Las críticas en la prensa nacional a “Brokeback Mountain”
Como habitualmente aquí tienen las críticas que van publicándose. Conclusión provisional: más teatro que ópera porque la música no acaba de funcionar, el canto cae en el recitativo continuo, la emoción no llega y el trabajo mediatico es innegable.
Las entradas pendientes en taquilla reflejan que no es oro todo lo que reluce, aunque es de suponer que los abultados restos -prácticamente sólo se han vendido los abonos- irá menguando, ya que vender 400 entradas por noche en la capital de España con cinco millones de habitantes es lo lógico.
EL MUNDO, 29/01/2014
‘Brokeback Mountain’ se resuelve con máxima repercusión internacional y éxito de público
No puede hablarse de una velada triunfal, pero sí de un éxito desconcertante. Desconcertante porque la versión operística de ‘Brokeback Mountain’ se había planteado como un gran alarde vanguardista y como el primer ejemplo de una ópera que alude explícitamente a la temática gay.
Podría suponerse que ambos extremos predisponían la hostilidad del público conservador que habita en los estrenos del Real, pero sucedió que los espectadores agradecieron el espectáculo. Porque realmente no era transgresivo. Y porque los únicos abucheos discrepantes, muy pocos, concernieron la partitura más o menos abrupta de Charles Wuorinen.
Nunca el Teatro Real en su historia contemporánea había concitado semejante interés ni había reunido tantos periodistas extranjeros en el patio de butacas. Un centenar de medios foráneos se han ocupado del bautismo de ‘Brokeback Mountain’, concediendo a Gérard Mortier un papel de agitador cultural que beneficia las ambiciones cosmopolitas de Madrid y que anoche la convirtieron provisionalmente en capital operística del mundo.
Se explican los honores por el acontecimiento de un estreno mundial, aunque llama la atención que la repercusión de esta ópera haya superado incluso el ‘Così fan tutte’ que concibió Michael Haneke y la première planetaria de ‘The perfect american’.
Así se titulaba la ópera que Philip Glass dedicó a Disney en clave más o menos iconoclasta. Un año exacto se ha cumplido del estreno, así es que Brokeback Mountain renueva la fertilidad creativa del Teatro Real con razones propias y motivos circunstanciales.
Las primeras consisten en la brillante autoría de una partitura nueva con la firma del compositor neoyorquino Charles Wuorinen, pero no se explicaría el impacto mundial del estreno si no hubieran intervenido la despedida de Mortier en su último gran proyecto madrileño y el antecedente de una película sobresaliente con la que Ang Lee obtuvo el Oscar al mejor director.
Se entiende así la huella cinematográfica que permanece en el montaje escénico de Ivo van Hove: dos horas sin pausa, guiños desordenados a Lars von Trier (‘Dogville’), amén de una pantalla gigante en cinemascope que proyecta las imágenes totémicas de la montaña en que los vaqueros Jack y Ennis consuman sus amores clandestinos en la alegoría del paraíso perdido.
Los interpretan respectivamente Tom Randle y Daniel Okulitch desde un premeditado y quizá excesivo contraste de caracteres. El tenor y el barítono. El moreno y el rubio. El bajo y el alto. El sofisticado y el rústico, aunque la mayor diferencia probablemente es la menos calculada de todas y radica en la desigualdad de los méritos artísticos.
Resulta que el cantante canadiense Daniel Okulitch asume en primera persona la credibilidad del espectáculo. No sólo por la autoridad con que resuelve la endemoniada partitura. También porque su presencia escénica, su viaje al dolor y su monólogo final relativizan los problemas de disociación que traslada este desigual espectáculo.
Disociación quiere decir que no existe una relación demasiado natural entre la música, el libreto y la escena. Charles Wuorinen plantea una partitura atonal, compleja, desprovista de emociones, mientras que el texto se resiente de un excesivo prosaísmo. Se diría que unos y otros personajes, incluidos los femeninos, se dedican a discutir en plan “escenas de matrimonio”, subordinándose argumentos tan poderosos como la opresión social y privando a ‘Brokeback Mountain’ del erotismo y la sensibilidad que había proporcionado a la película de Lee la unánime empatía de los espectadores.
