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Las críticas a "Wozzeck" en el Teatro Real
"Don Giovanni" en los medios de comunicación
Por Publicado el: 14/05/2013Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas en prensa a Don Pasquale

He aquí las críticas publicadas el 14 de mayo y sucesivos. Los comentarios, poco a poco.

El País

Muti, el italiano

DON PASQUALE

De Donizetti. Director musical: Riccardo Muti. Director de escena: Andrea de Rosa Con Nicola Alaimo, Alessandro Luongo, Dmitry Korchak, Eleonora Buratto y Davide Luciano Orquesta Giovande Luigi Cherubini, Coro Intermezzo. Producción del Festival de Ravenna, zoo6. Teatro Real, 13 de mayo.

 A finales de 2012 la editorial Riz­zoli publicó un libro de Riccardo Muti que lleva por título Verdi, L’italiano. Las reflexiones huma­nistas que el director de orques­ta vuelca sobre el compositor más emblemático de la ópera ita­liana se le podrían aplicar a él en un gran número de cuestiones. Muti representa hoy en día co­mo ningún otro la alegría de ha­cer música y, en particular, refle­ja la pasión de la ópera italiana. Verdi en primer lugar, desde lue­go, y ahí están sus modélicas di­recciones en la ópera de Roma de títulos como Simon Boccane­gra. 1 due Foscari o Attila, por citar las tres últimas óperas que ha puesto en pie allí, sino tam­bién obras a veces arrinconadas del siglo XVIII, del repertorio na­politano o afines. Obviamente en su dedicación también está el pe­riodo belcantista, tan determi­nante en la estética musical ita­liana antes de Verdi. Muti, el ita­liano, pues. Por vocación y fideli­dad. Por instinto teatral y por vi­talidad humana.

Por otra parte, su condición napolitana militante se percibe en los guiños afectivos que tiene con nuestro país. Hay mucha his­toria común detrás. El año pasado eligió para su actuación en el Real un titulo de Mercadante de vinculación madrileña y esta temporada tenía previsto otro del mismo autor aunque de filia­ción gaditana, pero la fuerza del destino le ha llevado a sustituirlo por una ópera bufa de Doni­zetti, lo que en cierto modo tam­bién supone un homenaje a Ma­drid, pues no en vano el Real se inauguró en 1850 con una ópera de este compositor. La favorita.

La afinidad de Muti con Don Pasquale viene de lejos. Con esta ópera debutó en el Festival de Salzburgo, ahí es nada. Su direc­ción actual de la misma es de una gran madurez. No es cuestión únicamente de técnica o de sabiduría prodigiosa en el terre­no de concertar las voces con la orquesta. El planteamiento buffa se escapa de las coordenadas habituales de la comicidad a ultranza, y adquiere una dimensión melancólica muy sugerente. Bien es verdad que la actuación de Nicola Alaimo es extraordina­ria teatral y vocalmente para reforzar el pensamiento musical de Muti, asi como el retrate sicológico que el director de escena hace de personajes como el de Norina, al que Eleonora Buratto responde con inteligencia y habilidad. Lo cierto es que, con todas las complicidades que se quiera, Muti imprime un sello musical que va más allá de la apariencias, en un estilo parangonable a lo que un director de cine como Billy Wilder logra con sus filmes aparentemente cómicos, que se convierten en análisis de la condición humana. Eso sí, se mantiene siempre en Muti la vitalidad, la sonrisa. La agudeza viene de la matización musical y su integración con una dirección de escena ajustada con incisividad a lo que se está contando, y con un equipo de cantantes que derrocha teatralidad con una calidad vocal más que suficiente.. El coro Intermezzo, titular del teatro Real, estuvo como nunca en su faceta dinámica y en el cato a media voz. Con todo ello la representación transcurre sin altibajos, en un estado continuo de magnetismo, y al espectador no le queda otra opción que dejarse llevar por la música y sus circunstancias. Para más de uno este Donizetti va a ser un descubrimiento.

