Parsifal y la polémica en la prensa
Llegó “Parsifal” al Real y, como era lógico, con opiniones para todos los gustos. El público del Real permaneció como embobado, sobre todo por la excelencia musical y algunos reaccionaron con protestas cuando vieron a donde les había llevado el director de escena. Hubo más aplausos en los dos fines de actos previos que al final, quizá por la sorpresa de éste. La crítica positiva es prácticamente unánime, aunque algunas resulte más espesas que otras.
En El País, Luis Gago expresa:
La redención al alcance de todos
Llega, muy oportunamente, este Parsifal ya concluida la Semana Santa y en una propuesta escénica genialmente profana de Claus Guth. No estamos ante una obra religiosa ni, por supuesto, cristiana, porque yerran quienes traducen la denominación tan certera que le dio su autor (Bühnenweihfestspiel) como un “festival escénico sacro”. En 1876, El anillo del nibelungo había inaugurado Bayreuth como un Bühnenfestspiel, un “festival escénico”. Lo que haría Parsifalseis años después sería consagrar (weihen) ese mismo espacio como un templo laico dedicado únicamente a Wagner y su arte, con él como sumo sacerdote y sus diez mandamientos operísticos como el principal dogma de fe de sus creyentes. En Parsifal, el Grial ocupa una función central, sí, pero como una poderosísima alegoría: no se menciona una sola vez a Cristo y no es difícil rastrear en el texto símbolos paganos y budistas.
Fueron los herederos de Wagner quienes sacralizaron la obra, quienes perpetuaron la absurda tradición de no aplaudir sacrosantamente al final del primer acto (en Madrid sí se ha hecho, y con ganas) y quienes lucharon con denuedo para mantener el monopolio de sus representaciones en Bayreuth más allá de los treinta años desde la muerte del autor fijados por la Convención de Berna con una Lex Parsifal que nunca llegó a promulgarse. La veda se abrió, por tanto, el 1 de enero de 1914 y la frenética carrera por ofrecer el primer Parsifal escénico legal fuera de su santuario original la ganó el Liceo de Barcelona, con una histórica representación que, aprovechándose del desfase horario con respecto a Alemania (el mismo al que ahora quieren devolvernos), empezó antes de la última medianoche de 1913 y terminó muy entrada la madrugada del primer día del año, que es cuando, también al quite, la ofreció el Teatro Real de Madrid.
Pero 1914 no solo rompió la exclusividad de representar Parsifal que se había arrogado Bayreuth, sino que también vio cómo arrancaba la Gran Guerra. Nora Eckert ha sugerido que abundan las conexiones entre ambos hechos y por eso tituló su estudio de esa fascinante serie de concomitancias Parsifal 1914: no se puede decir más con menos. Cinco años antes, Thomas Mann había visitado por primera vez Bayreuth, donde asistió a una representación de Parsifal, y diez después, en 1924, publicaría La montaña mágica, que culmina con la incorporación de Hans Castorp a la barbarie bélica como uno más de esos “tres mil muchachos enfebrecidos” que, bayoneta en mano, se enfrentan al enemigo, y a la muerte. Atrás quedaban las largas conversaciones filosóficas, el enamoramiento y el lento camino hacia la madurez vividos en el sanatorio de Davos por un personaje que Thomas Mann definiría en una conferencia en su exilio de Princeton, ahora en plena Segunda Guerra Mundial, como un “Gralssucher”, un “buscador del Grial”. Emparentar, como hace Guth, la novela de Mann con la “obra escénica para la consagración de un festival” de Wagner y prevenirnos contra falsos mesías exterminadores constituye un acierto pleno: aquellos polvos traerían luego los terribles lodazales del siglo XX. Además, estos vasos comunicantes permiten que el relato de iniciación de Hans Castorp impregne a Parsifal de su carácter de Bildungsroman: enfermar, sanar, saber, madurar, compadecer son verbos esenciales de conjugar en ambas obras. Pero la iniciación no puede circunscribirse en la segunda al “necio puro” (no al “casto demente”, como se lee absurdamente en los sobretítulos), sino que debería incumbirnos –y alertarnos– también a todos y cada uno de nosotros.