No le convenció del todo el filme a Annie Proulx. Ella había escrito el relato originario en las páginas del ‘New Yorker’ (1997) más cerca del feísmo y de la aspereza que de la épica, y ella también se ha incorporado ahora a la tercera vida de la criatura redactando el libreto. Y simplificándolo, aunque el principal obstáculo consiste en que la música atmosférica de Wourinen, interpretada en el foso con el oficio y la concentración de Titus Engel, no termina de identificarse con las palabras. Vuelve a producirse una disociación, probablemente por el contraste de lenguajes y porque el texto y la partitura se resienten de un problema de convivencia, igual que les sucede a los amantes Jack y Ennis en la claustrofobia de una sociedad hostil al acecho.
Ivo van Hove la retrata metafóricamente con la imagen inquietante de los hombres de negro, vaqueros fantasmagóricos que todo lo ven y que todo lo saben. Forman parte de las ideas más solventes de la dramaturgia. Que resulta más eficaz cuando se hace más conceptual. Y que resulta embarazosa cuando redunda en la literalidad del libreto.
No puede decirse que sea un montaje arriesgado. Y por la misma razón cabe pensar que la reacción favorable del público se atiene al consenso de una dramaturgia de fácil digestión. Ni siquiera la ópera contiene escenas polémicas, siempre y cuando no se valoren como tales una escena sexual encubierta en una tienda de campaña y la imagen de una pareja de hombres besándose en el escenario.
Es el momento ‘titanic’ de Jack y Ennis, la parada obligatoria de un viaje que empieza con la blancura virginal de la nieve y que termina con la oscuridad del catafalco. Es entonces cuando prorrumpe el excelente Daniel Okulitch su monólogo del amor ausente, apurando los momentos más intensos de la ópera, aferrándose a la camisa de cuadros que había conservado el vaquero Jack como una reliquia. Quizá no les convenga seguir leyendo, porque vamos a hacer un ‘spoiler’ con el final. Y este amerengado final consiste en que la camiseta de cuadros vuela hacia el cielo como si la habitara un alma resurrecta. Me imagino a Ang Lee tapándose los ojos. Y no precisamente para enjuagarse las lágrimas.
El cineasta podría haber asistido anoche al estreno, como cualquier melómano o curioso. Lo hizo posible la opción por streaming que produjo el Teatro Real y que multiplicaron ubicuamente los portales culturales Arte y Medici, remarcando así la importancia de un estreno que reunió a una docena de sobreintendentes teatrales -Vancouver, Santa Fe, Los Ángeles, Múnich, Amsterdam, Londres, Basilea, Bruselas- dispuestos a que el último proyecto de Mortier adquiera una fuerza multiplicatoria. Ruben Amón
EL MUNDO, 29/01/2014
Las carencias de los vaqueros enamorados
Sobre un relato de Annie Proulx, Ang Lee hizo una conocida película. La propia escritora es ahora autora del libreto de la ópera Brokeback Mountain, que mantiene diferencias con el filme, pero que trata igualmente el tema del amor homosexual, difícil y secreto en este caso. La homosexualidad no es algo nuevo en la ópera moderna, pues ya aparece en la Lulú de Berg, y más explícitamente aún en óperas de Ginastera, Tippett y la célebre Billy Budd de Britten, quien repitió tema con Muerte en Venecia. También en España, donde en 1992 Manuel Balboa estrenó El secreto enamorado, una obra excelente aunque se olviden de ella. En este caso, la novedad es que ocurre entre vaqueros americanos, otro reto porque el tema del Oeste se fastidió para el teatro por su auge en el cine y pocas obras han saltado esa barrera. Incluso contundentes obras maestras como La fanciulla del West de Puccini apenas se representan. El dúo Proulx-Wuorinen intenta salvar el escollo y hacer una obra que, aunque protagonizada por vaqueros, descontextualiza bastante ese tema y es sobre todo americana (signifique eso lo que signifique), como corresponde a dos ganadores del Pulitzer.
Charles Wuorinen (1938) es compositor de éxito en su país, surgido de la vanguardia de Babbitt o Carter y luego tendente a un lenguaje mixto. Es un autor eminentemente sinfónico, con el antecedente operístico de Harun y el mar de las historias, sobre un texto de Salman Rushdie, estrenada con moderado éxito en 2004 en la New York City Opera. En España empieza a conocerse con el estreno de su segunda ópera, pues hasta ahora su música era absolutamente desconocida para nuestro público ya que no se le ha interpretado apenas. Probablemente es injusto, pero cierto.
