Para ustedes las críticas del Simon Boccanegra en Valencia
Para ustedes las críticas del Simon Boccanegra en Valencia. El que más y el que menos censura la potencia orquestal de Maazel, aunque sólo uno lo exprese a tumba abierta y exponga en qué se traduce.
LA RAZÓN
«Boccanegra», un trago amargo
Gonzalo ALONSO
Temporada de Ópera en Valencia
«Simon Boccanegra», de Verdi. C. Álvarez, C. Gallardo-Domas, O. Anastalssov, M. Pissapia, G. Gagnizde, D.Vachkov. E. Frigerio, escenografía. F. Squarciapino, vestuario. L. Pasqual, Dir. escénica. L. Maazel, dir. musical. Palau de les Arts. Valencia, 9-III-2007.
No resulta grato desmontar con una crítica una representación que ha provocado la atención de todo el mundo musical internacional por su reparto y que ha cosechado el beneplácito del público, sin embargo este comentario no puede ser todo lo positivo que hubiera deseado.
Verdi fracasó con esta ópera en su estreno de 1857. Contenía demasiado recitativo y un carácter intimista y de oscuras sonoridades poco adecuadas para la época. Revisó la obra en otro periodo de tránsito, el que marcó el largo silencio previo a sus dos grandes óperas finales «Otello» y «Falstaff». Suprimió banalidades, se deshizo de pasajes que cortaban la acción, mejoró notablemente el libreto más complicado que se haya usado e introdujo la gran escena del Consejo al final del primer acto. Ahora, en 2007, Lorin Maazel parece haber realizado una segunda revisión para descubrirnos que esta partitura no es la ópera de la soledad e intrigas que rodean al poder sino un poema sinfónico.
Se puede hacer sonar a la Orquesta de la Comunidad Valenciana de forma estupenda, como Maazel lo logra -¡Qué orquesta!-, pero ni los fortes verdianos ni el balance de sus metales son los de Mahler. Cierto es que grandes directores sinfónicos -Abbado entre ellos- gozan dirigiendo esta obra, pero Verdi no escribió un poema sinfónico. El asunto no sería grave si no afectase al canto. El tan elevado volumen del foso obliga y perjudica a los cantantes, que no pueden matizar una expresión que es capital en «Simon». Así sufre hasta la imponente voz de Carlos Álvarez, la mejor baritonal del presente, casi inaudible y sin fuerza en el decisivo «Plebe!, patrizi!, popolo!», aunque recuperado para la gran frase «E vo gridando amor», cantada a propósito desde la embocadura. Resulta muy difícil apianar o evitar los mezzo-fortes y hasta el «Figlia…» final de su primer dúo con Amelia suena sin el sentido pretendido por el autor. Con tanto decibelio, con un Fisco indispuesto y con miedo, con Simon a tope, no puede haber tampoco el debido contrate en los dos dúos entre bajo y barítono. Fiesco -mitad el Silva de «Ernani» y mitad el «Gran Inquisidor»- pasó sin pena ni gloria. Cumplió la otra voz grave importante, la de George Gagnizde, como Paolo, el precursor de Yago.
Decibelios de por medio
Soprano y tenor llevan la parte tradicional del canto melodramático italiano. Gallardo-Domas posee la voz adecuada para uno de los personajes más angelicales que escribiera Verdi y también los arrestos necesarios para ensanchar en su intervención del Concejo, pero el concepto orquestal le aproximó a un verismo que no existe en su parte y, decibelios por en medio, llegó cansada a la escena final, clara precursora en su intimidad de la de «Forza». El tenor Pisapia se defendió bien desde la cara opuesta de la moneda, sonando demasiado a Donizetti.
Muy bien el coro, aunque Lluis Pasqual no entendiese que Verdi experimenta un gran avance en él, pues deja de ser espectador y relator de un drama para convertirse en protagonista. No se percibe en su haendeliana puesta en escena. Ésta es en general demasiado lúgubre, parca y no aprovecha el sentido teatral de la luz del día y el color del mar en una acción que, prólogo aparte, transcurre en cincuenta horas y que empieza en un alba para terminar en un atardecer. Hay muchas limitaciones para el trabajo en el Palau tras el accidente escénico del otoño, pero es exigible una mayor imaginación, y otra tanta a Frigerio y Squarciapino, demasiado centrados en los recursos metálicos.
Le queda así al crítico el mismo sabor amargo que a Simon cuando bebe el agua envenenada. En este caso la temible poción no estaba en un vaso, sino en el foso orquestal. ¡Qué pena que no se hubiese diluido un poco! Se habría evitado la extraordinaria borrachera orquestal y la ópera hubiera salido como pudo haber salido.
