Las críticas al Holandés errante en el Real
Las críticas al Holandés errante en el Real
Van apareciendo las críticas al “Holandés errante” en el Teatro Real y hay quién escribe de “La Fura errante”. Discutida direección de escena de una Fura ausente. Gustan a unos unas imágenes que impresionan. Disgusta el traslado de la acción a Bangladesh. Irregular la dirección orquestal, con mucho brío al final, apoyado por el impactante video, y falta de tensión en el gran monólogo del Holandes y algún dúo. Muy bien la soprano, correcto Daland, Flojito el Holandés y un Erik siempre a punto del gallo y con él al final. Este es el resumen en cuatro líneas.
EL PAÍS, 18/12/2016
La leyenda de Wagner pierde buena parte de su razón de ser en esta clara muestra de populismo escénico
El holandés errante comienza con una gran tormenta marina, al igual que sucede en Otello, la ópera que inauguró la presente temporada del Teatro Real, que iniciará el nuevo año con el largamente ansiado estreno madrileño de Billy Budd, protagonizada íntegramente por marineros y, asimismo, con una avasalladora presencia del mar. Cuesta creer que sea casual, como tampoco lo es que los tres compositores (Wagner, Verdi, Britten) nos hayan dejado, por medios diferentes, instrucciones precisas de cómo querían ver representadas sus creaciones. Cosa muy diferente es, por supuesto, que se les haga caso, o que se piense que aquellas han dejado ya de tener vigencia y deban trascenderse o remozarse.
La Fura dels Baus ha cimentado su fulgurante carrera en el mundo de la ópera justamente en la modernización de todo cuanto toca, que se imbuye en sus manos de un inequívoco aire contemporáneo, sea cual sea el punto de partida. Para ello suele buscar un asidero —una rendija, un pequeño resquicio o un enorme boquete— por el que introducir su arsenal ultratecnológico, sus opulentas escenografías y su estilete deconstruccionista. Aquí lo ha encontrado en Chittagong, una franja costera de Bangladés en la que, en condiciones miserables y arrostrando riesgos físicos indecibles, adultos y adolescentes desguazan grandes barcos ya inservibles, fantasmas de metal fáciles de entroncar con ese “fantasma de madera” —la expresión es de Heinrich Heine, inspiración directa para el libreto de Richard Wagner— que capitanea el Holandés Errante.
La propuesta es visualmente impactante, como exige la marca de la casa, con toneladas de arena en el escenario, descarga de tormentas videográficas y el progresivo desguace del mascarón de proa que domina la escena. Sin embargo, hay una gran vía de agua en este cadáver varado de Àlex Ollé, que sitúa a todos los personajes en un mismo plano, convertidos todos ellos por igual en desechos humanos perdidos en un gran espacio escénico compartido, cuando Wagner y, sobre todo, su música dibujan con claridad dos niveles —y dos mundos— diferentes: el humano (Daland y su gente) y el sobrenatural (el Holandés y su tripulación, cuyos pintarrajos blancos parecen un recurso en exceso primario).
Lo mejor que puede decirse de la dirección de Pablo Heras-Casado, que se enfrenta a un desafío imponente, es que tiene momentos magníficos, casi todos más escorados hacia los pasajes líricos. En los de mayor pujanza rítmica, la orquesta tiende a sonar demasiado domesticada y con pocos arranques verdaderamente personales. Lo peor, que la prestación instrumental es desigual y, si se opta por la interpretación ininterrumpida de los tres actos que alentó Cosima Wagner cuando la ópera llegó por primera vez a Bayreuth en 1901, el director debe esforzarse en imprimirle ese aire unitario del que carece como obra imperfecta que es, ingenua a ratos, vacilante estilísticamente, con nítidas costuras que solo cabe disimular desde el foso.
El Coro del Teatro Real supo estar a la altura, dando lo mejor de sí en el tercer acto, donde se produjo una lucha desigual entre la tripulación espectral y el coro noruego, mucho más numeroso, por lo que el efecto de la genial superposición de ambos se pierde casi por completo. Evgeny Nikitin apenas transmite esa imagen de “ángel caído” que quería el compositor. Canta rutinaria y asépticamente, casi con desgana y con lo que aparenta ser una mínima implicación emocional, todo lo contrario de Ingela Brimberg, la más aplaudida de la noche con toda justicia, pues su Senta es tierna, valiente y obsesiva en el grado justo. La soprano sueca encarna a la perfección esa dulce reciedumbre de una “robusta muchacha septentrional” (Wagner de nuevo), a pesar del atuendo indio. Excelente y flexible el Daland de Kwangchul Youn y loable el arrojo de Nikolai Schukoff, que le jugó una mala pasada justo al final. Antes cantó un sueño modélico y es el personaje “tempestuoso, impulsivo y sombrío” que imaginó su autor.