Hay que decir que el libreto funciona bien y su problemática está claramente expuesta, aunque compararlo con Tristán e Isolda es simplemente una mostrenca treta comercial. La historia se cuenta directamente y con creciente dramatismo hasta su desolado final y, como texto, no sólo funciona sino que es notable, mucho mejor que el filme, aunque no todas las cosas nuevas tienen igual valor: la aparición del fantasma del suegro de Jack no sólo es irrelevante sino que resulta grotesca.
La música se mantiene más dubitativa que el texto, con una orquesta bien tratada que ayuda a la acción, en algunos casos mucho más allá de las voces, y una vocalidad vacilante que duda continuamente entre lo convencional y las técnicas más nuevas acabando por desarrollar un recitativo continuo que, a la larga, resulta fatigante y que además tiene poco que ver con lo que realmente se dice. Posiblemente, a Wuorinen le interese más la palabra que el canto; después de todo, lo mismo decía Wagner, aunque en la práctica su canto fuera más allá. Lo cierto es que Wuorinen parece muy preocupado en que cada palabra se entienda, y sin duda lo logra pero a costa de perder musicalidad, tanto que, aunque el dramatismo está bien acentuado, los muchos momentos líricos que el libreto posee se desperdician. En todo caso, se han buscado intérpretes que fueran actores además de cantantes y cumplen muy bien, desde Daniel Okulitch, Tom Randle, Heather Buck a Hannah Esther Minutillo. La dirección escénica de Ivo van Hove se apoya en la escenografía de Jan Versweyveld, a veces excesivamente pobre, y en el vídeo de Tal Yarden, y usa un eficaz realismo escénico sin entrar en excentricidades que distraigan o enfaden al personal. Pero lo mejor es, por encima de todo, la parte instrumental, con una Sinfónica de Madrid inspirada gracias a la buena dirección y concertación de Titus Engel. Es, sin duda, lo que presta dramatismo y continuidad a la acción, y Engel sabe hacerlo.
Al público del estreno le gustó la ópera, aplaudió largamente a los intérpretes y reservó una cálida ovación para libretista y compositor cuando salieron a saludar.
Una obra sólida con las carencias de muchas óperas actuales, lo que hace que sea más respetada que amada. Como tantos, Wuorinen es un compositor eminentemente sinfónico que aborda la ópera porque tiene oficio para ello, pero no es un operista nato. Pese a lo cual, alegra su éxito legítimamente trabajado. Tomás Marco
EL PAÍS, 29/01/2014
Pasión y paisaje en la versión operística de ‘Brokeback Mountain’
Por unas horas Madrid parecía Nueva York. O Houston, o Los Ángeles, o una ciudad estadounidense de peso cultural. Se estrenaba una ópera ambientada en Wyoming y Texas, fundamentalmente, con el fondo de la montaña Brokeback, teniendo como soporte textual una historia tan real y tan dolorosa como la vida misma, elaborada por una escritora de Connecticut y puesta en música por un compositor americano de renombre. Una ópera de nuestro tiempo, con un tema cotidiano al estilo de un verismo del siglo XXI, bien estructurada, bien contada y suficientemente bien cantada. Nada que objetar a la calidad de la realización.
La ópera ha sido tradicionalmente un género artístico con una gran capacidad para despertar sentimientos y emociones. La fantasía y la sorpresa han estado siempre de su lado. La pregunta que palpita a cada nuevo estreno es si existe una ópera representativa de nuestro tiempo, y si es así qué exigencias debe cumplir. En Brokeback Mountain el tema principal es de rigurosa actualidad, y poco o nada tratado en el terreno lírico. Se reivindica, como diría el poeta Jacobo Cortines, la pasión y el paisaje. Más que una reivindicación de la homosexualidad, se trata de un canto a la libertad sin contraindicaciones. El paisaje que envuelve el nacimiento de la pasión amorosa engrandece de forma poética su desarrollo. La historia tiene lugar en Estados Unidos, pero podría suceder en cualquier parte. Hay un toque americano en la cantina del comienzo, que recuerda en cierto modo las pinturas de Dennis Hopper, pero poco más. Las familias, los niños, son como en todas partes, con los mismos problemas y aspiraciones. La pareja homosexual va aceptando sus inclinaciones en un contexto propio de la sociedad actual. El libreto es descriptivo y no deja lugar a ambigüedades. Es transparente y por momentos, ay, demasiado previsible, a pesar de la imaginativa introducción del fantasma y el coro. Las emociones son operísticamente contenidas. ¿Un signo de nuestro tiempo? Tal vez. Cuando Giuseppe Verdi introdujo en La traviata personajes semejantes a los que podían estar como espectadores en el patio de butacas mantuvo al máximo la emotividad en las escenas líricas a través del canto y la música. En Brokeback Mountain los personajes son también normales, de los que se encuentra uno por la calle, pero el tratamiento teatral y lírico es más racional, más controlado, más narrativo al pie de la letra. E insisto, el libreto es impecable.
