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Por Publicado el: 22/06/2011Categorías: En la prensa

Normalización

Normalización
 
JUAN MARÍA RODRÍGUEZ
 
Hace siete años, cuando José Luis Castro dejó –o le dejaron- la dirección del Teatro de la Maestranza, le preguntaron en público a Juan Carlos Marset, por entonces manijero y factótum de cualquier asunto cultural en Sevilla, cuál era el nuevo estado de disponibilidad de Castro y si la ciudad seguiría contando con él, que además de un talentoso y brillante director de escena, se había pasado la última década y media gestionando –con gran éxito- dos teatros públicos: a uno (el Lope de Vega) lo resucitó de la tumba; al otro, el Maestranza, lo (re)coció de la nada en el horno de su corazón, a costa de un infarto. Marset, altivo y categórico, respondió que “por supuesto” Sevilla seguiría contando con Castro –por cierto, sentado a su lado, de cuerpo presente, muy prudente y disciplinado y, no sé si en el fondo, temeroso- como no podía ser de otra manera, vino a decir Marset, y como si sólo preguntarlo ya fuese deslizar una insidia.
José Luis Castro lleva siete años sin trabajar en Sevilla: esa clase de ingrata afrenta que la ciudad cainita inflinge, gratuitamente,  a sus hijos mejores y que, para mi, es responsabilidad última de los más altos responsables políticos, esos que dejan caer al vacío a sus buenos gestores, cuando un golpe de viento muta la palmadita en la espalda por el frío desafecto, como hicieron con José Luis Castro desde la Junta y el Ayuntamiento. Pero la buena noticia, ahora que Juan Carlos Marset –y alguno más- es historia y olvido, salvo para quienes tienen que enjuagar los miles de marrones, herencia de su legado, que siguen apareciendo flotando en la marea de detritus, es que José Luis Castro vuelve, en septiembre, a trabajar en Sevilla. Más aún: vuelve a dirigir una ópera, su maravilloso montaje de “Las bodas de Fígaro”, en el Teatro de la Maestranza, que ayer presentó su nueva temporada y de la que yo, sólo por sentimentalidad y cariño, destaco ahora esta anécdota, en la que quiero encontrar, porque me place encontrarla, un símbolo de cordura y normalización, la señal definitiva de un tránsito lejano que ya ha cicatrizado su herida; el ejemplo de que ninguna ciudad puede, hoy, malgastar el talento de sus mejores creadores. No, al menos, toda la vida. Porque los necesitan.
No ocurre sólo en Sevilla. El “revuelto de egos” en el que, a fuego hirviendo, colisionan las transoceánicas vanidades culturales, esas que sólo conocen la ocupación de un espacio desalojando la memoria del inquilino anterior tirándola por la borda, es un clásico nacional que, periódicamente, se cobra víctimas muy ilustres, pues nadie está a salvo de los vaivenes del viento. Por eso, urge normalizar; poner orden; fijar mecanismos que atemperen las cóleras desmedidas; controles que frenen las arbitrariedades excesivas e injustas. El caprichoso, para despedir o rehabilitar, “porque yo lo mando” de tanto gestor ególatra.
El Maestranza, también a instancias de optimizar sus escasos recursos reponiendo una producción brillante y rentable que llevaba más años de la cuenta clamorosamente abandonada, impone ahora el sentido común, la cordura y el respeto artístico para devolvernos activo al gran hombre de escena que siempre ha sido José Luis Castro. Pero todavía quedan teatros, como el Lope de Vega o el Central, que no han abierto su puerta a la reconciliación y la convivencia: ¿por qué José Luis Castro lleva también siete años sin trabajar en ellos? Ya es hora de que, también allí, el maleficio se rompa.
Porque el trasvase de arbitrariedades entre las voluntades privadas y los espacios públicos son tremendamente inquietantes y, en tiempos, como ahora, de derrumbe, sólo ratifican la pésima leyenda general de que la cultura es, con perdón, una merienda de negros. Cristina Hoyos va a explotar con fines privados dos montajes producidos, bajo su dirección al frente del Ballet Flamenco de Andalucía, con dinero público. Sí, claro, mejor que ella los gire a que se pudran de asco en cualquier almacén de la Junta: ese argumento entre fatalista, cínico y melancólico nos ata de manos a todos. Pero las facilidades de Paulino Plata para que la bailaora “retome su carrera” (sic) en forma de gentil cesión de derechos sobre dos producciones pagadas con el dinero que ya no tenemos es, política y administrativamente, un escándalo y una anomalía, esa clase de arbitrario y distinguido “trato de favor”, que algunos gestores, en su despedida, obtienen, porque sí -¡o por haber dejado su firma en tantos manifiestos electorales!- y otros no porque, quizá, ellos no firmaron, nunca, ninguno. La normalización, que tiene muchos raseros.
 Los pliegos sin cordel
 El MUNDO ANDALUCÍA / SÁBADO, 16 DE JUNIO

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