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Por Publicado el: 03/03/2014Categorías: Crítica

Oscurecer lo diáfano [Bellini: La Sonnambula / Liceu]

Oscurecer lo diáfano

Bellini: La Sonnambula [Gran Teatro del Liceu]

[Artículo originalmente publicado en el suplemento Pleamar de Canarias 7]

Siempre es grato escuchar la música de La sonnambula de Bellini y dejarse llevar por su acariciadora música, auténtico paradigma de un bien destilado neobelcantismo montado sobre una sencilla y tópica anécdota argumental. Por eso hemos pasado un rato agradable asistiendo a la reciente producción del Liceu, organizada en torno a una estrella como Juan Diego Flórez, tan bien conocido en Las Palmas, en donde ha debutado al menos cuatro de las óperas de su repertorio actual. Aunque no todo ha sido satisfactorio en esta representación, que empezaba algo desinflada ante la ausencia por enfermedad de la soprano Diana Damrau.

La acción de esta ópera, bien que simplista e incluso simplona, sigue un curso moroso y elegante en el que los sencillos sentimientos amor, -celos, amargura, pena- quedan a flor de piel en virtud de una música que es todo delicadeza, suavidad, gracia. Lo que sucede no nos preocupa demasiado, nos sentimos envueltos, embargados en una progresión de hechos y en unos escenarios que se nos antojan irreales, como provenientes de otro mundo, el de los seres sin dobleces, de las almas puras. “El estilo poco variado –decía Scudo, excelente juez de la música italiana, en una de sus famosas Críticas musicales-, y de un carácter más elegíaco que verdaderamente dramático, se distingue por una declamación sobria, contenida, en la cual circula una emoción sincera por medio de cantos poco desarrollados y que carecen del esplendor brillante de los de Rossini, pero que conmueven profundamente, porque son emanación real del alma y no producto del artificio.”

“¿Es posible creer en La sonnambula?”, se preguntaba Santiago Salaverri. Habría que apostillar: ¿Es posible creer hoy en La sonnambula? Si la respuesta fuera afirmativa, ¿cómo acceder a su auténtico significado? Alguna pista nos daba, y así lo recoge Salaverri, el que fuera director y ensayista Gianandrea Gavazzeni cuando manifestaba, en su obra de 1936 Spiriti e forme della lirica belliniana, en la que establecía las claras diferencias que a su juicio existían entre el melodrama del compositor catanés y cualquier otro de su tiempo: “La idea del canto, sus pensamientos e iluminaciones, se remontan al manantial de la emoción musical y, desencarnándose con la eliminación total de lo superfluo y de lo no puro, resultan aún más inaccesibles a las constricciones del melodrama.” Porque lo que encontramos en esta ópera es precisamente “un lirismo desnudo y solitario que es negador del drama mismo”.  He aquí la clave para poder empezar a entender La sonnambula; en el supuesto de que haya que plantearse el entendimiento de algo que fluye, que se basa en un efusivo discurso melódico, que se basta a sí mismo y que llega directamente a la sensibilidad; con independencia, en efecto, de todos aquellos atributos, más o menos necesarios en un melodrama al uso.

Es muy sutil la melancolía que baña los pentagramas que desfilan mansamente ante nosotros. Una melancolía muy propia del arte y de la música italianos, que se alojaba ya en algunos madrigales de Gesualdo o Monteverdi y, particularmente, en Pergolesi y en Paisiello. Bellini mezclaba esos acentos nativos de su genio meridional con los ensueños, las aspiraciones brumosas y panteístas de la literatura alemana e inglesa y formaba un conjunto de rara exquisitez, lleno de gracia y misterio.

Si vamos a la naturaleza de la concepción teatral, la de esta obra es todavía la del rechazo de una inmediata y demasiado fiel adhesión al texto, que es solamente una base para que la voz circule libremente más allá de las reglas de la lógica y de la dramaturgia consistente. Bruno Cagli nos hace ver la luz respecto al verdadero carácter de la obra. Para él lo auténticamente original, lo que le da personalidad incontrovertible, es que renueva el modo de hacer música en la manera de servirse de viejos módulos y antiguas formas muy simplemente. No es que se vuelva en ella a las formas prerrossinianas o a otras más antiguas; es que las emplea en una clave que podríamos considerar más desenvuelta o popular. Si la música de Rossini tenía como fuerza central el ritmo y la alegría física del sonido, en Bellini el centro se sitúa en esa melodía, su principal arma, su activo más poderoso; aunque con frecuencia sea demasiado regular, muchas veces simétrica.

