Pálida aproximación a la tragedia [Wuorinen: Brokeback Mountain / Teatro Real, febrero 2014]
Pálida aproximación a la tragedia
Wuorinen, C. / Proulx, A.: Brokeback Mountain, Teatro Real, febrero 2014
[Artículo originalmente publicado en el suplemento Pleamar de Canarias 7]
Sin duda uno de los acontecimientos de la última temporada diseñada por Gerard Mortier ha sido el estreno mundial de BrokebackMountain, que el ahora mismo asesor artístico del Real encargara en su momento al compositor norteamericano Charles Wuorinen (1938). Era el tiempo en el que el gestor belga se había instalado como director artístico de la New York City Opera. Más tarde, como se sabe, por cuestiones presupuestarias, rompió su acuerdo con aquella entidad. Y aprovechó algunos de sus proyectos, como el de esta obra, el de Theperfect American, solicitada a PhilipGlass, y la producción de San Francisco de Asís de Messiaen, para poblar sus ideas programadoras en el coliseo madrileño, para el que, como se sabe, fue cazado al lazo tras su ruptura con la institución neoyorkina.
En todo caso, un estreno absoluto, como el de la ópera de Glass, de la que hablábamos oportunamente en estas páginas, o el de ésta de Wuorinen, no es de despreciar. El Real se ha convertido por unos días en centro lírico mundial, lo cual está muy bien; aunque verdaderamente signifique poco para nosotros, y para Europa en general, la presencia de unas composiciones que han nacido destinadas a una cultura muy alejada de nosotros y tratan temas, sucesos y psicologías de otras latitudes. Puede que, puestos a elegir, hubiéramos preferido obras nacidas a este lado del Atlántico o la recuperaciónde partituras desconocidas de nuestro acervo; una cuestión ésta de la que Mortier ha huido como de la peste; enemigo como se ha revelado de todo lo español.
Pero bienvenida sea, en efecto, esta novedad. Y como tal debemos acogerla. La música de Wuorinen es excelente en su configuración, muestra una mano firme, preparada, experta para el tratamiento de masas sonoras, el diseño de temas, el cuidado de texturas, la instrumentación, que puede llegar a adquirir atractivo colorido, el manejo de la armonía y el contrapunto, el dibujo de fugati. Porque este autor es, como nos dice Titus Engel, director musical en esta ocasión, “uno de los pocos grandes compositores americanos, como Elliott Carter o Stefan Wolpe, que ha desarrollado de manera consecuente la senda de la modernidad europea. No se ha lanzado ni al estilo postmoderno ni, como algunos de sus colegas, se ha abierto a la cultura popular, sino que ha seguido fielmente su estilo personal, que consiste en un desarrollo personal de la armonía y la melodía del dodecafonismo, un agudo sentido del contrapunto y una refinada rítmica”.
No entendemos muy bien lo que significa “desarrollo de la melodía del dodecafonismo”. Muy a grandes rasgos, lo que escuchamos a lo largo de la ópera es música atonal y pasajeramente serial bien construida, elaborada con mimo, con buena distribución y proporción foso-escena. Peromúsica fría, árida y nada estimulante ni favorecedora para vestir y describir una situación de alto nivel erótico, una historia de amor de muchos quilates, que, de manera algo exagerada y temeraria, los autores de la música y del libreto han puesto en conexión con el mito de Tristán e Isolda recogido por Wagner en su ópera, que es justamente la que ha precedido a la que analizamos en la programación del Real.
