Las críticas a “Faust” en el Teatro Real
Aquí tienen las críticas en la prensa en papel a medida que vayan apareciendo, así como nuestro comentario general. A ninguno de nuestros críticos les gustaron los lazos amarillos. ABC y LA Razón coinciden en el excesivo volumen de la orquesta, que puso en apuros a cantantes y coro, al borde del grito. Sobresale la interpretación de Marina Rebeka y hay quien pone algunas pegas a Beczala en sus inicios, olvidando que ha de dar vida vocalmente a un anciano. Hay diferencias de criterio respecto a la parte escénica, pero a nadie le acaba de satisfacer.
En el segundo reparto sobresale Erwin Schrott, que conjuga su voz de bajo -algo abaritonado- con la actuación escénica propia de Mefistófeles. Ismael Jordi canta Faust con gran elegancia y se le escucha bien, aunque el personaje pide un mayor peso vocal.
Lean, lean…
EL PAÍS 20/09/2018
‘Faust’: Con Goethe en la distancia
Un Faust notable en lo musical y difuso en lo escénico inaugura la nueva temporada del Teatro Real
Tan solo dos obras del catálogo de Charles Gounod (tres si, siendo generosos, convertimos el díptico en trilogía con la adición de Roméo et Juliette) siguen interpretándose con cierta asiduidad: su Ave Maria y la ópera Faust. Tal como caracterizó ladina e ingeniosamente Carl Dahlhaus una y otra, un sacrilegio de Bach (en concreto, del preludio inicial del primer libro del Clave bien temperado) y una profanación de Goethe. Que esto último es algo más que una metáfora parece avalarlo el hecho de que Faust se rebautizara y camuflara en Alemania como Margarete, el nombre con que ha seguido representándose, en alemán, hasta hace muy poco.
Faust no es el único caso de una ópera con un pasado triunfal y un presente mucho más grisáceo. Con ella ‒cantada en italiano‒ abrió sus puertas en 1883 la Metropolitan Opera de Nueva York, en 1894 alcanzó ya el millar de representaciones tan solo en París, es la ópera francesa más representada después de Carmen y entre 1863 y 1924 estuvo presente en todas las temporadas, excepto una, del Covent Garden londinense, interpretada siempre en italiano. Y nada es casual. Luego cayó en desuso, casi podría decirse, y hoy es una visitante mucho menos asidua de los grandes teatros.
En Ámsterdam aterrizó en 2014 tras 45 años de ausencia, en el estreno de la producción que ahora repone el Teatro Real, y dentro de unos meses volverá otra vez a Londres, en el controvertido montaje de David McVicar, con algunos de los cantantes y con el mismo director musical que están reviviéndola en Madrid. ¿Cómo puede explicarse el favor ininterrumpido de antaño? ¿Por la calidad de su libreto? Imposible. ¿Por su solidez dramatúrgica? De ninguna manera. ¿Por la originalidad con que aborda y condensa el drama de Goethe? Antes al contrario. Son solo un puñado de excelentes melodías las que le han granjeado la benevolencia del público. Y esas virtudes permanecen intactas cual siemprevivas, pero sus carencias, sus debilidades, sus inconsistencias han acabado por pasarle factura.
Si los libretistas de Gounod –los ubicuos Jules Barbier y Michel Carré− no parecen tomarse muy en serio a Goethe y dejan su prodigio poético, filosófico y dramático reducido a una fina cáscara casi ornamental, otro tanto podría decirse de lo que hace con ellos Àlex Ollé, responsable de la puesta en escena que inaugura la nueva temporada del Teatro Real, que opta por hacer chanza de muchas de las convenciones, hijas inequívocas de la Francia del Segundo Imperio, que aprisionaron a los libretistas y al propio Gounod. Su producción lleva el marchamo característico de La Fura dels Baus: potencia visual, un afán didáctico un tanto pueril, parca dirección de actores, vestuario llamativo con toques posmodernos (ese pelo y manos azules de Marguerite) y un barniz high-tech para acercar la historia a nuestro tiempo. Pero resulta más que dudoso que esto acentúe el disfrute de la obra o, lo que es más importante, disimule sus fallas. La deslocalización espaciotemporal, por sí misma, sin sólidos cimientos conceptuales, no es garantía de nada.
