Los años claves de Mortier en París (larguísimo y esclarecedor documentado artículo de la revista Classica-repertoire)
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Los años de Mortier en París
La ópera desilusionada
El flamenco comienza su última temporada a la cabeza de la Opera
nacional de París. Un balance, lamentablemente, decepcionante en lo
global. Relato de un extravío.
Como todos sus predecesores a la cabeza de la Opera nacional de París
(ONP), Gérard Mortier ocupa dos oficinas, una en el Palais Garnier y otra
en la Bastilla. En la Rue Scribe el cuarto es pequeño, pero con historia; se
trata de la vieja antecámara de Rolf Liebermann, patrón de la “grande
boutique” (la “supertienda”) entre 1973 y 1980, que contrató al de Gante
como asistente. Todo un símbolo. Este cuarto presenta otra baza: está
situada a un paso de la nueva sala de prensa. Cada mañana, el director
puede empezar la jornada con el balance de los artículos aparecidos y
preparar sus respuestas. Ahí radica el nervio de la guerra para este
diplomado en “prensa y comunicación”. En la Rue de Lyon, Gerard
Mortier cambió el gran despacho de su predecesor, Hugues Gall, por una
oficina más modesta. En la pared, un retrato de Mozart, que tiene “la marca
del genio y de la creatividad allí donde precisamente no te lo esperas”.
¿Piensa Mortier en sí mismo cuando dice eso?
Antes de ponerse a la cabeza de la institución, Gerard Mortier vivió una
carrera al mismo tiempo ejemplar y espectacular. Una mezcla de
profesionalismo y de happening que define bien al personaje. En diez años
le dio un brillo notorio a la Monnaie de Bruselas, aunque haya dejado un
notable déficit allí. A continuación demostró que podía suceder a Karajan
en Salzburgo y dirigió el festival entre 1991 y 2002. También organizó la
primera Ruhr Triennale. En la Opera de París se encontraba con una ópera
“tradicional”, a la que Hugues Gall dejaba en pleno funcionamiento. Pero
era evidente que el flamenco no iba a ponerse un traje tan estrecho. En
muchos aspectos Gerard Mortier contrasta muchísimo con él, aunque
ambos hayan debutado bajo la dirección del mismo mentor, Rolf
Liebermann. “Silueta masiva y mirada azul acero, Hugues Gall es un
sanguíneo que no le teme a la pelea, mientras que Gerard Mortier, endeble,
eterno adolescente, universitario sutil y seductor sonriente, es un adepto al
arte de la finta. En una palabra, un diplomático sustituyó a un patrón a la
vieja usanza”, según escribió Jacques Boucelin en el nº 75 de Classica. El
“diplomático” efectúa con rapidez la desclasificación de las producciones
de su predecesor que no le gustan; son muchas. Ordena acomodar los fosos
de orquesta en previsión de la llegada de los “grandes directores” que ha
previsto programar. Favorece también el retorno vencedor a la Opera de
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Pierre Bergé y sus amigos. Está claro: con la era Mortier se va a pasar
página, se va a escribir una historia nueva. Nombrado por Catherine Tasca,
entonces ministra de Cultura, tan sólo para cuatro temporadas, el director
tiene que darse prisa en imponer su garra. In extremis, un decreto que
cambia los estatutos de la Opera permite prolongar su mandato doce meses,
hasta el verano de 2009, mientras que alcanza el límite de edad (65 años)
en noviembre de 2008.
Precios al alza
Ya en el comienzo de su primera temporada, en 2004, el hombre multiplica
las iniciativas. En el exterior se hace portavoz de su función, rompiendo
también en esto con la discreción calculada de Hugues Gall. Así que va a
ponerse a comunicar a todos los niveles para justificar su política de
precios (alzas de más del 20 por ciento de media) y sus cambios drásticos
en el sistema de abono, que se hace más rígido (los cambios serán para el
segundo año). En el interior, Gerard Mortier se esfuerza en adoptar un
perfil humano al echar mano de sus cualidades de negociador en una casa
que tiene reputación de complicada, con 1500 asalariados y con sindicatos
todopoderosos. Como pasa a menudo en las grandes instituciones, los
directivos van a bailar el vals. De las veintitrés personas presentes en el
último comité de dirección antes de su mandato, menos de diez estarán
todavía en ejercicio tres años más tarde. El director impone jóvenes, a
menudo extranjeros. Los llaman los “Mortier boys” para referirse a su falta
de experiencia y su sumisión al jefe. Tan sólo Brigitte Lefèvre, directora
del ballet, siguió con una política propia.