ABC:
El mar negro
ÓPERA
«Simon Boccanegra» Música: Verdi. Int.: C. Álvarez, C. Gallardo-Domâs, O. Anastassov, M. Pisapia, G. Gagnidze, D. Vatchkov, Cor de la Generalitat Valenciana, Orq. de la Comunitat Valenciana. Dir. escena: Ll. Pasqual. Dir. musical: L. Maazel. Lugar: Palau de les Arts, Valencia. Fecha: 9-03-07
ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
Convengamos que bien está lo que bien acaba. Por ejemplo, este «Simon Boccanegra» que se ha visto en el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, rematado con el cadáver del protagonista arrastrado hacia la mar. Tan sólo es un detalle escénico, pero que le añade profundidad al perfil de quien fuera corsario y dux genovés, según contó Piave y puso en música Verdi. Por lo demás, es el trono, el amor y la traición sufrida lo que explica la planta, la autoridad y la nobleza del personaje.
Y así lo confirma el barítono malagueño Carlos Álvarez, con el añadido de que su voz vibrante y esmaltada brota desde el principio con tal inteligencia, autoridad y honradez que no es extraño que, al final del primer acto, pueda insinuar un esporádico y mínimo cansancio.
La cuestión es que en las grandes ocasiones hay que fijarse en el detalle. Por eso podría pedírsele a Lorin Maazel un punto de sustancia en una dirección musical que abruma por su seguridad, dominio del medio y rigor expresivo, desde lo mínimo a lo grandioso, sin desleír ni saturar. Obviamente no basta con tener una orquesta y un coro con semejante calidad, hay que trabajar el medio y darle sentido, como él hace. O como se propone la soprano Cristina Gallardo-Dômas, capaz de llenar el teatro de desgarro cuando todavía fría cala la voz o cuando finalmente se recrea en ciertos artificios. Por lo demás, heroicamente resuelto canta el tenor Massimiliano Pisapia, y con fuerza y saludable emisión el barítono George Gagnidze y el bajo Orlin Anastassov (a pesar de una confesada indisposición).
Con ellos, insistiendo en la oscuridad innata de un drama que va del amanecer a la noche, con día por medio. Aunque esto se diga sutilmente por el director escénico Lluís Pasqual que, por lo demás, destaca en su esquemática y algo críptica escena por el acuoso reflejo que produce el escenario, el metálico brillo de aquel mar y el buen gusto del vestuario (Squarciapino). Además de la profundidad semántica del final. Se merecía el detalle este gran «Boccanegra».
EL MUNDO
Siempre Verdi
CARLOS GOMEZ AMAT
VALENCIA.- Cuando se habla de la falta de interés por la música en nuestros hombres de letras -permítanme el galicismo-, se suelen olvidar varios nombres de los que escribieron sobre música con mejor o peor fortuna. Piferrer, Maragall, Castelar, Alarcón, Ortega… pero, sobre todo Galdós, quien fue crítico musical y dijo cosas interesantes. Don Benito el garbancero, mucho antes que el finísimo Cernuda, escribió eso tan bonito de que Mozart es la música misma. Pero queda mejor citar al fino que a Don Benito. En fin, viene esto a cuento por la curiosa teoría galdosiana de que los libretos operísticos debían ser truculentos, y hasta descabellados, para avivar la inspiración y la imaginación del músico. En este sentido, nada le falta a Simón Boccanegra, que, pese a las revisiones, peca de confuso, como todo lo que procede de númen de García Gutiérrez. Es verdad que esta ópera no se encuentra entre lo mejor de Verdi, pero es Verdi. Siempre Verdi, sobre todo, en la escena de padre e hija del primer acto, en la parte del tenor, y en otros momentos de sentido dramático.
No hay lugar para buscar perfiles psicológicos en personajes de cartón, peligroso ejercicio al que se dedican ahora los directores de escena. Por eso, Lluís Pasqual, con inteligencia y sentido común, apoyado en la sencilla pero efectiva escenografía de Ezio Frigerio y en el severo vestuario de Franca Squarciapino, se ha puesto al servicio de la música, presentándola como es debido. El reparto, excelente. Carlos Alvarez luce su noble voz y su estilo irreprochable. Cristina Gallardo-Domás, con algún leve grito, dibuja muy bien su papel. A Orlin Anastassov no se le notó la anunciada indisposición. Massimiliano Pisapia es un tenor de escuela tradicional, entregado y potente. Los demás completan la cosa con el equilibrio necesario. Muy bien el coro que dirige Francesc Perales. La orquesta es de alta clase, por individualidades y sonoridad sinfónica del conjunto.
En cuanto al teatro, nada nuevo con respecto a lo que dije tras su inauguración. A estas alturas, construir una sala con el sistema en herradura, a la italiana, resulta un poco extravagante, sobre todo por lo que respecta a las localidades con visibilidad reducida o nula. La acústica del escenario es extraordinaria y permite el mejor despliegue vocal. La del amplio foso puede ser arrolladora, y con eso hay que tener cuidado. No dudo del genio de Santiago Calatrava, cuya rica imaginación es evidente, pero sí de sus ideas sobre lo que un teatro debe ser. También es un artista genial de nuestro tiempo el director Lorin Maazel, pero creo que aquí se equivoca al favorecer el tremendo torbellino sonoro de la orquesta, que a veces llega a perjudicar a las voces, que necesitan el apoyo, no el combate, y la ayuda en la afinación cuando hay escenas de conjunto. El público valenciano, sensible como pocos a la música, respondió con entusiasmo.
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