Las críticas de El Trovador en el año 2000 y en el 2007
He aquí algunas de las críticas que aparecieron en su día a la producción de El Trovador en el Real y las correspondientes a su actual reposición.
LA RAZÓN 2007
Gonzalo Alonso
El Trovador en el Teatro Real
¿Por qué Verdi no lo llamó “La gitana”?
“El trovador” de Verdi. A. Michaels-Moore., F. Cedolins, D. Zajick, F.
Casanova, R. Aceto, A.Navarro, F. Corujo. Dirección musical: N. Luisotti
Dirección de escena: E. Moshinsky. Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. Madrid, 7 de junio.
Decía Franco Corelli que para cantar “El Trovador” se precisaban cuatro leones en escena: tenor, soprano, barítono y mezzo. Y se olvidaba del bajo, que tampoco es moco de pavo. Según Toscanini hacían falta para ella los mejores cantantes del mundo. En cierta ocasión habían de cantar esta obra en la Scala María Callas y Mario del Monaco. Al final, por enfermedad de del Monaco, no subió este drama a escena sino “Andrea Chenier” y la Callas lo justificó alegando que quien estaba malo no era del Monaco, puesto que cantó Chenier, sino Manrico. Pues el Real ha contado con un reparto que, si no lo componen los mejores cantantes del mundo, sí ha funcionado bien. En Madrid los Manricos están gafados. José Cura fue abucheado, juró no volver al Real y ha cumplido su promesa por más esfuerzos que el teatro ha realizado. Roberto Alagna tenía comprometidas varias funciones que quiso cancelar hace tiempo, se negoció y asumió sólo tres, que recientemente canceló definitivamente. Francisco Casanova, que había asistido a todos los ensayos, se merecía la premier y, quienes le conocemos sabíamos que podría cumplir como Manrico quizá mejor que Alagna. Le perjudica su enorme volumen, aspecto no demasiado importante el “Trovador”, pero la voz posee un timbre atractivo. Casanova es el tenor eficaz para este dificilísimo repertorio y cualquier teatro se puede dar con ello por satisfecho, aunque su gran cuadro quede desleído.
Fiorenza Cedolins pasa por ser -y lo es- una de las grandes sopranos lírico-spinto del presente. A ella sí le acompaña la presencia escénica, el instrumento resulta homogéneo y seguro y le acompaña la musicalidad -precioso el “D’amor sull’ali rosee”-, aunque esté al límite en el papel y el timbre tarde en calentarse y transmitir. Ambos son outsiders y hacen carrera casi al margen de las grandes discográficas.
El conde de Luna de Anthony Michaels-Moore no emociona sino que se queda en la discreción, mientras que el Ferrando de Raymond Aceto sólo la roza.
No pocos pensamos que Azucena es la gran protagonista de la ópera verdiana y máxime cuando lo aborda, como es el caso, una mezzo de categoría y rotundidad superior al resto del reparto. Dolora Zajic sabe muy bien lo que se trae entre manos y el público también al convertirla en la gran triunfadora.No se puede cantar mejor Azucena.