Por fraseo, empaque vocal y dicción, Franz-Josef Selig, que cincela pacientemente un Gurnemanz noble y heráldico, es el cantante más wagneriano del reparto. Detlef Roth compone un Amfortas sufriente en lo actoral, pero su voz –limitada en los registros extremos y poco carnosa– no logra transmitir el desgarro interior que lo consume. Anja Kampe es una muy creíble “mujer salvaje”, bruscos cambios de color incluidos, pero convence menos en su papel de seductora en el dúo del segundo acto, afrontado con excesivas reservas por Christian Elsner, que prefirió guardar fuerzas para su intervención posterior. Teatralmente, su Parsifal acusa limitaciones evidentes y su canto tiende a despeñarse hacia la inexpresividad.
Entre los méritos irrebatibles de Semyon Bychkov figura el de haber hecho sonar admirablemente a la orquesta, ya desde el parsimonioso y casi estático Preludio inicial. Pero no faltaron tampoco deméritos, como un dúo del segundo acto muy descafeinado y, en general, falta de mordiente en aquellos pasajes en que el foso participa también activamente del drama. El ruso prefiere recrearse en los momentos contemplativos –como las dos transformaciones o buena parte del tercer acto– de lo que parece ver más como un gran auto sacramental.
Los mayores elogios deben ser para la cabeza pensante del espectáculo, Claus Guth, que con una portentosa escenografía giratoria no deja resquicio alguno por explorar, aportaciones personales incluidas: su Klingsor reaparece en el tercer acto para empatizar con Amfortas, y su Kundry no muere abruptamente, sino que parte maleta en mano, reforzando así su carácter de arquetipo femenino del judío errante. Pero no olvida resaltar lo esencial, porque, ¿quién no tiene alguna culpa –manifiesta u oculta– que expiar o redimir? Y, aún más importante, a la vista de los horrores diarios que nos rodean, ¿a cuántas personas no hemos de compadecer y, en consecuencia, como nos enseña Parsifal, sufrir con ellas? Luis Gago
Esto es lo que opina en estas páginas y en La Razón Gonzalo Alonso:
Parsifal: Guth construye el monstruo
“Parsifal” de Wagner. Ante Jerkunica, Franz Josef Selig, Detlef Roth, Evgeny Nikitin, Anja Kampe, Christian Elsner, etc. Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. Claus Guth, dirección de escena. Semyon Bychkov, dirección musical. Teatro Real. Madrid, 2 de abril.
Sabido es que Bayreuth gozó de exclusividad en “Parsifal” durante 30 años, que Nueva York se saltó la regla en 1903 y, que el Liceo, Madrid y otras ciudades la estrenaron a horas de acabarse el plazo en enero de 2014. Algunos recordarán también que fue el título con el que se intentó reabrir el Real y el último que dirigió en él, muy enfermo, García Navarro en lo que fue su reconciliación con el público a modo de redención parsifaliana. Pues bien, Claus Guth ubicó la obra en los años de aquellos segundos estrenos, en el periodo entreguerras europeo, con una Alemania postrada anímicamente tras la Gran Guerra y lo hace con un propósito totalmente definido. Un propósito, por cierto, absolutamente contrario a aquel con el que Wieland Wagner basó su renovación: la huida de las producciones tradicionales y de los enfoques politizados. La lectura de Guth no puede ser más tradicional en los decorados y más política. Durante décadas se ha considerado “Parsifal” en Alemania como una ópera casi mística, sin aplausos al final del primer acto y programada los Viernes Santos. Desde luego lejos de lo que Guth diseña.
