Marcos incomparables
Marcos incomparables
Con la llegada del verano reaparecen los “marcos incomparables”, expresión manida pero certera en su sentido. Las recientes Bodas de Fígaro del Festival de Granada en el tórrido Palacio de Carlos V de La Alhambra (28 junio), y el musical y escénicamente sobresaliente Samson y Dalila en el Teatro Romano de Mérida (29 junio), en el marco del Festival de Teatro Clásico de la capital extremeña, han vuelto a poner el dedo en la llaga: ¿“Marco incomparable” o una buena sala de conciertos con acústica, medios técnicos y confort adecuados para hacer vivir la música en las mejores condiciones? ¿Compensa la magia de los marcos incomparables el sinnúmero de problemas que acarrea sacar la música de su espacio natural?
La disyuntiva es falaz. El crítico ha soportado conciertos absolutamente soporíferos en salas de concierto maravillosas, y disfrutado hasta la lágrima en antimusicales “marcos incomparables”. El molesto (viento) mistral de las Chorégies de Orange aporta, paradójicamente, un sortilegio añadido a las representaciones que, desde 1869, se ofrecen en el antiguo teatro romano. En aquella escena “incomparable” de condiciones casi “incomparablemente” malas se han vivido funciones de ópera tan legendarias como el histórico Tristan e Isolde que protagonizaron Birgit Nilsson y John Vickers el 7 de julio de 1973 dirigidos por Karl Böhm, o la no menos legendaria Norma que protagonizó allí Montserrat Caballé exactamente un año después.
En la noche festivalera emeritense, en su impresionante Teatro Romano, donde la piedra quema, los abanicos y cuchicheos ensordecen la música y los apretujones rozan lo más íntimo, también se han vivido noches incomparables a pesar de tanta incomodidad, bulla y bullicio. Como la gozada el pasado 29 de junio, con la Dalila excepcional de María José Montiel, que conmovió a todos no solo con su canto visceral y entregado, sino también con esa manera de meterse en el personaje tan característica y propia de la diva madrileña.
Tampoco tantas apreturas y calores, ni tanta amplificación distorsionadora de la realidad lograron desdibujar el formidable trabajo concertador de Álvaro Albiach, quien cuajó ante la estatua sedente de la diosa Ceres una de sus noches más redondas e inspiradas, y que debería catapultarle a los mejores fosos líricos de España y más allá. El maestro valenciano dirigió con inspiración, ligereza, oficio y sensualidad verdaderamente excepcionales. ¡Un diez al maestro, de verdad de la buena! El barítono asturiano David Menéndez (Sumo sacerdote) y la siempre dispuesta Orquesta de Extremadura, junto con la poderosa presencia escénica –que no vocal- del Samson del musculoso tenor estadounidense Noah Stewart y el valiente trabajo escénico de Paco Azorín redondearon una noche incomparable también por sentirse en ella cómo las estrellas y la luna acariciaban las viejas piedras romanas y te hacían olvidar los rigores de la canícula.
Verona, Bregenz, el Patio de la Jabonería de Ayamonte, Ravello, Caracalla, Marvão en Portugal, el noruego Festival de Bodø (¡más al norte que el Círculo Polar Ártico!) o Peralada son únicamente la punta del gigantesco iceberg en el que la música veranea y se traslada durante el periodo estival. Un paisaje no por reiterado menos nuevo, que aporta diferentes y novedosas sensaciones. Algo distinto a lo que requiere y aconseja la correcta percepción sonora de la música, pero que invita y propicia otras emociones quizá no menos fascinantes ni emocionantes a las vividas en las oscuras salas de concierto o teatros de ópera. Bajo las estrellas, a la brisa de la noche estival, con el runruneo del grillar de los grillos o el croar de las ranas, y lejos del quehacer cotidiano, la vivencia musical encuentra nuevos estímulos. ¿Cómo comparar la Porticada de Santander con el Palacio de Festivales?
Incluso la bochornosa noche de Las bodas de Fígaro granadina dirigida por René Jacobs sirvió, paradójicamente, para refrescar el recuerdo de aquellos “incomparables” e irrepetibles Rapto en el serrallo representados hace décadas (1962 y 1986) en el mismo recinto de La Alhambra –en los Arrayanes y en el propio Carlos V-, o para traer a la memoria sensitiva el semiescenificado Don Giovanni que protagonizó en 1991 Ruggero Raimondi en el mismo Carlos V. Noches memorables all’aperto -por utilizar la terminología del país que llevó la ópera al aire libre- que avalan por sí mismas la centenaria tradición de mutar monumentos y otros espacios naturales en imposibles pero fascinantes salas de concierto. Justo Romero
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