La orquesta juvenil Luigi Cherubini se muestra asimismo con una madurez envidiable. Son disciplinados y dominan el oficio. El director escénico Andrea de Rosa tiene sentido narrativo y dosifica los golpes de humor con prudencia. El efecto Muti, en cualquier caso, se alza como el motor de la representación. El director imparte una lección de dirección operística de principio a fin. En el sonido, en la continuidad, en la elección de los tiempos, en los contrastes, en la atención a las voces individuales y el coro, en la labor de conjunto. El público disfrutó a sus anchas. Y Muti obtuvo  un éxito clamoroso. Juan Angel Vela del Campo

 

ABC

Riccardo Muti volvió anoche al Real con la ópera «Don Pasquale» de Donizetti

Un simpático espectador pregunta­ba anoche si había algún detalle que hiciera sospechar que en el foso del Teatro Real estaba Riccardo Muti. Una sonrisa fue la primera respuesta. Al fin y al cabo, la consulta parecía te­ner mala intención, que luego no era tal: sólo era necesario fijarse en el ges­to de curiosidad del interrogador para entender que tras las palabras esta­ba la buena fe del curioso.

Vinieron, por tanto, los argumen­tos. Se notaba que Muti estaba en el foso en la calidez de muchos fraseos, en la seguridad del encaje entre el es­cenario y la orquesta, en la continui­dad del criterio, en el convencirpien­to de que es posible sacar adelante «Don Pasquale» sin caer en el efecto. En los muchos momentos en los que la orquesta fue el mejor cantante. En la elegante apostura de la versión mu­sical, en definitiva.

Para qué seguir. Tantas razones te­nían que ser suficientes… y, sin em­bargo el buen amigo seguía esperan-do alguna otra más clara Algo sospe­chaba. Quizá que trascurridos los dos primeros actos la presencia de Muti había sido fundamental para evitar que hiciera aguas lo que en otras cir­cunstancias habría naufragado. El mismo arranque lo presagió: Alessan­dro Luongo cantando «Bella siccome un angelo» tan terrenal que todo era calar mientras dejaba hueco el regis­tro grave: Eleonora Buratto hacien­do la cavatina de Norina con tanta lla­neza que obligaba a conformarse con las notas bien colocadas.

Más aún, porque Nicola Alaimo, apretado vocalmente, habla apareci­do en escena demostrando que el dis­fraz de Don Pasquale no era tal sino la revelación inequívoca de la falta de ve­terana madurez que cualquiera espe­ra del protagonista Y todo ello sin extenderse ala destemplada y fea salida del tenor Dmitry Korchak convirtien­do en uno el apianar y destimbrar la voz, el perfil aniñado del notario can­tado por Davide Luciano y, ¡colmo de los colmos!, la naturalista y provincia­na propuesta escénica de Andrea De Rosa, que transcurrida la primera par-te de la representación habla hecho que el Real descendiera al Averno en el ranking de la modernez. Los ejemplos son muchos pero basta recordar la sonrisa cristalizada que provoca la insul­sa entrada de Norina y Malatesta en casa de Pasquale o el concertante que pone fin al segundo acto y donde sólo brilla con luz propia el figurante.

Lo que si es fácil entender es que a un maestro como Muti le guste el ries­go. Le tenía afición cuando, desde an­tiguo, hacía «Don Pasquale» con ner­vio y tensión: en definitiva, emocio­nante, a la par que entretenido en su variedad de situaciones. Hoy sus ma­neras son más complacientes. y sus resultados algo tibios, dejando la obra en una confortable propuesta El ries­go, que le sigue interesando, se basa en sacar benefiFio de la chistera de donde otros sólo obtendrían insatis­facciones. Gracias a ello la Orquesta Giovanile Luigi Cherubini es una en­tidad respetable. Con sus carencias pero con una regularidad suficiente y un trabajo de fondo bien perfilado.

También alcanza altura en la repre­sentación que se estrenó anoche un re-parto que tiene la virtud general de so­nar con volumen y que, se va calentan­do, que suelta amarras, para mayor glo­ria de Buratto. exacta en la linea y hasta sutil en la frase «Va a letto, bel nono», y de Luongo que perfila el suceder del personaje con buena planta. Ambos sobresalen entre los demás, que llegan bien engrasados al tercer acto.

