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Las críticas en prensa a “Butterfly” en el Real
Las críticas en prensa a "Bomarzo" en el Real
Por Publicado el: 26/05/2017Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas a “El gallo de oro” en el Real

Van apareciendo en la prensa escrita las críticas a El gallo de oro en el Teatro Real. Muchas elucubraciones sobre lo que quiso contar Rimsky, lógicas cuando hay que escribir las críticas antes de ir a la función y añadir, en media hora, algunos detalles.

EL PAÍS, 26/05/2017

Pecados capitales

Quien piense que la música, y no digamos ya la ópera, es inocua, se equivoca. La historia del género es pródiga en censuras y prohibiciones, sobre todo cuando los poderosos han creído verse reflejados —no digamos ya criticados— sobre el escenario. Verdi sintió el aguijón en su propia carne, y no solo en los casos más conocidos de Rigoletto o Un ballo in maschera. Rimski-Kórsakov se topó de bruces con la autoridad al final de su vida, cuando ya nada tenía que perder ni que demostrar. El gallo de oro es su decimoquinta y última ópera, pero no fue en ningún sentido una adición a su catálogo. El compositor se había puesto de parte de los revolucionarios en 1905, fue depurado y su ópera es una andanada contra el poder camuflada bajo el envoltorio de un cuento fantástico. La censura rusa receló de ese vitriolo semioculto, y la ópera, encenagada en una carrera de absurdos obstáculos, se estrenaría muerto ya su creador, aunque las representaciones que la lanzaron al estrellato no fueron las de Moscú en 1909, sino las de París, en 1914, auspiciadas por Serguéi Diáguilev, con coreografía de Mijaíl Fokin y escenografía y vestuario de Natalia Goncharova.

Los hijos de Dodón, presentados con acierto como una suerte de Tweedledum y Tweedledee, con tupés simétricos, son tan memos y tienen la cabeza tan hueca como su padre, al que Amelfa, la temible y fornida ama de llaves de palacio, maneja a su antojo como el zangolotino que es. Los boyardos, forrados en sus pieles, se mueven a duras penas, hinchados de fatuidad. Y el encuentro con la seductora zarina de Shemajá amplía la lista de pecados capitales de Dodón y deja grotescamente de manifiesto sus carencias, como su torpe incapacidad para cantar y bailar. Rimski perfila todo con su música: al igual que Verdi transmitía con la melodía elemental de Caro nome la simpleza de una Gilda aniñada e inmadura, Rimski, convertido en un genial “imitador de voces” bernhardiano, da a cada uno de sus personajes —y al pueblo, aquí nada heroico, sino vacuo y servil ante su soberano— la música que merece, arropada por una orquestación de filigrana (genial el empleo del contrafagot en la zafia canción de Dodón en el segundo acto).

Ivor Bolton, tras su magistral trabajo en Billy Budd y Rodelinda, vuelve a hacer gala de una musicalidad expansiva y sin fisuras, en momentos intimistas y marciales por igual. La orquesta, a sus órdenes, multiplica su calidad y se muda sin esfuerzo de occidental en orientalizante. Las maderas, esenciales en esta ópera, se merecen un elogio especial, el mismo al que, dentro de un solidísimo reparto coral, son acreedores Dmitri Ulianov y Verena Guemadieva como el zar holgazán y su misteriosa hechicera. Muy valiente Sara Blanch prestando su voz al gallo de oro.

Los pecados capitales comportan consecuencias capitales y, bajo su apariencia engañosa de cuento fantástico, El gallo de oro, más aún en la inteligente y ácida propuesta de Laurent Pelly (nada que ver con el blando tono farsesco y el humor blanco de la reciente producción de Anna Matison para el Mariinski), contiene importantes enseñanzas para muchos: a uno y otro lado del poder. El Teatro Real les espera para que tomen buena nota. Luis Gago

EL MUNDO, 26/05/2017

UNA FARSA POLÍTICA

La última y mejor de las quince óperas compuestas por Rimsky-Korsakov, El gallo de oro, sólo se estrenó tras su muerte –y censurada– pues el compositor, aún siendo el máximo exponente de la música nacionalista rusa, fue represaliado por su simpatía con la revolución de 1905 y su oposición a la desastrosa guerra ruso-japonesa. Vladimir Belsky le escribió un texto basado en un cuento infantil de Pushkin, a su vez inspirado en otros de Washington Irving, pero que resulta una divertida y feroz farsa sobre el poder, la guerra y, en definitiva, los zares y el absolutismo. Rimsky hizo una música de calidad, hábil, suntuosa a ratos , extraordinariamente bien orquestada y muy premonitoria del inmediato Stravinski que fue alumno suyo.