En lo que se refiere a programación, promete la revolución. Aunque la
austeridad del primer otoño sorprende, con unos Carmelitas que se pierden
al pasar del Garnier a la Bastilla, una Katia Kabanová desplazada al
Garnier, el Hércules fallido de Bondy y la controvertida Flauta de la Fura
del Baus, que antes tuvo su sitio en la fábrica desafectada del Ruhr para la
que Mortier había hecho el encargo. Varias “nuevas producciones” no son
pues más que reposiciones de espectáculos montados por el director en sus
mandatos anteriores. Pero el belga lo que busca es atropellar las
costumbres. No programa ya una obra en la Bastilla o en el Garnier en
función de su género o de su público potencial. Decide caso por caso, sin
tampoco preocuparse demasiado del equilibrio de una temporada. Como en
2007, con cuatro producciones diferentes en el mes de julio, lo nunca visto.
Poniendo a prueba al personal.
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El acontecimiento tiene que ser permanente, y con su intrépido director la
Opera de París trata de convertir esta casa de repertorio a la idea de un
festival incesante, para conquistar un público más joven. Y sin embargo
son dos reposiciones lo que constituyen los momentos fuertes de la primera
temporada: Otello, con Valeri Gergiev, y Guerra y paz, con otro gran
director ruso, Vladimir Jurowski. Descubierto por Hugues Galle en París,
este último no volverá, como tampoco las divas preferidas del antiguo
director y del público parisiense, como las señoras Mattilla y Fleming, que
a Gerard Mortier no le gustan. Éste elige más bien cantantes jaleadas en
Berlín en un repertorio más austero: Angela Denoke o Christine Schäfer; el
acontecimiento, por lo demás, proviene del memorable Tristan e Isolda,
confiado a los mejores cantantes del momento, a un director de excepción
(Salonen) y a un dúo inesperado (el director de escena Peter Sellars y el
videasta Bill Viola). Un “golpe” de originalidad que su iniciador, menos
inventivo en París que en Bruselas o en Salzburgo, se empeñará en reiterar.
Éste propondrá con los años obras raras en puestas en escena “legibles”,
como Cardillac, de Hindemith, por André Engel, o relecturas corrosivas, o
determinadas producciones fetiche (La clemenza di Tito de Hermann) y un
colchón constituido por reposiciones no siempre bien distribuidas y de
novedades comodín. En el repertorio contemporáneo Gerard Mortier no
siempre tiene los medios que reclaman sus ambiciones. Se ve obligado a
anular ciertos encargos, y las partituras estrenadas, lo mismo que los
espectáculos “fronterizos” que tratan de abolir la barrera entre los géneros,
no son inolvidables, ni mucho menos. ¿Ocurrirá algo distinto con la ópera
del fiel Philippe Boesmans a partir de la comedia de Gombrowicz Yvonne,
Princesa de Borgoña, que se estrenará en enero de 2009?
Si juzgamos una temporada lírica por sus éxitos más claros, los de Gerard
Mortier se parecen: no contaremos más que dos o tres por año, lo que es
poco si tenemos en cuenta los objetivos proclamados. Además del ya citado
Tristán, hay que añadir para el recuerdo el Don Giovanni del cineasta
Michael Haneke, el Così fan tutte de Patrice Chéreau, coproducido con el
festival de Aix en Provence, o el Tannhäuser de Robert Carsen, todos ellos
éxitos indiscutibles. El ciclo Janácek ha sido útil, pero ha decepcionado, lo
mismo que el ciclo “francés” (La Juive, Louise, Ariane et Barbe Bleue y
Saint François), interesante pero sin rematar. Al proponer menos títulos
que su predecesor, el director dejó de lado –sin duda, por gusto personal- el
repertorio barroco, aunque es cierto que en París está bien servido.
