Libertad sin ira
Libertad sin ira
Imagínese que usted es un promotor inmobiliario y que contrata a un arquitecto para que le diseñe un edificio. ¿Aceptaría y pagaría proyecto y ejecución si fuese en contra de su sentido estético o realizase un mal aprovechamiento del espacio? Desde luego que no. Sería usted tonto. Pero esto que es tan obvio con dinero particular se confunde cuando se trata de dinero público.
Un director de teatro no debe admitir producciones de mal gusto, ni producciones que supongan un derroche económico. Así carecen de sentido “El rapto” salzburgués, el “Don Carlo” en cuyo preludio están todos los protagonistas alrededor de una mesa esperando al repartidor de Telepizza u otros muchos ejemplos, incluido el ya tristemente célebre “Idomeneo” berlinés. El problema fundamental no es el temor a una revancha islámica a la que no se puede ceder, aviados estaríamos o ya estamos, es el haber aceptado en su día una producción de mal gusto. Y, si quieren, llamen a eso autocensura, porque la autocensura ha de existir. ¿Acaso no la ejerzo yo mismo al escribir estas líneas? ¿Acaso no la ejerce todos los días el director de un periódico? La autocensura es una forma de intentar acertar, dar en la diana, corregir y mejorar. Y, naturalmente, también han de ejercerla los directores de los teatros de ópera y el que diga que sí a todo y todos, más valdría que se quedase en su casa, porque para eso no se le paga. Se le paga por ofrecer buenos espectáculos con un presupuesto adecuado, no por apoyar su cargo mediante el escándalo soez.
Lo que hay que tener claro son los conceptos y no perder el sentido común, pero ambas cosas escasean en nuestro mundo actual. Sí, libertad sin ira, pero la libertad individual se ha de conjugar con la de los demás. No a ceder ante las amenazas, pero no también a ceder ante el mal gusto. ¿Qué pintan con “Idomeneo” las cabezas decapitadas y sangrantes de Jesucristo, Mahoma o Buda, colocadas sobre sillas por un cantante con su túnica blanca embadurnada en sangre?
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