Es el momento definitivo: desde la brillante entrada del Coro Titular del Teatro Real, «1 diamanti, presto, pres­to», que le falta un remate de precisión pero que proporciona el punto de ma­yor intensidad expresiva de toda la re-presentación. Sucede ahí yen el dúo final entre Norina y Ernesto, que Muti apoya con detalles orquestales en «pia­nissimo» antes inexistentes. Para en­tonces el convencional salón decimo­nónico rodeado de intérpretes y figu­rantes que ven la representación y esperan turno, se convierte en un so­brio jardín apenas apuntado por una reja Sin especial encanto, para qué en­gañarse, pero con suficiente voluntad de apoyar algo que quiere dar fin de manera melancólica Lo intenta, y casi lo logra. Queda en eso, pese al aval de Muti y su acaudalada grandeza. Alberto Gonzalez Lapuente

EL MUNDO

Riccardo Muti: delirio en Madrid

El maestro napolitano entusiasma en el coliseo madrileño con una memorable versión de `Don Pasquale’ interpretada por cantantes y músicos jóvenes.

Necesitaba el Teatro Real una velada de entusiasmo unánime y de cla­mores. No son fáciles las tempora­das de Gérard Mortier en su diges­tión, estímulo intelectual y controversias escénicas, de forma que Ricardo Muti ejerció anoche de terapeuta coyuntural con una asom­brosa versión de Don Pasquate.

Asombrosa por la tensión musical y dramatúrgica. Asombrosa porque el maestro napolitano convirtió la ópera de Donizetti en un sublime ejercicio de clarividencia. Parecía que la música aula literalmente entre sus manos y que la orquesta Cherubini, compuesta por jóvenes profesores, se aplicaba en un insólito ejercicio de identificación carismática.

Muti no se limitaba a dirigir con sabiduría y sentido teatral. Creaba atmósferas musicales. Se recreaba en los estados de ánimo de la parti­tura, custodiando el equilibrio entre la melancolía y la comicidad, de manera que nunca se impusiera la una a la otra.

Es la naturaleza de Donizetti y la de Muti también. Entre otras razo­nes porque los emparenta la napo­litaneidad. Donizetti, aún siendo de Bérgamo, fue sumo sacerdote del San Carlo, mientras que Muti es más napolitano que la sangre de San Pantaleón.

Semejantes afinidades culturales se añaden a las curiosidades biográ­ficas. Entre ellas, que la edad del personaje de Don Pasquale y de Riccar­do Muti es la misma, tal como queda expuesto en un pasaje del audaz y li­breto Giovanni Ruffmi: «Para alguien que ronda los 70, debo reconocer que soy buen mazo y bien plantado». Muti demuestra que es buen mo­zo y bien plantado en el latido musi­cal con que la ópera preserva !a in­tensidad y la naturalidad, desde pri­mer compás hasta el último. Le importa la forma y el fondo, así es que la flexibilidad de los jóvenes mú­sicos le consiente convertir el foso en el oleaje donde navegan a favor de corriente la escena y los cantantes.

Merece destacarse su labor a cuenta de lo que hicieron y a cuenta de lo que apuntan. Empezando por Eleonora Buratto, cuya personalidad vocal y artística augura una carrera  de envergadura más allá del reper­torio estrictamente belcantista. La aclamaron tanto como hicieron con Nimia Alainto en el papel titular Se trataba de reconocer sus condiciones canoras, pero también de so-pesar los méritos actorales con qué hizo tan verosímil, entrañable y hasta doloroso a Don Pasquale.

Sabe Riccardo Muti encontrar y proyectar las voces idóneas. Por eso escogió a Alessandro Luongo en el rol de Malatesta e hizo la apuesta de Dmitry Korchak, un te­nor refinado, de timbre ingrato y pulcro que demostró valentía en el tiente que proliferaban en el entreacto como un gesto de despecho a la temporada de Mortier y a la inestabilidad musical en el foso del teatro.