Prioridad al siglo XX y a la renovación del público, aun a riesgo de perder
una parte de los habituales.
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El ego reinventado
Ya con las primeras señales de oposición de los espectadores, sobre todo
después del aumento del precio de las localidades, Gerard Mortier se pone
a la defensiva. También ahí quiere ser omnipresente y arreglarlo todo él.
Multiplica los encuentros con el público, concede cientos de entrevistas
para imponer su huella y convencer de lo bien fundado de su acción. El
periódico gratuito Ligne 8 refleja las prioridades de la casa: presencia
aplastante del director Sylvain Cambreling, un púdico velo sobre las
producciones criticadas por el propio patrón, como L’elisir d’amore de
Laurent Pelly. Sus comunicados tratan de reparar las malas críticas. Así, la
coreografía de Alain Platel, Wolf, “ha conquistado París”. Sin escrúpulo en
cuanto al deber de reserva impuesto por su función, presenta él mismo la
retransmisión de esta obra en Arte. ¡Nadie va a servirte mejor que tú
mismo! El director decide igualmente llevar a cabo una emisión semanal en
Radio Classique.
Hay que ganar la guerra de los medios, cueste lo que cueste. El combate
artístico también, sobre todo porque pasa por una personalización
creciente: para El Trovador, Gerard Mortier se nombra de repente a sí
mismo “responsable de la iluminación”, para sorpresa general, y nunca
habla de las puestas en escena de X o de Y, sino que habla de “sus
producciones”. En plena tormenta del año Mozart Alexander Adler
defiende a su amigo en una tribuna de Le Figaro: “Mozart, antídoto del
nihilismo”, donde canta las alabanzas del “Don Giovanni de Mortier,
Haneke y Cambreling”, esos “tres autores”. No por eso se corta el director,
que en su última temporada se regala Fidelio a sí mismo en el día de su
cumpleaños, ¡y lo dice! En el capítulo de las derivas del ego no queremos
dejar de citar la biografía oficial firmada por Michel Hambersin, alias
Serge Martin: Gerard Mortier. L’opéra réinventé (Naïve), G. M., la
reinvención de la ópera. Aparecida en 2006, la obra celebra la trayectoria
del gran hombre que “reconcilia el pensador y el artesano. El intelectual
que interroga el género hasta sus últimas implicaciones es también un
hombre del medio que conoce los tesoros artesanos que oculta este arte
sublime”. Esta pasmosa hagiografía termina con el “repertorio”, la lista de
los espectáculos presentados por las instituciones en las que Gerard Mortier
asumió la dirección. ¿Es el síndrome del artista frustrado? Para compensar,
el interesado departe el lunes por la mañana en la Universidad de Gante, su
ciudad natal, sobre “historia política y sociológica del teatro”.
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La voluntad de controlarlo todo
Durante su reinado, el patrón escuchó mucho, consultó, prometió. Antes de
de tomar él solo las decisiones. En la prensa económica, con Enjeux-Les
Échos, se reconoce en el activo del director “una clara preferencia por las
relaciones sociales, así como la pasión de convencer”, aunque también “la
voluntad de controlarlo todo y la dificultad en delegar que le lleva a que lo
cotidiano le desborde, cuando debería dedicarse a la reflexión estratégica”.
Con el temor de los ciento diez preavisos de huelga de la época de Hugues
Gall, su sucesor se ha mostrado conciliador. Como la mayor parte de los
interlocutores que hemos interrogado con motivo de este reportaje, es bajo
la cobertura del anonimato que un ex directivo admite: “Con el fin de
lograr a cualquier precio la paz social cedió lamentablemente a todas las
reivindicaciones, según dos principios, ‘El último que habla tiene razón’ y
‘Después de mí, el diluvio’. ¿Hipócrita o hábil? El Director puede abrazar a
un colaborador al que va a echar a la calle al día siguiente y, rencoroso o
perspicaz, desenterrar un agravio que se creía olvidado. En esto, como en
tantas cosas, descubrimos una personalidad compleja, un “humanista que
ha leído a Maquiavelo”, según la fórmula de Jacques Doucelin.