Destaca un Himno al sol ,que es lo más conocido de la obra, pero toda la música es excelente. Y llama la atención que una obra tan hermosa y atractiva sea casi desconocida fuera de Rusia. En España debía ser la primera vez que se hacía.

El Real la coproduce con Bruselas y Nancy, dos teatros más pequeños de escenario que sin duda influyen en que no se use el gran fondo del coliseo madrileño, pero Laurent Pelly firma una puesta en escena variada, práctica y atractiva, además de ser autor de los figurines, sobre una escenografía de Barbara de Limburg que funciona perfectamente. Todo es variopinto visualmente y se mezclan épocas y estilos con naturalidad para conseguir una clara función crítica tal como libretista y compositor querían.

A ratos atractivo, otros dislocado, el espectáculo tiene brillantez y sirve bien a la música, que es lo importante. Musicalmente, Ivor Bolton asegura una dirección bien llevada que se sirve de las buenas prestaciones del estupendo Coro Intermezzo, una vez más magistralmente preparado por Andrés Maspero, y de la Orquesta Sinfónica de Madrid siempre muy competente. Como intermedio antes del tercer acto, Ivor Bolton ofreció, junto a una excelente violinista cuyo nombre no consta en programa, arreglos de Zimbalist y Kreisler sobre motivos de la propia ópera.

Las voces son muy adecuadas y podemos mencionar las de Dmitir Ulianov, que corre con el peso de la mayor parte de la obra, y Venera Gimadieva que se luce en el segundo acto. También mencionaremos a Olesya Petrova aunque todos los demás cantantes aciertan. El gallo que presta título a la obra es encarnado en lo vocal por Sara Blanch, fuera de escena, y la bailarina Frantxa Arraiza, dentro.

El espectáculo, que por momentos resulta brillante, reelabora muy acertadamente el espíritu de la obra original. Nos hallamos ante un cuento, incluso un cuento infantil, pero que acaba siendo feroz porque encarna en su interior una farsa que nos habla de temas importantes que, si preocupaban en la época de Rimsky-Korsakov, nos inquietan tanto o más ahora mismo. Tiene la moraleja de las parábolas pero también su universalidad espacial y temporal. Un apólogo que se refuerza con una buena música y por eso sigue cumpliendo un cometido que va más allá de ser un buen espectáculo aunque, evidentemente , lo tiene que ser para proclamar su mensaje. Y el estreno del Real sin duda consigue esos objetivos. Ha tardado bastante en llegar a nuestros escenarios pero lo ha hecho de manera brillante y, a juzgar por la magnífica reacción del público, es algo que merecía la pena. Tomás Marco

ABC, 26/05/2017

Estamos siempre soñando

… No es cuestión de asustarse. El gallo de oro es un cuento maravilloso y, como tal, una narración capaz de asomarse bajo el disfraz de lo cándido. Habrá quien quiera navegar por esas aguas y lo hará con facilidad de la mano de ese astrólogo que asoma la cabeza por entre el telón anunciando un espectáculo que, de inmediato, se abre al encanto de lo absurdo, a la presencia de personajes de caricatura y a una historia cuya oscuridad incita muy distintas impresiones. La respuesta emocional es importante, algo que domina de manera magistral el director Laurent Pelly quien, dispuesto a contar la fábula con herramientas aparentemente sencillas, no elude la sonrisa ni la consternación. Un gran vestuario propio, una muy eficaz escenografía de Barbara de Limburg y un brillante juego escénico…

…La música de El gallo de oro tiene también mucho que decir en este sentido: realista (mejor que descriptiva), incisiva y, por tanto, involucrada, crítica. Se percibe en la buena realización que dirige Ivor Bolton, gracias al compacto trabajo del coro titular y a la solidez de un primer reparto con clara autoridad de Dmitry Ulyanov, el zar Dodón, y el astrólogo Alexander Kravets, dominador de muy comprometidos registros. También el del embuste. Al fin y al cabo, no se olvide que se trata de un cuento. Alberto González Lapuente