Lo dicho choca frontalmente con la propuesta escénica ideada por Marco Arturo Marelli para esta producción, que viene de la Staatsoper de Viena y del Covent Garden de Londres, y que parte de un planteamiento de “altos vuelos”, una aproximación algo rebuscada y que pretende penetrar en los recovecos psicológicos de la historia y en los pliegues mentalesde los personajes. Según este regista, Elvino es un compositor afamado y Amina una pobre ayudante de cocina. Él aparece aplastado por el recuerdo de su madre muerta. La comunicación entre ellos es escasa; de ahí que en el hermoso y cálido dúo de final del primer acto, estén físicamente a distancia y realmente no se encuentren del todo hasta el cierre de la obra, en la que ella aparece enjaezada como una prima donna de postín. Un recuerdo de Giuditta Pasta, creadora de la parte y mujer gustosa de las joyas.

Todo transcurre en el interior de un sanatorio suizo en los años 20 del siglo pasado; un guiño evidente a La montaña mágica de Thomas Mann. Los personajes que pueblan la escena son gélidos, extraños, fantasmales. Este planteamiento enrarece y complica una acción transparente y llana con unas elucubraciones fuera de lugar. Porque nada hay de árido, como pregona Marelli, en la simplicidad de la anécdota. El pretendido enriquecimiento lo que hace es distraer de la excelsa linealidad de la música y complicar algo que no requiere de tantos pronunciamientos, lo que lleva, por ejemplo, a tener que modificar situaciones escénicas muy claras: aquí Amina no se introduce, sonámbula, en la estancia del Conde, sino que el episodio sucede en el gran salón del sanatorio. Y Amina, tras el finale del acto primero, comienza el segundo en camisón y en el mismo punto; como si no hubieran transcurrido realmente unas cuantas horas. Una manera de abolir el tiempo.

Sobre este entramado, tan psicológico, deambularon unos muy estimables cantantes encabezados por Juan Diego Flórez, que cantó, dijo, emitió y dibujó su parte con la propiedad que se le conoce, aunque sin llegar a exprimir todas las exquisiteces, la suavidad y el refinamiento que pide su parte. Lo encontramos un punto justo en sus intervenciones del segundo, acto, particularmente en su cabaletta Ah,perchè non possoodiarti. En la previay desolada Tuto è sciolto echamos de menos un legato más depurado. Junto a él, Patrizia Ciofi, que sustituía a Damrau, exhibió sus acostumbradas asperezas en la primera octava –acentuadas por una ostensible ronquera en las notas más graves- y su penetración tímbrica y aseo en la segunda, con algunas estridencias y destemplanzas en el sobreagudo. Frente a ello puso de manifiesto un fraseo intencionado y variado, un dominio de la media voz y los filados y una expresividad a flor de piel, que se hizo intensa y lacerante en un magnífico Ah, non credeamirarti. Más comprometida y justa en lacabaletta final.

Nicola Ulivieri fue un discreto, sin más, Conde Rodolfo, adecuado en el porte y en la dicción, no siempre libre y redondo en la emisión. Un bajo lírico. Como lírica es Eleonora Buratto, que cantó las dos arias de Lisacon decisión, volumen y timbre luminoso. Sorteó las agilidades y mostró desigualdades y durezas en la zona superior. Los demás cumplieron. Como lo hicieron el coro, usualmente afinado y en busca del empaste en ocasiones, y la orquesta, que sonó sin fisuras y ofreció una conjunción muy aceptable. Lástima que Daniel Oren abusara de tempien exceso retenidos, de elongaciones, de calderones y silencios muy acusados. Aunque mostró un buen uso del rubato y mantuvo un cuidado expositivo muy propio de esta música, empleó unos tempidemasiado morosos, que quitaron agilidad, chispa e impulso a muchos de sus momentos; incluidos los concertantes.  Arturo Reverter

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