En 2006 el fallecimiento de Hedwige Dewitte, coordinador artístico,
supone un duro golpe para el director de la ONP, y complica todavía más
su misión. El nombramiento de Nicolas Joël, al que no quería como
sucesor, no hace más que acentuar su resentimiento. Termina por soltar
amarras con la institución y acepta, contra todo pronóstico, un nuevo
puesto en Nueva York. Cultiva cada vez más el secreto y añade torpezas.
Cuando el estreno de La Juive, señalado por una huelga de iluminadores, el
16 de febrero de 2007, el ardiente patrón comete, según Le Monde, “un
triple error: no ha advertido al público de que el espectáculo no iba a
presentarse en su integridad, con lo que privaba a los espectadores del
eventual recurso a un reembolso; ha engañado a la prensa –sobre todo a los
periodistas llegados del extranjero; y, en fin, el señor Mortier no ha tenido
consideración con los protagonistas de un espectáculo que no es conforme
con sus deseos ni respetuoso de su trabajo”.
En octubre de 2007 se conoce la renuncia de Luc Bondy al Rake’s progress
que tendría que estrenarse en marzo de 2008 en el Garnier. El director
había previsto que esta producción abriese su primera temporada en la New
York City Opera, pero descubre –un poco tarde- que Luc Bondy ha firmado
un contrato de exclusiva con el Met, para el que tiene que hacer una Tosca.
En lugar de renunciar a su coproducción, el flamenco consigue un arreglo
con el director de escena y propone a Olivier Py que le sustituya. Así de
paso le deja a su sucesor con un palmo de narices, a Nicolas Joël, que no
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ocultaba su deseo de que debutara el actual director del Teatro nacional del
Odéon en la ONP… por otro lado, propone que se cierre las Bastilla por
obras, antes de su marcha, con lo que ponía en peligro el comienzo de la
temporada de su sucesor. Una provocación que felizmente no tuvo
continuidad.
En el orden interno es el momento de descomprometerse: el director espera
a última hora para intervenir en el conflicto sobre la reforma de los
regímenes especiales de jubilación, que empezó el 18 de octubre de 2007.
Deja a Dominique Legrand, director de recursos humanos de la Opera, el
cuidado de gestionar el espinoso expediente y de comunicar sobre unas
negociaciones que no avanzan. Quedan anuladas diecisiete
representaciones (es decir, unas 50.000 localidades), lo que genera una
pérdida de más de 3 millones de euros, y ocho se dan en versión de
concierto o “reducidas”. Una cierta confusión reina cuando Gerard Mortier
toma por fin la palabra el 3 de diciembre. El público de un Tannhäuser
presentado en la Bastilla en versión “semi-escénica” recibe el siguiente
mensaje: “Considerando la excepcional calidad musical de esta producción,
no se reembolsará el precio de las entradas”. ¿Qué se puede pensar cuando,
en el mismo momento, se indemniza a los espectadores descontentos de
Tosca y Traviata?
¿Nueva batalla de Hernani?
Está claro que entre la Opera de París y su director hay algo que no
funciona. ¿Pero qué es? ¿Es una historia de “clima”? ¿No nos habremos
equivocado esperando del personaje que se inscriba en la continuidad de la
política de la institución garantizando al mismo tiempo fuegos artifíciales
artísticos? Si éstos no han explotado es que sin duda alguna Gerard Mortier
no era la persona ideal para gestionar un servicio público así. Siempre fiel a
sí mismo, probó hasta el final esa fidelidad a sus principios, pero la verdad
es que se ha extraviado. Rey de la comunicación y de la polémica este
hombre creyó que esas dos musas iban a arreglar todos los problemas. Sin
duda subestimó la tarea y desconoció las lógicas políticas francesas. Según
una vieja costumbre, jugó con la provocación y reservó sus primeras
declaraciones a la prensa extranjera, y resultaron aún más estrepitosas. Así,
en Die Welt, de 17 de abril de 2005, afirma que “Francia es un país
increíblemente conservador”. Añade que “la prensa francesa no tiene
rúbrica cultural digna de este nombre”. En resumen, una sociedad en crisis,
unos periodistas incompetentes y un público reaccionario. Por eso su
trabajo a la cabeza de la Opera encuentra una feroz obstrucción. Quod erat
demostrandum.