La pertinaz iluminación oscurantista y monocorde ciertamente no ayuda. En la escena inicial, por ejemplo, cuando un Fausto ajado medita sobre la futilidad de su existencia, la música cambia bruscamente de carácter al tiempo que empieza a amanecer y ese contraste día/noche, luz/oscuridad, conocimiento/ignorancia, joie/ennui, vida/muerte, debería tener también algún correlato visual. Pero nada sucede. Ollé malgasta, en cambio, muchas balas inútiles con proyección de rótulos supuestamente definitorios de los personajes: “Marguerite, la intocable”, “Valentin, el perdedor” (también “el hostil”), “Siebel, el ingenuo”, “Marthe, la disponible” o “Wagner, el peón”. O con ese Proyecto Homúnculo apuntado al comienzo y que apenas halla desarrollo o continuidad posteriormente. Lo más sugerente es, quizá, que la última de las múltiples metamorfosis de Mefistófeles (que pasa de ser un sosias de Daniel Boone con mallas y pelo anaranjado al principio a convertirse en un Cristo crucificado en el cuarto acto) converge en el propio Fausto, del que remeda sus ropas y al que usurpa finalmente el sillón en que lo vimos cavilando al comienzo. De lo demás ‒las prótesis de las matronas con enormes pechos, las enfermeras que semejan barbies con largos postizos rubios, los estudiantes mudados en hooligans o jugadores rojiblancos, los soldados con aspecto de geos de última generación (los modernos directores de escena sienten debilidad por ellos), las maniquíes falsamente desnudas‒, casi todo parece prescindible. Es vistoso, caricaturesco, fugazmente divertido, pero convierte una ópera ya de por sí discontinua en una amalgama de retazos y ocurrencias desgalichadas.
Musicalmente, en cambio, las cosas van mucho mejor encarriladas gracias a la solidez que muestra desde el podio Dan Ettinger, una presencia cada vez más habitual en los grandes teatros europeos (París, Milán, Viena, Múnich, Londres) y que, a tenor de lo visto y oído, derrocha seguridad y está sobrado de recursos. Con pequeños borrones puntuales (el trío del cuarto acto, vigoroso pero demasiado confuso) y destellos de genio (el etéreo pianissimo de la cuerda con sordina cuando se rememora el vals del final del segundo acto en el dúo conclusivo de Fausto y Margarita), el israelí concierta con enorme musicalidad y está siempre atento a los cantantes, encabezados en esta ocasión por un cuarteto de primerísima fila, aunque con dispares prestaciones: Piotr Beczala parece a veces desubicado y su canto es desigual en emisión y color, con cierta tendencia a la insulsez, grandes momentos puntuales y agudos brillantes; Marina Rebeka dibuja líneas irreprochables y se esfuerza por ajustar con cuidado su generoso volumen vocal, utilizado sin compuertas en el trío final y un lastre en otros momentos para poder transmitir el candor y la ingenuidad adolescentes de su personaje; Luca Pisaroni realiza un esfuerzo descomunal, si bien brilla más como artista del transformismo y como un factótum cínico y omnímodo de todo cuanto sucede que como cantante, ya que su Mefistófeles abusa de la inexpresividad y no acaba de resultar imponente vocalmente, casi una condiciónsine qua nondel personaje; Stéphane Degout, uno de los grandes barítonos actuales, compone un Valentin modélico, por timbre, estilo, dramatismo y dicción (su francés es el mejor con mucho de la representación), y eso que no debe de ser nada cómodo cantar embutido en ese uniforme (cuya alta tecnología no protege, sin embargo, a su dueño del embate de un pequeño puñal, una de las muchas incongruencias de la puesta en escena). A muy buen nivel todos los personajes secundarios, comandados por el magnífico Siebel de Serena Malfi, y mucho mejor que bien las copiosas intervenciones del coro, una exigencia impuesta por el París del estreno.