De ahí que a muchos disgustara el estreno de esta costosa producción tanto en Zurich como en el Liceo –Matabosch va recuperando cosas de su antigua casa- en 2011 y ahora en Madrid. Sin embargo a otros les encantó. No ha dejado a nadie indiferente porque la polémica propuesta es coherente en sí misma, si bien no con un libreto que sólo le sirve de inspiración para desarrollar su reflexión social. Buena parte del público se preguntará a dónde quiere llevar Gluth al inocente Parsifal, pero otros lo verán claro. Para la curación de las heridas de guerra, físicas o mentales, no basta la religión sino que es preciso crear un ídolo redentor que sane a las “gentes” -¡cómo me suena hoy el término!- y Parsifal será finalmente ese ser, cuando tome la lanza, se vista de militar nazi y se una a él el coro de soldados y ciudadanos ricos recuperados físicamente en esa mansión-hospital de la acción y con un nuevo lider. Guth rescata a Titurel -un rico y respetado viejo representante del viejo orden- de su backstage habitual, padre de un par de hijos –Amfortas y Klingsor, que no son sino dos partes de un mismo ser. Amfortas es el deseado como salvador por el padre, pero él se siente débil e incapaz, sufre y desearía ser Klingsor. Los tres aparecen en el preludio sentados en un comedor, donde les sirve la doncella Kundry, prototipo de la mujer de la época al servicio del hombre, luego enfermera y y participante en las orgías que le ordena Klingsor, pero que no morirá sino que se huirá, temerosa, maleta en mano, como una asustada judía ante lo que ve venir. Gurnemanz, el capellán del hospital, ve acompañado de movimientos escénicos su eterno monólogo gracias a un escenario rotatorio que dinamiza mucho una acción habitualmente muy estática. ¿Y Parsifal? No les desvelo el final, sólo apuntaré que Amfortas muere en paz, sentado junto a Kligsor, al reconocer al salvador que buscaban. Un final muy poderoso, para el que nunca faltarán abucheos. Guth lleva hasta el último extremo la politización de la ópera, una visión aún más discutible que las de Warlikovski, Bieito, Castellucci, Lehnnhoff, Herheim o von Peter.
Formidable la lectura viva, concentrada y muy cuidada en su arquitectura de Semyon Bychkov, con excelentes prestaciones de orquesta y coro, tanto de los caballeros como de las chicas flor. El reparto vocal cumple irregularmente dentro de la máxima exigibilidad viable hoy. Christian Elsner es un Parsifal algo irrelevante aunque combine dignamente los aspectos líricos del primer acto con los dramáticos del segundo. Anja Kampe supera las tensas demandas de este acto sin grandes derroches de personalidad porque a la voz le faltan registros para matizar más. Detlef Roth es un atenorizado Amfortas, mientras que Ante Jerkunica un ideal cavernoso Titurel y Evgeny Nikitin un discretísimo Klingsor. Mención especial merece Franz Josef Selig, Gurnemanz de envidiable decir que casi logra no se eche de menos la solidez de un Kurt Moll. Sin duda primer nivel internacional en el foso, aceptable en lo vocal y muy interesante escénicamente, siendo aspectos claramente reconocidos por el público, pero sin excesivo entusiasmo y con algunas protestas. Gonzalo Alonso
Por su parte, Álvaro del Amo escribe en El Mundo:
‘Parsifal’, extremo y sobresaliente
Algo de extremo, de inasible y desbordante tiene esta cumbre de la forma ópera, donde el drama se abre a la máxima ambigüedad y la música alcanza un grado de saturación que a cada momento parece dispuesta a devorarse a sí misma. Una moraleja de cuentecillo infantil se desprende de una tormenta de contradicciones. Si la redención llega a través de la estupidez de un inocente, la celebración eucarística ocurre en el ámbito pagano de un libro de caballerías, la mujer es a un tiempo maga, corruptora, monja y sierva, el pecador será curado por la lanza que lo hirió, todo ello a lo largo de un festival escénico que encandila al espectador, animándole a creer que el espíritu santo es cisne además de paloma.
En la sobresaliente producción presentada en el Teatro Real, el director de escena alemán Claus Guth se aparta tanto de la comunidad de los caballeros-monjes a cargo del cáliz de Cristo como de la angustia de Amfortas, herido por culpa de su lujuria. Con inteligente perspicacia, Parsifal aparece como otro Kaspar Hauser, el extraño niño salvaje que apareció en Nuremberg una mañana del mes de mayo de 1828. La parábola, entre el cuento maravilloso y la cantata religiosa, se concreta a través del punto de vista de este mocetón desarraigado que ni siquiera conoce su nombre. Paralelamente, asistimos a la toma de conciencia de Kundry, la mujer de las mil caras, que aquí no muere, sino huye a otro lugar, cuando el cazador furtivo que llegó matando un cisne se ha convertido en el jefe de un destacamento de soldados. El escenario circular concebido por Christian Schmidt, también figurinista, cumple una precisa función narrativa, girando al mostrar los lugares de la acción, desplegados como los capítulos de un relato absorbente, controlado y dosificado con pulso firme. Puede hablarse de una nueva lectura de la obra, rigurosa en su originalidad sin por ello perder el respeto al autor que con tanto cuidado ha procurado mantener ocultas sus intenciones.