La ambientación bangladesí no ayuda en absoluto a comprender mejor la obra, de la que no es nada fácil despegar la etiqueta de “romántica” que le adhirió su autor, no como una simple pegatina de quita y pon, sino como expresión de su naturaleza esencial.
Este Holandés tiene algo en común con el Mahagonny con que Ollé y Heras-Casado inauguraron la época Mortier en el Real. La basura de entonces es la arena y los despojos de ahora, pero la alegoría de Brecht y Weill tiene poco que ver con la desnuda leyenda romántica de Wagner, que pierde buena parte de su razón de ser en esta clara muestra de —valga el uso de un término hoy tan denigrado y manoseado— populismo escénico. La redención, también ausente aquí, nos llegará, quizás, en enero con Billy Budd. Luis Gago
ABC, 18/12/2016
El proceloso e infinito océano
…Definitivamente, tiene fuerza esta monumental escenografía que intimida al espectador, da juego a una realización teatral soberbia y, sobre todo, y sin necesidad de recurrir a la iconografía romántica, mantiene vivas las claves de la obra en un tránsito coherente entre la realidad y su fantasmal transfiguración. El final es el punto culminante. Anoche fue definitivo gracias al impulso que entonces adquirió la propuesta musical que dirige Pablo Heras-Casado…
…En el foso hay talento y un potencial importante. … Sin embargo, de allí surgió ayer una suerte de momentos singulares faltos de madurez. De forma particular, no se acabó de encontrar la sincronía en lugares de referencia como en la balada de Senta, y el sosiego de algunos «tempi», incluso en la obertura, ablandó encuentros vitales como el dúo de Daland y el holandés, el de este y Senta o el monólogo del protagonista…
…El propio Wagner consideraba que en el monólogo estaba la clave interpretativa de la obra y que de su emoción dependía la buena continuidad de la obra. Evgeny Nikitin hizo en él mucho, aunque a su actuación se le eche de menos un punto de bravura. … Ingela Brimberg terminó la actuación de anoche demostrando la enjundia vocal de una Senta con muchos arrestos y que había empezado «inevitablemente» un punto desabrida en su balada. Muy serio el Daland de Kwangchul Youn, sustancioso el timonel de Benjamin Bruns y la presencia, no siempre regular y ayer hasta incomodada por un fugaz traspiés vocal, del Erik de Nikolai Schukoff… Alberto González Lapuente
EL MUNDO, 18/12/2016
«¡Haré que la muerte me quiera!»
«¡Haré que la muerte me quiera!». La invocación del guerrero ante la batalla, una cita de Antonio y Cleopatra, de William Shakespeare, que la novelista inglesa Ruth Rendell utilizó para titular una de sus novelas, sintetiza perfectamente el conflicto, debate o enigma íntimo de la cuarta ópera de Richard Wagner, quizá la más inmediata y comunicativa, la que con mayor facilidad se impone desde el arranque por el ímpetu de un inagotable jadeo rítmico y melódico, al servicio de una trama diáfana en su desarrollo, pero de laberíntica e inquietante complejidad. Ya no es solo que el amor, padecido en la agonía de la espera y en el paroxismo de su culminación, se confunda románticamente con la muerte, sino que la virtud burguesa de la fidelidad se aparte de la palabra prometida al pretendiente para catapultarse hacia la excelsitud del martirio; un martirio, donde el yo insatisfecho de la mujer aspira a redimir al condenado a vagar por los mares a bordo de un buque fantasma tripulado por cadáveres.
Pablo Heras-Casado dirige la Orquesta del Teatro Real con la tensión y delectación requeridas por una partitura que parece vertebrada por un grito de alarma; la música, desde el arranque, avanza en una urgencia que es a la vez angustia y anhelo, pregunta y respuesta, tensión y alivio. Una versión impecable en la fidelidad a un estilo inmediatamente reconocible; Wagner puro para sus amantes y de difícil rechazo por sus posibles detractores. Si cabe algún reproche no es achacable al criterio de la batuta, sino al hecho de que en ocasiones el volumen absorbe en exceso las voces de un reparto discreto, donde destaca la protagonista, aunque no llega a transmitir la riqueza de su personaje. El Coro, masculino y femenino, dirigido por Andrés Máspero, responde al riguroso ímpetu de la batuta.