La tensión dramática viene acentuada por la música compuesta por Charles Wuorinen. Está tan bien construida que crea una atmósfera enriquecedora por su imaginación y variedad. Se escucha con placer y sin sobresaltos. Las voces están tratadas favoreciendo la comunicación. Se integran en la construcción teatral y en la descripción sentimental, pero en pocos momentos se obtiene de ellas una sensación de desgarro. La puesta en escena de Ivo van Hove es eficaz, con un sentido teatral preciso y rítmico. Tiene continuidad y se complementa con el tratamiento musical y vocal. Todo ello unido, atrae enormemente desde el punto de vista analítico y conceptual, pero conmueve con limitaciones desde una mirada emocional.
Dirige con precisión y nervio Titus Engel a una entregada Sinfónica de Madrid, que salva la papeleta con nota muy alta. El reparto vocal es muy homogéneo con actuaciones estelares de Daniel Okulitch y Heather Buck. No faltan a la cita algunos de los cantantes emblemáticos de Mortier como Jane Henschel y Hannah Esther Minutillo. Con las reservas apuntadas, quizás fruto de la impresión ante un primer visionado, el estreno de Brokeback Mountain ha resultado más que satisfactorio. Es una ópera con enjundia musical y un acertado equilibrio entre texto, teatro y voces. Con el estreno mundial, Gerard Mortier se ha salido con la suya, poniendo en pie uno de sus sueños más queridos. Su tenacidad ha llevado a buen puerto este proyecto. Dentro de unos años al recordar espectáculos tan singulares como El perfecto americano, La reina india, Iolanta-Persephone o este Brokeback Mountain, entre otros, se le echará de menos. Lo mismo ocurrió cuando partió de Salzburgo o París. Con todas sus peculiaridades y sus irregularidades, Mortier tiene un instinto para la búsqueda de una nueva visión de la ópera que, querámoslo o no, acaba ensanchando la amplitud de miras del espectador, al proporcionarle una apertura de ideas y estéticas. Con la planificación de Brokeback Mountain le ha echado mucho valor. La recepción en clima de éxito constituye su mejor recompensa. Juan Angel Vela del Campo
La Razón, 29/01/2014
“Brokeback Mountain”, el “arte” muy bien vendido
“Brokeback Mountain” de Charles Wourinen. Tom Randle, Daniel Okulitch, Heather Buck, Hannah Esther Minutillo, Ethan Herschenfeld, Jane Henschel, Ryan MacPherson. Coro y la Orquesta Titulares del Teatro Real. Ivo van Hove, dirección de escena. Titus Engel, dirección musical. Teatro Real. Madrid, 28 de enero.
Hay que dar la enhorabuena al equipo de comunicación del Teatro Real por su excelente labor a la hora de colocar las actividades del teatro no ya en toda la prensa nacional sino incluso en la internacional. En las últimas dos semanas parece que no sucede culturalmente nada más en la capital que “Tristán e Isolda” y “Brokeback Mountain”. Tanto es así que para la primera se han agotado todas las localidades, lo que no sucedía hace largo tiempo. El nuevo estreno del teatro ocupa portadas en las más prestigiosas revistas especializadas de Europa y América. La citada labor es tanto más de alabar cuando las representaciones de ninguno de los dos títulos lo justifican realmente y cuando buena parte del aparente éxito de ayer, de siete minutos de aplausos, se debe a la clá conseguida tras colocar una apreciable parte de las 350 entradas que quedaban en taquilla una hora antes de comenzar la función.
No se hasta qué punto merece la pena una crítica de la ópera de Charles Wourinen cuando ya ustedes han leído al respecto todo lo habido y por haber, pero toca escribirla. Empecemos por recordar que estamos ante el último gran empeño de Mortier y el penúltimo de su era, pues aún queda unos muy problemáticos “Cuentos de Hoffmann”. Mortier, que es persona de comedidas y simples ideas pero fijas e insistentes, es también fiel a su círculo. Prometió a Glass y a Wourinen que colocaría sus obras a donde fuera tras su precipitada salida de la New York City Opera y así ha sido. Ambas han recalado en el Real a pesar de la oposición en su día de miembros de su patronato como Mario Vargas Llosa o yo mismo, a quienes nos parecía que en España y Latinoamérica existía una cultura más propia en la que inspirarse que Disney o vaqueros de Wyoming. Fue todo en vano porque Mortier, contratado con carta blanca en un momento peligroso para Gregorio Marañón, jamás dio su brazo a torcer en nada.