Nicola Luisotti aporta mucho brío, desmesura y algo menos de matiz. Acierta al prescindir de repeticiones y no tanto al incluir el “Tu vedrai” para complicar absurdamente a Cedolins. Dado que se trata de una reposición, no es preciso detenerse demasiado en una puesta en escena por demás fallida. El director de escena Moshinsky y el escenógrafo Ferretti cambian la acción desde Aragón y Vizcaya en el XV a las luchas entre garibaldinos y austriacos en el Risorgimento italiano. Pase que esto se haga en aquel país, pero carece de sentido en España. Sus decorados convencionales, aparatosos e incoherentes, así como la rutina escénica -todo ello con frustrado aroma al “Senso” viscontiniano- aportan poco a un espectáculo tristón que no acaba de funcionar escénicamente. ¿Por qué se repone esta producción y no la muy notable de Hugo de Ana para “Aida”? Misterios de las direcciones artísticas. Gonzalo Alonso
EL PAÍS
Polémica
Il trovatore, la fruta prohibida, el canto de cisne del bel canto, la ópera de la que Arturo Toscanini aseguraba que había que reunir los mejores cantantes del mundo para ponerla en pie, ha tentado en los prolegómenos del Año Verdi a la Scala de Milán, el Metropolitan de Nueva York y el Teatro Real de Madrid. La división de opiniones ha saltado, de forma apasionada, al menos en el ámbito europeo.Riccardo Muti y Luis Antonio García Navarro eran conscientes de dónde se estaban metiendo. Muti, en una conferencia en la Universidad de Milán, afirmó que “Il trovatore es la ópera por antonomasia, la ópera más ópera de Giuseppe Verdi”, y García Navarro, en una entrevista publicada en este periódico anteayer, señaló que “es la ópera que exige el esfuerzo vocal más grande de cuantas escribió Verdi, y quizá de la historia”. Los dos, en cualquier caso, tiraron para adelante con todas las consecuencias por esta ópera maldita que, por su propia división en cuatro partes o en ocho cuadros, está más cercana, por así decirlo, a la novela por entregas que a la estructura teatral convencional y, en el caso español, entra en analogía directa con una corrida de ocho toros. Miuras, desde luego.
Veintidós años llevaba la Scala sin programar este título. Muti centró la previsible polémica en el endemoniado do de pecho del aria de la pira. Defendió la filología frente a la tradición. “No está escrito en la partitura”, decía, a lo que los partidarios del do respondían que Verdi no le hizo ningún asco mientras vivía, aunque no se mantenga ningún testimonio escrito al respecto. Salvatore Licitra, el tenor que asumía el fatídico personaje de Manrico, no dio el do de pecho y los loggionisti, que habían visto en serio peligro su supervivencia en los últimos meses y cuya presencia se limita en la actualidad a 139 localidades sentadas, protestaron contra el tenor y, de rebote, contra Muti como responsable musical, estableciéndose un juego de descalificaciones desde el público entre un sector de los de arriba y otro de los de abajo (las entradas en platea costaban dos millones de liras; las de los pisos altos, 50.000), en el que en un momento intervino el propio Muti pidiendo que “no se convirtiera la conmemoración del Año Verdi en un circo”. Barbara Frittoli, cantante excelente, no encajó la presión y tuvo varios desajustes en la escena siguiente a la pira, provocando algunas protestas por su canto liederista más próximo a Mozart o Schubert que a las pasiones verdianas de Leonora. Y algo por el estilo sucedía con la extraordinaria Violeta Urmana, una mezzosoprano de canto matizado, que resultaba poco convincente en el fuego de sentimientos de la gitana Azucena.Muti estaba dirigiendo espléndidamente, con morbidezza, acentuando los contrastes y creando un clima de nocturno musical, que la puesta en escena de Hugo de Ana -bellísima, gélida, inspirada en los pintores italianos del Quattrocento y en particular en Paolo Uccello; en malvas, azules y aceros plateados, resaltando la noche y el gótico- complementaba. En los saludos finales, los cantantes, y hasta el propio Muti, no comparecieron en solitario, sino siempre agrupados.
¿Y en Madrid? Pues también saltó la polémica, aunque sin estar tan centrada en el do, apareciendo los primeros silbidos aislados en la escena segunda, y adquiriendo la mayor intensidad en el Ah sí, ben mío anterior a la célebre pira. También hubo cambio de impresiones entre el público y protestas severas contra el tenor José Cura, un cantante de personalidad, de los que llenan la escena, que al final respondió a la encendida división de opiniones saludando en plan torero, con besos al tendido alto incluidos. El canto de Cura no tuvo una ejecución limpia, sino más bien atropellada y confusa. La Leonora de Crider fue a más a lo largo de la representación, a pesar de cierta tirantez en el registro agudo. La exquisita corrección estuvo al lado de Guelfi y el dramatismo a favor de Terentieva, una voz con un registro bajo de entidad, con cierto entubamiento y, en cualquier caso, sin un grado notable de precisión en el fraseo.