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El año siguiente, 2006, nuestra colega Diapason propone al virulento
director que se desdiga de sus diferentes declaraciones. Éste aprieta más la
tuerca. Lo primero que tiene que hacer es “vigilar para que los barrios
elegantes no le hagan una OPA sistemática a la ópera”. Denuncia una
“conspiración” contra Sylvain Cambreling, y la toma con Marie-Aude
Roux y Renaud Machard, críticos de Le Monde, sin nombrarlos. Jura que
no programa a Puccini más que por “razones económicas” y que la
“retórica manipuladora” del compositor es comparable a la de Mussolini.
El señor Mortier valora así su cometido: “En parte gestor, en parte
dramaturgo” e invoca L’homme revolté de Camus, su modelo cuando
estudiaba con los jesuitas. Denuncia, en fin, “el hedonismo” de los
aficionados al arte lírico y desea “mejorar la conciencia política del
público”. Curiosa manera de favorecer el debate imponiendo así, desde
arriba, sus ideas. El que fustiga a menudo “la ausencia de debate” no tolera
gran cosa que le contradigan. Salvo cuando es él quien anima esa
contradicción [ver cuadro abajo: asunto Netrebko].
¡Ah, qué público tan retrógrado…!
Estos giros y esa arrogancia llegan a irritar. Fascinado desde tiempo atrás
por el brío y el aura del personaje, una parte de la prensa francesa “deja
caer” a Gerard Mortier. Jean-Louis Validire, en Le Figaro de 4 de marzo de
2008, comenta así la interrupción de Parsifal el día del ensayo general,
después de ciertas agitaciones en la sala: “El director de la Opera [..] no
soporta demasiado la crítica y profesa un desprecio considerable por el
público y los periodistas que no comparten su pasión por las puestas en
escena audaces. Al primero se le califica rotundamente de retrógrado y
poco atento, a los segundo de inútiles e incompetentes. Los directores de
escena ‘modernos’, que consideran los libretos de ópera como felpudos
encima de los cuales es ‘revolucionario’ limpiarse los pies para dar libre
curso a la expresión de sus fantasmas, preferentemente sórdidos y opacos,
están en la fiesta de París desde el nombramiento de Gerard Mortier. Y
también los vendedores de neones y otros accesorios de cuarto de baño que
constituyen la base escenográfica de sus productos”. El periodista prosigue
recordando que “el director de la Opera parece deleitarse en peleas surgidas
de sus provocaciones. La pose es hábil, pero el resultado no consigue estar
a la altura del discurso”.
Todavía en relación con el Parsifal de Warlikowski, Benoît Duteurtre, en
Marianne, va más lejos aún. Según él, Gerard Mortier pretende distinguir
su “reinado” por el desencadenamiento sistemático de “nuevas batallas de
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Hernani”. Lo lamentable “es que ya no sorprenden nunca. No anuncian
corrientes artísticas nuevas, sino que repiten indefinidamente la misma
mecánica: los directores de escena ‘inspirados’ se alejan lo máximo posible
de las obras y las recargan de mensajes política (la ópera está ahí para
cambiar la sociedad, afirma Mortier), según un modelo de arte
comprometido de los años 1960. Por un prurito de equidad, el semanario
transforma este artículo crítico en página “de debate” en la que dos
periodistas estigmatizan a los “anti Mortier”. Tan sólo algunas revistas
“progresistas”, que no tratan generalmente el arte lírico, como Les
inrockuptibles, defienden sistemáticamente al director de la Opera.