Àlex Ollé, uno de los directores de La Fura dels Baus, sitúa la acción en un puerto dedicado al desguace de barcos, situado en probable enclave musulmán; imágenes poderosas de original vistosidad, que no descienden a diseccionar el drama, servido por unos intérpretes que no alcanzan a sus personajes. Al Daland de Youn le falta autoridad, empaque y violencia en su ambición pecuniaria, Schukoff es un pretendiente tímido y desinteresado. Ingela Brimberg no comunica la obsesión de Senta, sentada apaciblemente en la playa, ante la imagen de su amado inminente como distracción. Evgeny Nikitin ha entendido la figura del Holandés como un cruce entre el Wotan derrotado de El anillo del Nibelungo y el Amfortas quejumbroso de Parsifal. Nunca emerge la brutalidad de su irrupción, pues no se trata de un enfermo fatigado, sino de una furia del Averno que quiere que se le ame, con el pretexto de que quiere morir y matar en el abrazo. En el primer dúo entre ambos, la orquesta nos habla del desgarro demente de ella y de la voracidad cínica de él, pero, viendo a Ingela e Evgeny cogidos de la mano sentados juntos, se piensa en una pareja de novios decidiendo los muebles del salón.
Aplausos para todos, destacado Heras-Casado como artífice principal. Alvaro del Amo
LA RAZÓN 19/12/2016
DEL MAR DEL NORTE AL GOLFO DE BENGALA
Reparto absolutamente internacional para esta producción: un ruso, un coreano, una estonia, un austríaco y una sueca para los cinco papeles estelares. Añádase a esto, la presencia de españoles en orquesta, coro, dirección escénica y rectoría musical. Pero el inefable cocktail funcionó como un mecanismo de relojería, con rara perfección.
El arranque, a telón descubierto nada más se inicia la Oberura, es impactante: la proa de un barco enorme, una suerte de “Titanic”, que oscila hacia lo espectadores en medio de un mar embravecido. Idea sorprendente de Alex Ollé: sólo hay un barco, el de Daland, y de las bodegas y sentina del navío surgen los espectros que acompañan al Holandés en su eterno periplo: son los fantasmas que viven dentro de nosotros. La siguiente ideación es aún más arriesgada: ubicar la acción, no en las costas noruegas, sino en Chittagon, el mayor puerto de Bangla-Desh, en época actual, y en un completo “cementerio marino” -pero no el del poema de Paul Valery-, donde los incansables técnicos de la Fura van ir desguazando entero el barco en el curso de la obra.
El equipo canoro fue de plena competencia. El ruso Nikitin, un cantante entre los preferidos de Valery Gergiev, superados ya sus problemas en Bayreuth por sus tatuajes filo-nazis, dio la talla como “Holandés”; pero aún más que él brillaron el coreano Choun, como el capitán de barco que vende a su hija, vitoreado por el público, y desde luego, ella, ”Senta”, recreada con pasión por la estonia Brimberg. Muy bien la sueca Rüütel en el conciso papel de “Mary” y algo escaso de recursos el tenor austríaco Schukoff.
Pablo Heras-Casado (Granada, 1977) dirigía el primer Wagner de su brillante carrera. Su trabajo fue magnífico, lleno de vitalidad y cargado de fuerza desde los primeros compases de la obra, pero detallista y transparente con las texturas de la partitura. Sólo se le puede objetar un cierto exceso de velocidad en el arranque de las última escena, lo que provocó algún ligero desajuste entre el coro grabado y el que cantaba en escena, en la secuencia en que las formaciones corales cantan enfrentadas. De otra parte, su acompañamiento a la balada de “Senta” fue extraordinario, con mimo a la cantante y sutilezas instrumentales palpables, La Sinfónica respondió a sus órdenes con precisión, entusiasmo y un sonido grande, vibrante, de gran formación orquestal.
También apta para los superlativos la prestación del Coro Intermezzo, no sólo exacto en afinación y precisión, sino como adecuadísimos figurantes de la nada sencilla escenografía/coreografía de Ollé. Obligado es citar a su director principal, el siempre caluroso Andrés Máspero.
El libro-programa contenía interesantes y sabios ensayos de Andrés Ibáñez y Juan José Carreras, sobre el contenido musical de la página y sobre los orígenes literario s de la leyenda del navegante. Todo ello conformó una velada en la que el Teatro Real despedía el año con flamante exhibición de sus recursos propios –coro y orquesta, y su principal director invitado- y en una producción que a nadie deja indiferente. José Luis Pérez de Arteaga
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