El director de escena E. Moshinsky y el escenógrafo Dante Ferretti llevaron la acción, que en el libreto se desarrolla en el siglo XV entre Aragón y Vizcaya, a los años en que se escribió la partitura, la época del Risorgimento italiano, con la sombra de Senso, de Visconti, flotando en la lucha política entre garibaldinos e invasores austriacos. La primera parte del espectáculo es más creativa y potente escenográficamente que la segunda, a pesar de algunas gratuidades. La propuesta fue en su conjunto bastante mal recibida por un considerable sector del público. La división de opiniones llegó al trabajo de García Navarro. Su dirección fue, no obstante, de una gran pulcritud, especialmente en los cuadros tercero, cuarto y octavo. Atento al detalle sonoro, a la concepción casi camerística de los acompañamientos, a la función concertadora en beneficio de las voces, dejó de lado en ocasiones la tensión dramática y la atmósfera salvaje desde el foso. Fue, de todas maneras, una lectura coherente, aunque por momentos un tanto apagada, a la que respondió con exactitud la Sinfónica de Madrid.
En Milán y en Madrid nadie se aburrió. Ni una tos ni un suspiro. Verdi continúa levantando pasiones. La ópera sigue viva.
EL MUNDO año 2000
El resplandor de la hoguera
ALVARO DEL AMO
Autor: Giuseppe Verdi./ Director musical: García Navarro./ Director de escena: Elijah Moshinsky./ Orquesta y coros de la Sinfónica de Madrid./ Reparto: Carlo Guelfi, Michele Crider, Nina Terentieva, José Cura./ Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Covent Garden de Londres./ Escenario: Teatro Real./ Fecha: 8 de diciembre.
MADRID.- Pocas veces la forma ópera ha tratado un tema con tanto entusiasmo y contundencia. Un asunto de gravedad extrema, el único importante, el más propicio para interesar a todos, la muerte. Un puñado de criaturas, agobiado por desgracias ancestrales, simula amar y pretende vengarse pero lo que de verdad le motiva, como se diría hoy, es el ejercicio práctico de matar y morir, morir matando, matarse, procurar la muerte de uno para que repercuta mortíferamente en su hermano.
El secreto de la trama se despeja averiguando quienes murieron en la hoguera: la madre de la zíngara por perfidia castellana y el hijo de la misma por despiste intolerable sobre el bebé que correspondía chamuscar.
Ante el crepitar de la hoguera, la época medieval acaba resultando un telón de fondo, que no es sensato olvidar sin más. El señor Moshinsky ha prescindido de las angosturas medievales para situar la acción en la Italia recién unida, convirtiendo al conde de Luna en un oficial (con soldados y cañones) del ejército ya regular y a Manrico y sus huestes en algo así como los residuos garibaldinos; un salto temporal que con los convencionales decorados y el rutinario juego escénico, no funciona.
Las criaturas de la tragedia esconden sus secretos. Manrico es el característico tenor verdiano impetuoso y arrojado, con poco tiempo para melancolías. José Cura se ha enfrentado al papel con voluntad de frescura y un entregado propósito de comunicar brío y matices. Tales intenciones se vislumbran intermitentemente en una actuación aún inmadura, con muy severos altibajos. Una decepción general reprendida antes y después de una errática «pira de fuego horrendo».
Leonora responde también al prototipo de soprano, y proclive a meterse en un convento y a ingerir un veneno. Michele Crider pone esmero y dedicación pero dice poco de su personaje, del que emana una inesperada indiferencia.
El conde de Luna repite también la figura del barítono establecido por el compositor. Es un caballero bien situado, que no se resigna a su amor imposible. A Carlo Guelfi le falta empaque y convicción, soltura y dominio.
Azucena es el papel de mezzo más lucido y truculento descrito por el músico. Nina Terentieva lanza una voz no siempre impecable y controlada, pero muy hábilmente identificada con su papel, el único del cuarteto principal dentro de una saludable tradición verdiana.
Gracias al fuego de la gitana, la orquesta y el director, tras un arranque gélido y titubeante, se contagiaron de las vibraciones del negro drama.
El público muestra ya un desparpajo en la exigencia, traducida en protestas, abruptamente manifestadas en las zonas altas, tibiamente respondidas por el patio de butacas. Aparte de Cura, muy reprendido, a García Navarro se le regañó también, reservando para el señor Moshinsky los más estentóreos, unánimes y, cabría decir, merecidos abucheos.
