Leyla gencer, La diva turca
OBITUARIO
Leyla Gencer, soprano
La “Diva turca”
JUSTO ROMERO
La soprano turca Leyla Gencer era, junto con Magda Olivero (1912), la última verdadera gran diva de la edad de oro del canto. De alguna manera, los melómanos y operófilos se habían acostumbrado a la longevidad inextinguible de estas dos figuras de la historia del arte lírico. La Gencer falleció el pasado viernes en su domicilio de Milán, como consecuencia de una “insuficiencia cardiorrespiratoria”.
Su carrera abarcó 30 años y más de 70 personajes operísticos. Contemporánea y rival de las legendarias Maria Callas y Renata Tebaldi, Leyla Gencer no poseía, sin embargo, el poderoso instrumento vocal de ellas, aunque suplía esta limitación con una emotividad expresiva, una presencia escénica y unas dotes de actriz que la convirtieron pronto en una de las sopranos más fascinantes y apreciadas de su época; “de cualquier época”, como subrayaba el sábado un portavoz de la Scala de Milán, tras conocer su fallecimiento.
Conocida universalmente como “La Diva Turca”, Leyla Gencer había nacido en Estambul, el 10 de octubre de 1928. Hija de un hacendado miembro de una de las más antiguas y conocidas familias de Anatolia, su madre era inmigrante polaca, de origen lituano. Pasó su infancia en un impresionante palacio sobre el Bósforo. Y comenzó a estudiar canto en el Conservatorio de Estambul. Muy joven aún se traslada a Ankara, donde recibe lecciones privadas de la gran soprano italiana Giannina Arangi-Lombardi. Pronto destaca por sus cualidades interpretativas, y en 1950 se produce su debú operístico, en Ankara, con el personaje de Santuzza, de Cavalleria rusticana.
Rápidamente comienza a circular por la Europa operística los rumores sobre las excelencias interpretativas “de una joven soprano turca”. En 1953 se traslada a Italia y debuta en Nápoles, de nuevo en el papel de Santuzza, al que sigue inmediatamente su presentación con Madama Buttefly, también en Nápoles, en el Teatro San Carlo, al que siguen triunfales funciones de Tosca en la Ópera de Múnich. A partir de ese momento, los mejores teatros europeos y americanos se disputan su presencia. Karajan, tan despierto como siempre, la invita inmediatamente a cantar La traviata en la Ópera de Viena.
En 1956 debuta en San Francisco y un año después, en 1957, protagoniza en la Scala de Milán el estreno absoluto de Diálogos de Carmelitas, de Francis Poulenc. Filadelfia (1958), Moscú (1960), Buenos Aires (1961), Londres (1962), Glyndebourne (1962) y Edimburgo (1969) son eslabones de una carrera siempre ascendente, y catapultaron una voz que, aunque limitada en volumen, se caracterizaba por estar gobernada por una de las mejores técnicas de su tiempo y resultaba realzada por un temperamento teatral y una inteligencia expresiva inconfundibles.
En la Scala, compartió estrellato con la Callas y la Tebaldi. Su presencia en el templo operístico milanés fue permanente entre 1957 y 1983, donde apareció en 15 temporadas y cantó hasta 19 roles diferentes. Entre ellos, Leonora en La forza del destino (1957, 1961, 1965), Elisabetta di Valois en Don Carlos (1961, 1963-64, 1970), Aida (1963 y 1966), Lady Macbeth en Macbeth (1964), Norma (1965), Ottavia en L’incoronazione di Poppea (1967) y Alceste (1972). También en la Scala de Milán participó, en 1958, en el estreno absoluto de la ópera Asesino en la catedral, de Ildebrando Pizzetti. “Sus actuaciones en La Scala proporcionaron años de esplendor irrepetible a nuestro teatro”, aseguró el sábado el mismo portavoz del coliseo milanés que comunicó su desaparición.
Consciente de las peculiaridades de su voz en el registro grave y tras consolidar su carrera a comienzos de la década de los sesenta, Leyla Gencer optó por concentrar y reservar su mejor repertorio a los agudos y belcantistas roles de soprano de “agilidad”. Anna Bolena, Maria Stuarda, Lucrezia Borgia, Roberto Devereux, Attila, I due Foscari, Rigoletto o Elisabetta de Inglaterra son óperas cuyos papeles de soprano se beneficiaron del arte inconfundible y de la cultura historicista de la Gencer. Esta decisión no le impidió, seguir abordando, aunque puntualmente, papeles más líricos y dramáticos, como Aida o La Gioconda, que gracias a su consistente técnica vocal sabía enfocar desde su condición de lírico-dramática.
Su legado es inmenso. Deja muchos alumnos, que trabajaban con ella en la Academia de la Scala de Milán, y una inmensa pero bien seleccionada discografía, junto a los mejores cantantes y directores de su tiempo, casi toda ella registrada en vivo. Entre las grabaciones que inmortalizan la voz de esta soprano legendaria e inolvidable figuran óperas de Bellini [I Puritani (1961), Beatrice di Tenda (1964), Norma (dos registros; en 1965 con Gavazzeni y en 1966 de Fabritiis)]; Cherubini [Medea (1968)]; Donizetti [Les Martyrs (1978); Lucrecia Borgia (1966 y 1970), Maria Stuarda (1967), Anna Bolena (1965), Roberto Devereux (1964) y Belisario (1969)]; Mozart [Don Giovanni (1960 y 1962, esta última dirigida por Solti)]; Ponchielli [La Gioconda (1971)], Zandonai [Francesca da Rimini (1961)]; Rossini [Elisabetta, Reina de Inglaterra (1971)].
Capítulo especial también merecen sus abundantes grabaciones verdianas, entre las que figuran las óperas I due Foscari (1957), La battaglia di Legnano (1959), Rigoletto (1961), Jerusalem (1963), I vespri siciliani (1965), Macbeth (1960 y 1968), Attila (1972), Ernani (1972), Simon Boccanegra (1961), Il trovatore (1957), Un ballo in maschera (1961), Aida (1956), La forza del destino (1957 y 1965). Todo documenta al futuro sobre la memoria de una artista que, como ha declarado el sábado el ministro de Cultura turco, Ertugrul Gunay, “era una artista mundial, nuestro honor en la escena internacional. Ella ha inscrito su nombre y el de Turquía en la historia de la ópera”.
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