La trifulca con los periodistas adquiere a veces un giro sorprendente: se les
prohíbe, por ejemplo, las tres primeras representaciones de Las bodas de
Fígaro, sin duda demasiado arriesgadas para el director nº 1 de la casa,
Sylvain Cambreling, pero aun así lo abuchean. Y cuando a los
representantes de Le Monde o de L’Express ya no se les invita a la
conferencia de prensa anual, ya nos acercamos al ajuste de cuentas.
“Mortier admite la crítica cuando viene de él mismo, ya que considera que
conoce las producciones mejor que cualquiera”, reconoce alguien cercano.
En Le Figaro, en marzo de 2006, el patrón de la ONP confiesa en efecto
sentirse “muy decepcionado” por la Elektra puesta en escena por Mathias
Hartmann. Esta producción no se volverá a poner. Pero se les concederá
una segunda oportunidad a los directores de escena Stanislas Norde y Johan
Simons, sin embargo muy criticados. En cuanto a Marthaler y Warlikowski
serán las estrellas de las dos últimas temporadas del director, que les confía
sus producciones más importantes.
Finalmente, tan sólo Sylvain Cambreling comparte las esperanzas y las
desilusiones del mandato de su amigo. Para entenderlo bien, se impone una
vuelta atrás. En 2004, el director se hace cargo de las tres primeras
producciones estrella de la casa. En unas cuantas semanas encadena
Pelléas, Katia Kabanová y Saint François d’Assise. Dirige no sin pesadez,
pero con evidentes calidades dramáticas, y estas primeras prestaciones se
acogen con benevolencia. Unos meses más tarde y bajo su batuta se
muestran sus propios arreglos mozartianos en Wolf, antes de plantear en
mayo La clemenza di Tito. En la temporada siguiente le caen al director
cuatro producciones, entre ellas los dos títulos estrella del año Mozart, Don
Giovanni y Las bodas de Fígaro. Gerard Mortier considera que su
protegido, excelente músico, es además el colaborador ideal de los
directores de escena, Michael Haneke y Christoph Marthaler. La prensa, sin
embargo, se muestra implacable con juicios aplastantes: “Brazo fuerte,
marcado blando” (Télérama), “metronómico” (Le Figaroscope), “seco,
plano y sin alma” (L’Express), “contenido y crispado” (Le Figaro), “respira
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mal, frasea mal, acentúa mal” (Le Monde), “desmadejado” (Libération): en
una palabra: una “decepción” (Les Échos). Sylvain Cambreling “no está a
la altura” (La Tribune). El público se hace oír, velada tras velada, es la
bronca, dirigida a las producciones, pero también, de manera ostensible, al
director. El rechazo a este último es manifiesto.
¡… Y qué orquesta tan rebelde!
Como su protector había anunciado al llegar a París, no dudará en “forzar”
al público a que le gusta el señor Cambreling, sobre todo en Mozart, donde
encuentra que se le subestima. Tanta solicitud puede sorprender, pero entre
ambos hombres es una larga historia. Le Monde habló sobriamente de
“viejos compañeros de viaje” a propósito de la pareja Mortier-Cambreling.
El flechazo se produjo en el Garnier, bajo el reinado de Rolf Lieberman.
Después, el flamenco contrata en La Monnaie al francés, que permanecerá
fiel en adelante. Lo impone en Salzburgo, contra la opinión de la orquesta
residente, la Filarmónica de Viena. Y para que su pupilo pueda dirigir Los
Troyanos en el Festpielhaus, el atento Mortier llama a la Orquesta de
París…
Desde antes de la toma de posesión de este último, los músicos de la ONP
se enteran por la prensa alemana de su voluntad de imponer otra vez a su
director favorito. Así que se apresuran a hacerle saber su desaprobación. Al
no poder ofrecerle el puesto de director musical a su amigo, el nuevo
patrón encuentra su escenario: desde ahora habrá siete directores
permanentes en la Opera. Sylvain Cambreling, sin conseguir la función a la
que le ha echado el ojo, se queda a pesar de todo la parte del león. En su
primera conferencia de prensa Gerard Mortier desvela su pool, formado por
los señores Dohnányi, Salonen, Nagano, Jurowski, Mikowski, Cambreling
y Gergiev. Dos temporadas más tarde, todos, salvo los dos últimos, han
abandonado el barco… Reemplazados en seguida por los señores Kuhn,
Gardner o Belohlávek. El fiel Cambreling, por su parte, resulta programado
cuarenta y cuatro veces en la primer temporada, treinta y nueve la
siguiente, sin contar los conciertos. Aquel cuya carrera sin embargo se
estanca fuera de la zona de influencia de su amigo, recibe unos 15.000
euros por representación, una suma cercana del top fee que se le ofrece a
las mayores batutas, como Salonen o Gergiev.