EL PAÍS 2007
Pasiones desatadas
J. Á. VELA DEL CAMPO
El “síndrome Manrico” pesaba en el ambiente del Real, después de la accidentada actuación de José Cura en 2000 y la espantada —o ausencia, si prefieren— de Roberto Alagna ahora, en una ópera, casi me atrevería a decir, pensada para él. Manrico es, claro, el tenor de Il trovatore, para el que Verdi escribió una partitura erizada de riesgos. Es un síndrome que, en cualquier caso, no se limita al coliseo de la plaza de Oriente, pues hasta en el teatro alla Scala de Milán, en la apertura de temporada 2000-01, hubo sus más y sus menos entre los loggionisti y Ricardo Muti, por cuestiones de un agudo más, un agudo menos, cuando el director decidió respetar la partitura y no permitió al tenor Salvatore Licitra la exhibición esperada con notas no escritas.
El tenor dominicano Francisco Casanova hizo lo que pudo ayer y, aunque ese momento sagrado del aria de la pira pasó sin pena ni gloria, siendo recibido de forma tibia por el público, el conjunto de su actuación fue meritorio y hasta notable, con momentos elegantes de fraseo y una disposición siempre encomiable. Voluntariosa —más aún: generosa— se mostró en toda la noche esa mujer de carácter que es Dolora Zajick, y espléndida estuvo Fiorenza Cedolins, aunque su Verdi no alcance, por ahora, el grado de magisterio y encanto de su Puccini, lo cual no impide admirar su Leonora como la perla vocal de la noche.
El gran protagonista de la representación fue, no obstante, el director de orquesta Nicola Luisotti, que planteó un Verdi lleno de furia, arrebatado, pasional, afortunadamente excesivo, y todo ello no le impidió la adaptación a los tempos de los cantantes ni la creación de atmósferas sutiles. Fue la de Luisotti una lectura excepcional, que supo mantener de principio a fin la tensión dramática y que sacó petróleo de la Sinfónica de Madrid, por mucho que en ocasiones se rozase la tosquedad en el sonido. Cuestiones menores.
Lo que se vivía musicalmente era una versión de fuego que hacía justicia a la dureza del tema y a la fuerza de la música que lo mantiene. Cumplió el coro, con más energía que matización, y fue correcta, con cierta distancia, la puesta en escena de Elijah Moshinsky, ya vista en 2000. Tratándose de una ópera que es un miura, la representación tuvo interés más que sobrado. Hubo momentos de gran brillantez y pasajes atractivos. Los cantantes echaron el resto, con mayor o menor fortuna, y el director musical sentó cátedra. Con todo ello las pasiones desatadas de la ópera salieron a flote. ¡Qué grande es Verdi!
el mundo año 2007
Los fulgores de la hoguera
‘Il Trovatore’ transmite una autenticidad verdiana casi redonda
ALVARO DEL AMO
Il trovatore
Director musical: Nicola Luisotti / Director escénico: Elijah Moshinsky / Reparto: Anthony Michaels-Moore, Fiorenza Cedolins, Dolora Zajick, Francisco Casanova / Escenario: Teatro Real (Plaza de Isabel II) / Fecha: 7 de junio.
***
Quizá la ópera más insondable y tenebrosa de Giuseppe Verdi, una profunda inmersión en dos furias complementarias, la venganza y los celos, prescinde de una acción dramática propiamente dicha. Todo ha ocurrido ya, en un pasado que gravita plúmbeo, o sucede elípticamente entre escena y escena; un planteamiento audaz que permite a las criaturas dolientes expresar sus penas por el doble procedimiento del relato y de la exposición de sus sentimientos. El cuarteto operístico esencial, compuesto de tenor, barítono, soprano y mezzosoprano, con el añadido marginal de un bajo, cuentan y se lamentan, narran y expresan sus anhelos, cuitas y esperanzas a través de una música arrebatada, incendiada por el fuego de diversas hogueras, la pira que quema al inocente y las brasas que atormentan a los corazones.
