orejas para Plácido
No es, al menos prioritariamente, un guiño a la abultada nariz de Cyrano de Bergerac, aludir al olfato de Plácido Domingo a la hora de reconocer su providencial habilidad para seleccionar sus personajes preferidos en esta última, por ahora, etapa de su periplo escénico. La figura de Cyrano, inmortalizada en la vertiente más teatral entre otros por Gerard Depardieu a partir del inspirado texto de Edmond Rostand, le va como anillo al dedo al tenor madrileño. No es casual tampoco que la última ópera incorporada a su catálogo- 135 personajes diferentes lleva ya a sus espaldas nada menos- haya sido Thais, de Massenet, resuelta con singular acierto en el Palau de les Arts de Valencia hace más o menos un mes, gracias entre otros detalles a la complicidad del cantante con Patrick Fournillier, magnífico director musical en este repertorio francés. Domingo se mueve a gusto en la lengua de Montaigne y Balzac. Va bien el idioma galo a su fraseo, a su tímbrica, a su estilo, a su momento de madurez vocal. No es pues de extrañar que Cyrano de Bergerac sea tal vez en este momento uno de sus personajes más emblemáticos. La presentación en Madrid era de obligado cumplimiento y hay que agradecer a la dirección artística del Real que haya acogido esta ópera en su programación, teniendo además, como tiene en esta ocasión, una realización escénica tan estéticamente en las antípodas de las preferencias teatrales en la actualidad del teatro madrileño.
Plácido es una leyenda viva del canto y solamente con eso ya bastaría para justificar sus éxitos líricos, con toda la carga de afecto que eso lleva consigo, pero es que además sigue cantando muy bien. En especial, el último acto, con la escena de la muerte de Cyrano, fue un prodigio de emoción contenida con unos resultados artísticos de alto nivel lírico. La escena se había despejado respecto a actos anteriores lo que permitía centrarse más en los aspectos vocales. Y Ainhoa Arteta remataba una actuación elegante y fluida que subrayaba en clima de éxito su presentación en el Real con una ópera completa. También realizaron lucidas prestaciones otros cantantes como Ángel Ódena o Michael Fabiano y, en general, la atmósfera enérgica y dramática que otorgó a la partitura Pedro Halffter sirvió para que las esencias de la tragedia de Alfano se manifestasen con naturalidad. Orquesta y coro estuvieron en su línea habitual, es decir, francamente bien.
La escena de Petrika Ionesco fue mucho más discutible y, dicho con suavidad, nos hizo rejuvenecer, o, para evitar confusiones, nos devolvió a un estado escénico de la ópera que algunos considerábamos ya superado. Su faceta museística era evidente. O si se prefiere, su tono antiguo, lleno de lugares comunes, evocación al cartón-piedra y unas más que insuficientes, por embarulladas y banales, dirección de actores y movimiento de masas. En las proyecciones cinematográficas, según varios informadores, todo esto se notó mucho menos, al seleccionarse con eficacia las diferentes secuencias. En ese reino de contradicciones brilló una vez más Plácido Domingo, un extraterrestre del arte lírico en su doble condición de cantante y actor. El público del estreno quedó satisfecho. Más de uno elogiaba la fórmula de la alternancia entre “modernidades”, según su expresión, y los valores de siempre. La verdad es que el cóctel del último trimestre entre Platel, Wilson, Muti y Domingo es de los que convulsionan una afición. Y hablando de afición, y dado que estamos en plena feria taurina de San Isidro, a Plácido Domingo hay que destacarle como maestro de lidia, como torero de postín de esta otra fiesta, la de la lírica. ¿Dos orejas? Qué menos. Jua Angel Vela del Campo
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