Wuorinen trabaja toda la composición sobre un continuo y monótono recitativo dramático, en el que las voces enuncian una permanente salmodia –la misma que hemos escuchado en tantas óperas contemporáneas, algunas de ellas españolas- que no tiene ni principio ni fin. El discurso atonal se extiende de esta guisa a lo largo de dos largas y aburridas horas, imbricado en un libreto escasamente poético, obvio y simplón en muchas ocasiones, eso sí, conciso, de Annie Proulx, autora también del relatoen el que se basóAng Lee para la conocida y oscarizada película sobre el mismo asunto. La narración se divide en 22 escenas, muchas de ellas, sobre todo en el primero de los dos actos, separadas por interludios orquestales, en los que encontramos lo mejor de la música y en donde el compositor se expresa con mayor convencimiento y seguridad. Se incluye algún elemento no previsto en el guión de la película, como la más bien absurda aparición del fantasma del padre de la esposa de Jack y el empleo de un coro que representa a la comunidad
Hay instantes clave que dan cuenta del savoir faire del compositor. Así el mismo comienzo, en donde se consigue una magnífica atmósfera dramática con acordes oscuros –hasta un do contragrave- y el empleo de contrabajos, tuba y contrafagot, que van del pianísimo al fortísimo. Ya ahí se empieza a dibujar, como apunta Engel, la personalidad armónica de los dos protagonistas de la historia, Ennis y Jack, caracterizados, respectivamente, por un re bemol y un si natural. Dos notas cercanas, pero que nunca se aproximan. Como el amor de ambos jóvenes, del que huye permanentemente el primero, que sólo cae en la cuenta al final tras el asesinato de su amigo. Es ahí, en el cierre, después de unas muy bellas frases vocales de la madre de Jack, cuando se produce el instante lírico más importante y cuando la música, por fin, da en la diana, en el meollo cálido y amoroso. Sobre diseños de segunda mayor se escucha un pasaje apasionado en la cuerda. La voz de Ennis, hasta entonces, como la de Moisés en la ópera de Schönberg, incapaz de expresar sus sentimientos, se eleva en un canto melismático. Aunque previamente, en medio de la aridez del discurso musical, habíamos entrevisto ligeramente esa posibilidad, a la que se acoge en mayor medida Jack, en un par de dúos en los que las voces de los dos amigos se persiguen contrapuntísticamente. Casi nada de elementos populares, a lo más un entrevisto ragtime.
De la puesta en escena de Ivo van Hove lo mejor son los momentos iniciales, con el escenario prácticamente vacío y las proyecciones paisajísticas, que proporcionan un toque atmosférico adecuado. La soledad lunar, la serenidad que imponen las imponentes imágenes, estratégicamente utilizadas –aunque a veces se hable de la noche y en la pantalla veamos el día-, nos llegan; y lo harían más si los pentagramas hubieran escarbado en mayor medida en los sentimientos.El batiburrillo de muebles que agrupa una tienda de trajes de novia, una tienda de máquinas agropecuarias, el apartamento de Ennis, un motel y el centro de la ciudad lo único que hace es crear confusión al espectador. Como esos potentes y deslumbradores focos cara el respetable.
En lo musical hay que alabar el excelente trabajo de la Orquesta Sinfónica, que mostró magníficas calidades en todas sus familias. Se ve que Engel conoce profundamente y admira la partitura. Su labor fue muy loable en busca de la transparencia y la concatenación permanente entre foso y escena, algo nada fácil en obra de estas características. Controló las dinámicas, clarificó los contrapuntos y coordinó con fortuna. En el apartado vocal, un notable para el gran y conturbado protagonista, el barítono canadiense Daniel Okulitch, de timbre oscuro, de emisión no siempre canónica, bastante pegada a la gola, extensión aceptable y expresividad relativa. Flojo como actor, envarado muchas veces, superó con gallardía las dificultades y realizó una muy aceptable escena final. Irregular, algo destemplado y nasal, el tenor Tom Randle, viejo conocido en Madrid, en el papel de Jack, que cantó, no obstante, con mucha entrega. Engolado hasta decir basta, oscuro y mate el bajo Ethan Herschenfeld, que acometió las partes de vaquero contratista Aguirre y de Hog-Boy. Heather Buck y Hannah Esther Minutillo fueron las respectivas esposas de Ennis y Jack. La primera, soprano ligera, se mostró estridente; la segunda, soprano lírica, cauta y mesurada, un poco pálida. Los mejores del extenso reparto fueron la mezzo Jane Henschel, que bordó las breves palabras de la madre de Jack, y la soprano Celia Alcedo, que evidenció su clase y buena proyección como madre de Alma. Arturo Reverter
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