A quienes quieran disfrutar de grandes melodías, y comulguen con los incongruentes presupuestos de Àlex Ollé, aquí más cerca de su insustancial montaje de El holandés errante para el Real que del mucho más perspicaz de Oedipe para el Covent Garden, les aguarda un espectáculo cuando menos modélicamente ejecutado, del que cabe también augurar buenos resultados en el segundo reparto, ya que Irina Lungu lo estrenó en Ámsterdam, Erwin Schrott parece un Mefistófeles nato e Ismael Jordi es un valor al alza. De Goethe, como ya se sabía de antemano, apenas hay noticias: su sombra, desdibujada, solo se intuye en la lejanía. Pero, en una glamurosa inauguración de temporada, con presencia real incluida, ¿quién repara en esas minucias? Luis Gago
ABC, 20/09/2018
… ” un final de representación en el que tampoco faltaron las voces discrepantes frente al trabajo escénico, la dirección musical y la actuación de Luca Pisaroni como Mefistófeles”…. /…Quiere decir que muchas cosas se resolvieron ayer de manera imprevista.,,/,,, Lo que estaba fuera de cálculo era el trabajo del maestro Dan Ettinger. Sonó la orquesta con un volumen desmesurado, sacó de ella un sonido grueso y feo, contagió al coro hasta abrir las voces y concertó, sobre todo en la primera parte, con desajustes manifiestos.
El primer lesionado fue el tenor Piotr Beczala, en su estreno escénico en el Real. Le costó entrar en la obra y hasta el primer encuentro con Margarita la voz corrió sin fluidez. «Salut! Demeure chaste et pure» todavía tuvo un inicio renqueante, con cambios de color evidentes y una linea sin perfilar…./…La soprano Marina Rebekae se antepuso mucho mejor a las circunstancias, y desde el aria del rey de Thulé impuso su criterio. Llegó al final haciendo alarde de fuerza, conservando la apostura, y el brillo y potencia del agudo. Hizo estupendas contribuciones Serena Malfi en su papel de Siébel y no acabó de centrarse Stépahne Degout en el de Valentin. Su caso puede ser similar al de Pisaroni pues son intérpretes que deberían estar muy por encina de lo que ayer ofrecieron, pero desde el foso nació buena parte del desconcierto.
Faltó poesía, encanto, arrebato… todo aquello que ayuda a poner en valor a los intérpretes y también dar realce al espectáculo…/… La calidad teatral es indudable, la estética gratificantemente actual, vestuario y luces están minuciosamente trabajados. Todo es resolutivo frente a un título tan fácil de amanerar. Pero quien auguró el éxito no había previsto la desdicha. Alberto González Lapuente
EL MUNDO, 20/09/2018
LOS REYES PRESIDEN UNA BATALLA ENTRE EL BIEN Y EL MAL
Miembros del equipo de La Fura dels Baus, abucheados por aparecer en los saludos finales luciendo lazos amarillos
LA RAZÓN 20/09/2018
a tensión con Cataluña y los lazos amarillos se han colado en la versión de ‘Faust’ de Charles Gounoud dirigida por Alex Ollé, uno de los directores artísticos de La Fura dels Baus, que no ha dejado indiferente al público asistente a la inauguración de la 22ª temporada del Teatro Real, presidida por los Reyes, que ha despedido la función entre aplausos y abucheos, principalmente dirigidos contra el equipo responsable de la puesta en escena. portaban lazos amarillos al término de la función. El abucheo final llegó al aparecer los representantes de la Fura. Primero intensos, luego con todo el teatro gritando «¡Fuera, fuera!» cuando el público se percató que el escénografo y diseñador de Vídeo, Alfons Flores, y el figurista Lluc Castells llevaban lazos amarillos. Luego se gritó «¡Viva el Rey!», presente en el palco junto a la Reina, y hubo que bajar el telón.
A la salida del Teatro Real, casi al filo de la medianoche, los Reyes han sido despedidos entre aplausos y gritos de “Viva España” por más de un centenar de personas que o bien salían de ver la obra o que paseaban por las cercanías de la Plaza de Oriente y el Teatro Real.