Semyon Bychkov plantea desde el arranque una tensión al borde del paroxismo, que la orquesta comunica con espontánea naturalidad, demostrando una vez más las virtudes de una flexibilidad que brota cuando la batuta sabe despertarlas. Del reparto contundente destaca Anja Kampe, Kundry con el alma en la garganta y el sexo defendido como remedio contra el pecado; también, el cavernoso Titurel de Ante Jerkunica, y el Klingsor de Evgeny Nikitin, aquí más enemigo derrotado que encarnación del mal. Detlef Roth es el Amfortas cuya llaga ha perdido prestigio, y Franz-Josef Selig compone un sorprendente Gurnemanz, que ha dejado de ser el bondadoso portavoz de los píos cruzados para convertirse en un capellán poco caritativo, que utiliza el breviario como agenda y no renuncia a la fusta para apaciguar a un pobre epiléptico. Christian Elsner es un protagonista sólido sin especial encanto. Soberbio el coro y perfectamente integrados los figurantes.
Tras cinco horas y cuarto de función, seguida con atención y aprecio, cantantes, orquesta y coro recibieron los aplausos que una parte del público negó a la dirección escénica, parcialmente protestada. Parsifal sitúa la temporada del Teatro Real en una alta cumbre. Álvaro del Amo
Y Alberto González Lapuente opina, entre otras cosas:
«Parsifal» en el Teatro Real: en el tiempo y el espacio
La llegada de «Parsifal» al Teatro Real implicaba algún aliciente interesante. Destacaba la presencia del director musical Semyon Bychkovy, algo menos, la producción de Claus Guth vista en el Liceo de Barcelona en febrero de 2011. Pero la práctica se ha encargado de invertir los papeles queriendo que Guth termine por convertirse en la revelación de una obra ante la que siempre habrá consideraciones de gusto. Es lógico que este «Parsifal» no acabe de encajar desde la perspectiva de aquellos que gocen perpetuando una particular pureza de la ceremonia y lo simbólico. Pero el debate es viejo y, en cierta medida, inconsistente…
…La presencia de Parsifal, convertido en un nuevo mesías, es un final que implica una esperanza truncada a la vuelta de la esquina por la segunda gran guerra. Las relaciones entre los personajes se trastocan con buena lógica y apenas hay que transformar la parafernalia seudorreligiosa de la obra pues allí donde pudiera parecer que se fuerza el objeto surge una fantasmagoría que amedrenta al espectador informado. Guth pone «Parsifal» sobre el terreno de la evidencia y resuelve, de manera genial, algo que afecta a la sustancia de la obra: la del tiempo que fluye sobre dos planos que se implican entre sí, el presente y el pasado. El escenario circular, ante el que es inevitable el recuerdo del formidable «Don Giovanni» que Guth presentó en Salzburgo, rompe la tentación de la inmovilidad y descarta posibles incoherencias.
La evidencia del «ritual» sacro podría tener su paralelo en la propuesta de Semyon Bychkov y, sin duda, se atisba. Choca con la naturaleza de la orquesta titular cuya claridad interna debería otorgar al resultado una mayor capacidad de evocación. Mantiene el foso con un volumen adecuado, se consuma de forma elocuente el carácter de amalgama del sonido wagneriano, se integra con el escenario de manera rigurosa y flexibiliza el discurso en una reveladora continuidad, pero la orquesta permanece sobre la superficie de los personajes antes que sobre su intimidad. En algo sale malparado Franz Josef Selig, pues su Gurnemanz tiene empaque y solvencia, da legibilidad al relato y trasciende con nobleza y una línea de canto bien acabada. También el coro, estupendo, pues a la dificultad de su parte se une la capacidad para encuadrar la acción dramática…
…Detlef Roth propone a un Amfortas temeroso en contraste con el carácter exagerado que por momentos llega a alcanzar Anja Kampe forzando la calidad dramática del timbre. No es un «mesías» con demasiados arrestos el de Christian Elsner. Lo curioso es que esta circunstancia hace más evidente el trabajo de Guth. O, por lo menos, pone en primer plano la sólida carpintería de una producción que ennoblece la obra y su propósito. Alberto González Lapuente
Un repaso de viejas curiosidades que merecen la pena si ustedes encuentran un rato:
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