Está claro  que Muti sería un director musical extraordinario y que habría que secuestrarlo en los camerinos del Real, pero el acontecimiento cultural de anoche se atiene precisamente a la excepcionalidad con que el director napolitano se prodiga en el repertorio operístico. Ningún colega le disputa la hegemonía, de forma que es muy tentador pedir a Muti a los Reyes Magos. Y muy ingenuo también.

No es tan ingenua, en cambio, aunque lo parezca, la versión tea­tral de Andrea de Rosa. Se resiente de una cierta precariedad escénica y abusa de los gags embarazosos, pero aporta algunas soluciones conceptuales en el contexto del jue­go de los espejos.

La principal consiste en que la ópera transcurre en dos planos. Los cantantes desarrollan Don Pasqua­le sobre una tarima, pero hay un plano exterior a la mera trama que sobrepone sus vicisitudes persona-les: en la ópera sucede lo que les ocurre en sus vidas, igual que si se tratara de una extrapolación menos traumática de Payasos.

Lo peor que se puede decir teatralmente de este Don Pasquale es que no molesta (ni subyuga). Lo mejor es que la música de Gaetano Donizetti respira como si fuera su hábitat y que De Rosa se recrea un nocturno en solemnidad del dúo final, balan­ceándose con la batuta de Muti a tra­vés del alma de Don Pasquale. Rubén Amón

 

EL MUNDO

Donizetti y el `no’ de la niña

Calificación: ***

Si en su momento esta opera buffa retrataba el escarmiento sufrido por un anciano egoísta por su em­peño de sacrificar a una mujer joven en un matrimonio desigual, el sabio retrato del vejete lo sitúa hoy como un melancólico homenaje a las emociones póstumas de la tercera edad. La producción del Festi­val de Ravenna repite el muy tran­sitado tópico del teatro dentro del teatro, que aquí deriva hacia el esbozo, o el ensayo, de una puesta de escena. Falta encarnadura, atmós­fera y voluntad de fascinar, pero la propuesta se sostiene gracias a la eficacia de los intérpretes, algunos más actores que cantantes.

Obra de madurez del compositor que se consumió en el parto exte­nuante de una producción que su­peró los 70 títulos, la comedia áci­da tiene algo de testamento; des­pués, sólo llegaron la ópera seria Maria di Rohan y la grand opera Don Sebastien.

Riccardo Muti, como cabía espe­rar, fue la estrella de la noche, capitán de una joven orquesta que bajo su timón saca el máximo jugo a una música, cuya aparente ligereza no debe confundirse con la banalidad, pues recorre el espectro completo de las emociones humanas, desde el gozo a la desolación.

Si nuestro Moratín, en El sí de las niñas, fustigaba a la vez la injusticia social que obligaba a la doncella a entregarse a un señor provecto y los excesos del disparatado teatro de una época, ofreciendo a la vez una lección de moral y una defensa de las tres unidades aristtotélicas, apenas 40 años después el romántico Donizetti añadía más color y nuevos bríos a su memorable retrato femenino. Norina, valiente y despechada, es una muchacha espoleada por el descubri­miento de la libertad, encarnado con viveza por Eleonora Buratto; de voz fresca y abundante, su ju­ventud conocerá un mayor control y aprenderá técnicas y matices, pero ya anoche se impuso como la protagonista de la función. Con el Coro Titular del Teatro Real fue lo mejor del reparto.

Nicola Alaimo es un buen actor; recuerda a algún ilustre antecesor, como Alberto Sordi, en su expresi­vidad sin aspavientos yen la inteli­gente concepción del personaje, más patético que posesivo. Vocalmente deja mucho que desear; mo­nótono, dispone de un pobre instrumento, al que no logra sacar apenas partida Lo mismo puede decirse del Malatesta de Alessandro Luongo. El tenor ruso Dimítry se acerca a Er­nesto hasta casi alcanzarlo, aunque se le ve algo despistado en estilo, pero tiene materia donde desarro­llar el refinamiento y la intención que aún le faltan. Un público aliviado y agradecido aplaudió a todos. Cabe esperar que Muti regrese, no demasiado tarde. Álvaro del Amo

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