Hemos leído luego declaraciones sobre supuestas connotaciones e incluso comparaciones entre “Tristán e Isolda” y “Brokeback Mountain”, programadas simultáneamente por Mortier como arma comercial. También, la verdad, se podrían encontrar entre “Romeo y Julieta”, “Wozzek” o “Muerte en Venecia”, título que se negó a traer al Real a pesar de haber sido coproducido por éste –y por tanto pagado- junto al Liceo. Incluso el de Britten, en año de centenario, también puede considerarse que versa sobre “mariquitas”, como me decía un buen y veterano aficionado madrileño ayer en el Liceo. A Mortier lo que verdaderamente le ha interesado siempre es la polémica y aquí nos la trae con la historia de amor entre vaqueros, aunque afortunadamente nuestro público ya pasa de tales niñeces. No hay espacio en estas páginas para filosofar sobre cómo y por qué se establece la relación entre ellos u otros aspectos del fondo de su problemática afectiva y social, sino sólo para analizar la ópera y sus circunstancias.
Comparar las partituras de Alban Berg o Wagner con la de Wourinen cae en la herejía musical, a pesar de las influencias que sobre el americano han representado Schönberg, Stravinsky, Carter o Barbitt. Su lenguaje tuvo vigencia, pero hoy ya está desfasado y la música navega por otros rumbos. Que cada personaje, incluida la montaña, tenga una nota que los caracteriza – si natural, do sostenido y do grave- no es algo nuevo y para el público y hasta para la crítica resulta anecdótico. La duración de dos horas sin descanso es infinitamente más breve que las cinco de “Tristán”, pero sin embargo pesan más por su carácter monótonamente reiterativo. El parecido entre ambas, amores imposibles aparte, casi se reduce a que comparten un filtro clave en los sucesos, en una el brebaje mágico y en la otra una botella de whisky, y a que en ambas escenografías son fundamentales los videos traseros. ¡Ojala pudiesen encontrase equiparaciones musicales! La orquesta, con mucha percusión y metal, se luce en su escasamente agraciado cometido bajo la batuta de Titus Engel y los cantantes responden admirablemente tanto escénicamente como a sus particellas de un parlato constante muy propio de un hijo renegado de dodecafonismo y serialismo que hacia los minutos finales pretende volverse más lírico sin conseguirlo.
Si hacer una película de un texto literario es siempre problemático, aún más lo es traspasarlo a la ópera. El film de Ang Lee tenía momentos preciosos, unos por la belleza de sus imágenes y otros por la emotividad de las sugerencias. El final, incomprensible para algunos, encerraba uno de sus grandes e interpretativos atractivos, ahora de algún modo desmisteriorizado. El desarrollo, prácticamente en tres escenas, ideado por la propia Proulx reduce la acción, aunque el film no durase mucho más, pero funciona teatralmente muy bien. Si no logra la variedad y coherencia de las quince escenas de “Wozzeck” es fundamentalmente por la partitura ya que libreto y actuación dramática resultan brillantes.