Para imponer de este modo un director contra la opinión de la falange
parisiense, Gerard Mortier hace concesiones. El 25 de abril de 2005, los
“artistas músicos de la Orquesta” reciben una nota del director: “Después
de ocho meses de trabajo en común y para hacer honor a su compromiso de
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ustedes, he decidido reducir, desde la temporada 2005-2006, la duración de
las lecturas a 2 horas y media [en lugar de 3 horas, nota de la redacción],
con 25 minutos de pausa; esta prestación se contará como un servicio
completo […] Con esta disposición, conforme a lo que se practica en las
grandes orquestas alemanas, espero poder aliviar su trabajo y probarles mi
estima”. Paralelamente, el patrón de la ONP reorganiza los servicios de la
orquesta y reduce el tiempo de ensayos de las reposiciones. “A pesar de las
críticas y los abucheos, consigue que se traguen la píldora Cambreling”,
adelanta un músico. Criticado por su omnipresencia y su arrogancia, el
director vive momentos difíciles con algunos miembros de la Orquesta de
la Opera que no tienen por costumbre reprimir su franqueza. Durante La
clemenza di Tito se oyen exclamaciones desde el foso como “¡Cambreling:
a Bruselas!” Durante las representaciones de Las bodas de Fígaro es
evidente que la orquesta no toca, voluntariamente, a su nivel habitual.
Durante las primeras veladas, los músicos abandonan ostensiblemente la
sala antes de los saludos, marcando así su rechazo. El director les tiende
entonces un cebo al proponerles un cuarto de hora suplementaria pagado en
caso necesario. Aun así, rechazarán cualquier reposición de Las bodas con
Sylvain Cambreling. De la misma manera que lanzó la idea de los “siete
directores” al empezar su mandato, a Gerard Mortier se le ocurre una
picardía: una mini temporada “extramuros” en 2007-2008, con un Così en
el taller lírico de Bobigny, y el espectáculo de Christoph Marthaler, que
puede renacer en Nanterre, con la Orquesta del Conservatorio para la batuta
del malhadado director. Después de tan visto, este último no dirigirá en la
temporada más que dos producciones [leer cuadro temporada 2008-2009].
Hay que decir que los dos compañeros tienen la cabeza en otra parte ya.
Contra todo pronóstico, Gerard Mortier fue nombrado a comienzos de 2007
general manager de la New York City Opera. Al terminar su mandato en la
Opera de París acumula según eso dos puestos, lo que no está previsto en
los estatutos de la ONP. Tiene que negociar una semana de presencia al
mes en Nueva York con el Ministerio de Cultura. En la prensa consigue
desahogarse una vez más, y así le confía al Financial Times que “París, en
este momento, es una ciudad reaccionaria”. El señor Mortier se siente allí
“muy solo”.
En Nueva York empieza una nueva aventura para este incomprendido. Lo
esperaban sobre todo en Gante, su ciudad natal, o en misión para la
Comunidad Europea. Prefiere cultivar una paradoja más y –en honor suyolanzarse
a un último desafío en un país que no conoce bien. Le encantan las
luchas, se enfrentará a un rudo adversario, Peter Gelb, director del
poderoso Metropolitan Opera. Será un poco David contra Goliat. Sobre
todo, son hombres de distintas generaciones. El americano, al proponer una
política atractiva, ha entendido la importancia de los nuevos medios.