Se repone el montaje coproducido por nuestro Teatro Real y el Covent Garden londinense, que en diciembre de 2002 fue poco apreciada por la crítica y contestado por un sector del público; el repertorio se parece a la visita de un pariente que regresa fiel a sí mismo y no cabe sino aceptarlo, procurando que las imágenes vetustas y convencionales se animen y se hagan perdonar gracias a las calidades de la interpretación vocal y musical. Una esperanza que en este caso se ha cumplido; la reposición ha resultado una grata sorpresa, logrando una velada de autenticidad verdiana casi redonda.
Es de esperar que el joven director italiano Nicola Luisotti vuelva a menudo al Teatro Real después de un debut tan bien planteado; brioso sin grandilocuencia, cálido sin amaneramiento, diseccionó y comunicó la fulgurante partitura, sosteniendo con mimo y firmeza a los cantantes, al tiempo que hacía respirar a un coro pletórico.
Raymond Aceto es un Ferrando suficiente y Amparo Navarro una Inés adecuada. Michaels-Moore comunica la rabia del Conde de Luna, pero queda en gran medida inédita su humanidad. El Manrico de Francisco Casanova es efusivo, de un lirismo refinado, creíble, aunque le falta una mayor contundencia en la concepción del personaje; Manrico no es el pobre tipo al que a veces parece asomar.
Fiorenza Cedolins hizo una Leonora de gran clase, muy matizada, sólida cantante y dúctil actriz. El punto álgido del reparto fue Dolora Zajick que se ha apropiado del papel de Azucena hasta hacerlo suyo y comunicarlo con el virtuosismo del especialista.
ABC:
Más vale trovar
ÓPERA
«Il trovatore»
Música: Verdi. Int.: F. Casanova, F. Cedolins, D. Zajick, A. Michaels- Moore, Coro y Orq. Titular del T. Real. Dir. de escena: E. Moshinsky. Dir. musical: N. Luisotti. Teatro Real. Madrid. 7-05-07
ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
Rumor de ópera había el jueves en el Teatro Real. Gente bulliciosa, expectante ante la función y dispuesta a divertirse con «Il trovatore». Tanto, que apenas Fiorenza Cedolins cantó la salida de Leonora ya se escucharon los primeros aplausos. Fue toda una declaración de principios. Ella fría, «calante» y sin colocar, los demás queriendo disfrutar de este milagro plagado de dificultades que es la obra de Verdi. Dicho de otro modo todos juntos dejando aflorar la tensión acumulada.
«Il trovatore» la ha tenido desde el momento en el que Roberto Alagna apareció en cartel. Luego, como el divo canceló han tenido que sustituirle tres Manricos que se reparten las funciones. El día del estreno se oyó a Francisco Casanova. Un valiente cuyas posibilidades no acabaron de aparecer en esta representación demasiado a medio hervir. La voz es bonita, pero en otras ocasiones le ha sonado mejor, la línea es agradable aunque sea capaz de perfilarla con más delectación, los medios son notables y quedaron a medio gas. Cantó el primer interno y rompió la voz más de una vez, atacó la «Pira» para resolverla sin arriesgar (una forma de dejar pasar la gloria), llegó «Ah sì, ben mio, coll´essere» y empezó a encontrar la medida de lo íntimo, hizo el «duettino» con Azucena y surgió la sustancia. La obra estaba llegando al final.
Así las cosas, habría que retroceder sobre la actuación de Dolora Zajick, pues su Azucena fue lo verdaderamente notable de la noche o, al menos, lo más regular, desde los atisbos belcantistas de «Stride la vampa» hasta ese final recogido. Anthony Michaels-Moore salió con la voz rozada y monolítica, y se despidió del Conde de Luna añadiendo arrestos. Para entonces Cedolins (con muchos amigos entre el público) había dejado una agradable media voz en «D´amor sull´alli rose», Francisco Corujo había llamado la atención, el coro había hecho gala de musculosa fortaleza apretujado en la torpe escenografía ya vista en el 2000 y la orquesta se mantenía con una sonoridad gruesa pero ya libre de falsos histrionismos, al hilo de la voluntad del maestro Nicola Luisotti.
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