Todas las declaraciones de unos y otros en los medios me han hecho recordar esa hermosa película que es “La gran belleza” de Sorrentino cuando, en una cena en una impresionante terraza junto al coliseo, una de las invitadas cuenta su vida de forma aparentemente convincente, pero el protagonista periodista se la echa abajo demostrando su completa falsedad. Toda la primera parte de esa película, dedicada a una Roma nocturna banal y decadente, y su contraste con el final, me recuerda muchísimo a Mortier y su entorno frente a lo que habría de ser la vida operística auténtica. Si tienen curiosidad y dinero para permitírselo hay aún disponibles mas de cuatro mil entradas. No me cabe duda de que la obra tendrá recorrido, no en vano hoy hay obligación en el público de sentirse “modernos”, de convencerse de que las cosas valen lo que por ellas han pagado y en los teatros lo “rosa” llena muchos departamentos artísticos. Yo, parafraseando a Ennis del Mar en su alegato final, juro que no habrá tampoco otra. Sinceramente, me vale más como teatro que como ópera. Y ustedes, los que la vean, ¿tendrán acaso deseos de repetir alguna vez en su vida? Las comparaciones pueden ser odiosas, pero también inevitables y de Berg a Wourinen hay un trecho, el que marca la diferencia entre el flash momentáneo bien vendido y la obra de arte. Gonzalo Alonso
ABC, 29/01/2014
El amor que mueve montañas
El estreno de «Brokeback Mountain» le ha proporcionado al Teatro Real una oportunidad de oro para alcanzar una visibilidad desmesurada. Medios de comunicación de medio mundo se han ocupado del tema, incluyendo a los nacionales que han anunciado la nueva ópera en espacios informativos de toda condición. La expectación es evidente por mucho que, ayer por la tarde, todavía quedaban por vender localidades en más de un veinte por ciento de media por función. Ocho hay previstas. Todo ello suena paradójico, aunque tiene cierta explicación al tratarse de un espectáculo planteado desde la incertidumbre: tal y como él mismo ha reconocido, el veterano compositor americano Charles Wuorinen es poco conocido en Europa incluyendo España; la libretista Annie Proulx apenas cuenta con ediciones accesibles más allá de «Wyoming»: el director de escena Ivo van Hove se estrena en Madrid con esta producción, y el reparto no incluye a nadie de máxima relevancia en el escalafón vocal actual. De momento, «Brokeback Mountain» ha atraído, hay que insistir, más fuera que dentro del espacio en el que se representa. Parece inevitable creer que el morbo generado por su argumento tiene que ver en todo ello.
La ópera toma como punto de referencia la muy elogiada película de Ang Lee en la que se narra la relación física y enamoramiento de dos vaqueros en el Wyoming de los sesenta. Una historia transgresora, un tema todavía espinoso, que el cine supo elevar a una dimensión trascendente gracias a la calidad artística con la que se abordó. Al menos esta fue la opinión unánime. Por eso, en claro parangón, la cuestión no debería ser tanto el supuesto detalle escabroso de la narración sino dilucidar si la transcripción, ahora al formato operístico, tiene enjundia suficiente como para convertir el estreno de anoche en el Real en algo más que un chascarrillo. A tenor de lo visto, así es, pues se trata de un sólida propuesta, de un trabajo armado de oficio y solvencia. Colabora a ello la síntesis que la libretista Annie Proulx hace del texto original eliminando, cualquier elemento superfluo y atendiendo a un diálogo concentrado y sustancioso. Parece que ha mantenido una íntima relación con el compositor pues si el texto narra, la música describe, particularmente en los sucesivos interludios entre escenas en los que cabe encontrar lo mejor de la partitura.
Hay un detalle al margen que puede dar idea de su valor. Se deduce a partir del trabajo del director de escena Ivo van Hove quien arriesga con una propuesta esencial, particularmente en varios momentos en los que la acción se limita a la presencia de los protagonistas sobre un escenario vacío donde todo queda en manos de los intérpretes, del texto y la música. Es entonces cuando se hace indudable el sentido ambiental que propone la partitura de Wuorinen, evidente en la profunda y evocadora sonoridad con la que arranca la obra y sobre la que se volverá en otros momentos, así como en la intención dramática de muchos pasajes en los que la densidad sonora se relaciona con lo cantado. Ayer. dio la sensación de que aún podría quedar margen para que la interpretación que surge desde el foso fuera más intensa, pues aunque la dirección musical de Titus Engel y el trabajo de la orquesta titular es muy riguroso y capaz, quizá quepa un punto de mayor contraste, de soltura expresiva.
En ese contexto, el trabajo de Van Hove se columpia entre dos espacios muy distintos. Uno es más realista, aunque no por ello menos ingenioso, pues simultanea sobre el escenario las casas familiares de los vaqueros, entre las que ambos circulan. El otro es más sugerente, con obvia influencia de la película de origen. Corresponde al escenario desnudo limitado al fondo con varias proyecciones con imágenes de Brokeback Mountain. Es ahí donde se despide, en el final de la obra, el vaquero Ennis, encarnado por Daniel Okulitch, quien al igual que Tom Randle, Jack, hace una interpretación muy bien construida. Ambas son vocalmente notables, pese a la ligera tendencia a oscurecer la voz que tiene el primero y alguna falta de redondez del segundo en el registro agudo. Y los dos están a la cabeza de un reparto digno y bien preparado. Un circunstancia a tener en cuenta pues añade valor a una obra que ya es mucho más que una noticia anecdótica. Alberto González Lapuente
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