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Apenas llegado a la dirección del Met logró un acuerdo con los multimedia,
especificando que los beneficios generados se repartirían tras recuperarse
los costes de producción. En París, el señor Mortier no ha sido tan
visionario en ese campo. Su sucesor tendrá también que reinventar el
repertorio de la casa, dejada en barbecho por una serie de producciones
fallidas o inadaptadas. Si el impetuoso director quiso dejar una huella a
cualquier precio, esperemos que sus sucesores se contenten con hacer su
trabajo: es la mejor manera de señalar tu tiempo y de servir a la
colectividad.
Bertrand Dermoncourt
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Recuadros
Los años Mortier: ¿qué resultados?
Uno de los aspectos más extraños del balance de Gerard Mortier consiste
en no desvelar las cifras detalladas de su presupuesto. “La política de
comunicación ha cambiado”, proclama. La institución prefiere, según los
casos, adelantar ciertas cifras de frecuencia o el número de espectadores.
La transparencia pierde lo que gana la propaganda. Sin embargo, las cifras
no son malas. Con un número reducido de localidades ofrecidas y un
número de espectadores (763.053 en 2007) voluntariamente a la baja, la
ONP presenta un presupuesto equilibrado. Estos buenos resultados
provienen del aumento de la subvención del Estado (que pasa de 91,73
millones de euros en 2003 a 99,33 en 2007), del aumento del mecenazgo
(que se ha duplicado en cinco años, hasta alcanzar 6,55 millones de euros),
y al aumento del precio de las localidades (los ingresos de taquilla pasan de
38,45 millones de euros en 2003 a 48,20 en 2007). Y algunos juegos de
manos como las ofertas Internet de último minuto, las promociones para los
estudiantes y los habitantes del distrito XII de París, las reducciones para
los visitantes del Garnier… Sin hablar de los consejos del propio director
que, en la radio, ¡anima al público a comprar localidades a 5 euros y a
“colarse” en primera categoría! Así, la presencia física de la Opera no se
corresponde siempre con el número de localidades pagadas según la tarifa
habitual.
El asunto Netrebko
En Die Welt am Sonntag Gerard Mortier consideró que „La Traviata con
Anna Netrebko y Rolando Villazón […] es simplemente un acontecimiento,
no es arte“. La soprano rusa ha sido sin embargo invitada a cantar
Capuletos y Montescos, de Bellini, en la Bastilla, el pasado mayo. En esa
ocasión el precio de las localidades pasó de 130 a 150 euros en primera
categoría. Nos planteamos: los precios de la ópera nunca dependieron del
reparto. Además, en ese mismo momento, el estreno de Melancholia de
Haas se ofreció a 80 euros, como Las bodas de Fígaro en Nanterre: ¿se
trata de espectáculos de rebajas? Al tiempo que denuncia habitualmente la
política de “estrellas” de las grandes instituciones, Gerard Mortier deseaba
fichar a la cantante estrella del momento para una publicación en DVD…
Proyecto que finalmente hubo que anular en razón de que Anna Netrebko
estaba embarazada.
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La temporada 2008-2009 de la Opera de París
La zorrita astuta de Janácek, Fidelio de Beethoven, Macbeth de Verdi, La
novia vendida de Smetana y un estreno de Boesmans, Yvonne, Princesa de
Borgoña, serán las principales nuevas producciones de esta temporada.
Gerard Mortier ha acudido también a la Opera de Munich para Werther, a
la Opera de Amsterdam para Lady Macbeth de de Shostakóvich, al festival
de Pascua de Salzburgo para una obra rara de Jomelli con Muti, y al
Bolshoi, que aportará su nuevo Onegin como apertura de temporada. Ésta
concluirá con El Rey Roger, partitura de Szymanowski puesta en escena
por el inevitable Warlikowski. Y será el gran pintor Anselm Kiefer, al que
el director habría querido ver participar en una producción, el que
clausurará la era Mortier, con una instalación titulada “Au commencement”
(Al principio), para el vigésimo aniversario de la Opera de la Bastilla, en
julio próximo.
Classica-Repertoire
Septiembre de 2008
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