El Real abre temporada con «Faust», ópera que se representó por vez primera en 1865, seis años después de París, siendo uno de los títulos más repetido hasta 1925 y que se vio en 2003 con Richard Leech alternando con Aquiles Machado, Mariella Devia y Roberto Scandiuzzi. Es una de las partituras más populares de Gounod, basada en la obra de Goethe, pero con texto mucho más breve. Gounod estuvo de joven en Alemania, donde conoció y entabló amistad con Mendelsohn y se bañó en la cultura del país. Su «Faust» es por eso casi tan alemana como francesa y es Alemania uno de los países donde más éxito tuvo a pesar de las críticas por haber banalizado el mundo de Goethe. Curiosamente allí se la conoció casi más con el título de «Marguerite». Como ópera ha experimentado múltiples enfoques escénicos.
La Fura dels Baus lleva años profundizando en un personaje que parece perseguirles y en las diversas obras en las que aparece. Esta producción, que fue estrenada en Amsterdam hace cuatro años –no veo por lado alguno lo de «coproducción»- con buena recepción y reparto de lujo (Michael Fabiano, Irina Lungu, Mikhail Petrenko. Marc Minkowski), considera que Faust es un hombre de ciencia que no ha vivido y que crea en su laboratorio, utilizando una gran máquina que bien podría ser el cerebro humano, los personajes que le hubiera gustado vivir y que llegan a caer en lo grotesco. Faust viene a ser un cobarde al que Mephisto, convertido en su alter ego, le proporciona el coraje para actuar. Eso es lo que nos cuentan para explicar el montaje y añaden a «Steve Jobs» como anzuelo, mezclando churras con merinas. La escena está en continuo movimiento pero no presenta tantos artilugios como es habitual en la Fura, si la urna llena de agua con un ebrio Baco sumergido en ella.
También se califica como tragicomedia, pero yo sólo he sonreído al ver a Mefistófeles convertido en Cristo crucificado en pañales o con el popular desfile militar que, ahora, lo es de enfermeras tetudas de la Cruz Roja, curanderas de los soldados. Pero sí, sí, tragicomedia, como se vio al finalizar. Luca Pisaroni recibió algún abucheo no merecido, aunque su voz esté lejos de ser la de un barítono bajo, la adecuada al papel. Más abucheos para Dan Ettinger, el director de orquesta, que confundió el eludir la «cursilada y pretenciosidad» –eso dicen algunos, aunque con cierta razón en algunos casos- de la música francesa con los decibelios, perjudicando a los cantantes y al coro, al borde del grito en más de una ocasión. Pianos… ni uno.
Afortunadamente había un tenor y una soprano. Piotr Beczala debutó en el Real con un concierto en 2009 en el que deslumbró en la propina: un amplia aria desconocida de «La casa embrujada» de su compatriota polaco Moniuszko. Vuelve ahora como uno de los tres tenores más relevantes del presente y tras haber triunfado en Bayreuth como Lohengrin sustituyendo a Alagna. Voz de tenor, de auténtico tenor, aunque le falte un punto de comunicación. La voz para el primer acto, que se corresponde con un anciano, es más oscura que la suya y Beczala no trata de lucir su timbre de oro en él, sí en el resto de una partitura que le va como anillo al dedo, salvo por los decibelios orquestales. Marina Rebeka aportó una voz de bello timbre, más sólida arriba que abajo, caudal, coraje y comunicación. Stéphane Degout, aunque entregado, es un barítono demasiado lírico para Valentín y el resto del reparto mantuvo un buen nivel.
No se si esta inauguración de temporada, con un público plagado de invitados populares de la vida social española en todo su espectro, ha sido la más conveniente para el Real tras el traspié de la Zarzuela ni creo que en sus alturas estén contentos con ella. Ni Goethe no Gounod llevaron lazo amarillo. Gonzalo Alonso
Aquí la crítica en nuestra web del segundo reparto con Ismael Jordi, Erwin Schrott e Irina Lungo
En mi opinión es una gran irresponsabilidad, egoista y, me parece que podría decirse también neurótico supeditar el trabajo, esfuerzo y consecución de un logro artístico de tantas personas que dedican tantas horas a dos insignias de 2×2 cm que, al final, lo que reivindican es la libertad de personas encarceladas.