LA RAZÓN 27/05/2017

Un cuento feroz

La última de las quince óperas de Rimsky-Korsakov llega al Teatro Real por vez primera cuando aún no se han visto otras de similar enjundia como “La ciudad invisible de Kitezh”, “Sadko” o “La novia del Zar” y tras la de cámara “Mozart y Salieri” presentada en la Fundación March. Esperemos que no tarden en programarse. Barcelona la conoció en 1944 y el Teatro de la Zarzuela madrileño en los años setenta con una compañía rusa. Estamos ante un cuento pergeñado en momentos difíciles para compositor, en el que se ha visto algo más que la historia absurda de un zar caprichoso con un valido que es un gallo de oro: una crítica al sistema político de Nicolás II, a su pueblo e incluso al nacionalismo musical ruso de finales de siglo. El caso es que su autor no llegó a disfrutar su estreno porque, como era de prever, la censura ejerció sus funciones durante cuatro años, los suficientes para Rimsky. Todo esto nos sirve para elucubrar a quienes escribimos estas crónicas, ya que el público lógicamente se queda, sin más, con el feroz cuento de Pushkin trasladado a los intereses musicales del compositor por el libretista Vladímir Belski.

Laurent Pelly logra dos dianas en estos días, puesto que en el Liceo se repone su aclamada “Hija del regimiento”, vista también en el Real así como su “Hansel y Gretel”. En coproducción con la Ópera Nacional de Lorena y el Teatro de la Moneda ha diseñado una escena, sobre un suelo empedrado de negro como color fundamental, nacida de una pesadilla del Zar Dodón, que permanece toda la obra en encamado en pijama, aunque se ponga encima la armadura en la escena de la batalla en un momento que recuerda la estatua ecuestre de Pedro el Grande en San Petersburgo. La dirección maneja sutilmente la comedia en tonos oscuros y combina con pleno acierto el humor con su lado más corrosivo y grotesco. La talla de un director de escena se mide siempre en los movimientos de los coros y Pelly los mueve con auténtica inteligencia, como igualmente a los solistas. Hay un gran trabajo por expresar los caracteres.

Ivor Bolton se vuelve a acercar al repertorio ruso tras hacerlo en Salzburgo hace seis años con el doblete “El Ruiseñor” de Stravinski y “Iolanta” de Chaikovski. La partitura, con tintes a veces wagnerianos y otras orientales, brilla por su orquestación, con una importante participación de las maderas, rememorando momentos de otras muchas de sus obras y citando también temas folclóricos. Su atractivo es tal que dio lugar a una suite orquestal de veinte minutos que interesó a directores como Ansermet o Beecham y su “Himno al sol” es una página conocida. Sin embargo no abunda la variedad temática y el extensísimo dúo del acto II entre los dos protagonistas –zar y zarina- pesa excesivamente, a pesar del contenido con trasfondo claramente erótico de las frases de ella a él. Bolton, la orquesta y el coro realizan una labor no ya impecable sino brillante. Entre los actos II y III, mientras se cambia el escenario, el propio Bolton al piano y el concertino tocan un breve interludio basado en temas de la ópera.

Dmitry Ulyanov demostró ya en los “Hugonotes” en versión de concierto en el mismo Real hace media docena de años que posee una voz de bajo con sonoridad. Es un Dodón ideal, tanto vocal como escénicamente. Venera Gimadieva es también figura conocida en el coliseo, donde ha cantado “Puritani” y “Traviata”. Aunque se trate de una soprano lírico-ligera es capaz de solventar todas las coloraturas de un papel que tiene una extensísima intervención en el eterno segundo acto. El resto del reparto cumple también a la perfección y merece reseñar a la bailarina Frantxa Arraiza en el papel escénico del gallo, que canta Sara Blanch desde el foso.

La ópera de Rimsky-Korsakov encandilará más o menos al público, pero el Teatro Real ofrece una producción excelente, quizá la mejor para la obra en las últimas décadas. Más no se puede pedir. Gonzalo Alonso

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