Pedro Lavirgen, del cero al infinito
DEL CERO AL INFINITO
Entrevista con Pedro Lavirgen
La historia y el personaje que en esta entrevista se pretenden poner de manifiesto no responden al círculo virtuoso del niño prodigio que nace en un ambiente musical y dedica su vida a la música: es justamente lo contrario. Es la historia de un niño que interpela a una naturaleza que se ha empeñado en mostrarle su lado oscuro hasta conseguir arrancarle la luz y la esperanza sobre las que edificar un futuro que ni conoce ni intuye. Es una historia de esfuerzo, de determinación para vencer la adversidad y de lucha por alcanzar un sueño que se va perfilando poco a poco al amparo de una gran fuerza de voluntad y de la fe inquebrantable de su compañera en el artista y en el hombre.
Con motivo del éxito histórico de tu debut con Doña Francisquita en 1962, en el Teatro de La Zarzuela, un famoso periodista de la época publica en ABC un artículo entusiasmado, cuyo título tomo prestado para esta entrevista. ¿De verdad partes de cero?
Los recuerdos de mi niñez tienen que ver con la vida sencilla y rutinaria de una familia de siete hermanos —yo era el quinto— en un pueblo pequeño de la Andalucía de los años treinta del pasado siglo. De repente, el estallido de la guerra hace que mi padre tome la decisión de dejar el pueblo y nuestra vida cambió de manera radical. En una caravana que huía, comenzamos una peregrinación lenta hacia lo desconocido dejando atrás Bujalance hasta llegar a instalarnos en condiciones muy precarias en las orillas del río Rumblar en las proximidades de Bailén.
Mi niñez, que transcurría alegre pesar a del entorno duro de subsistencia que me rodeaba, se vio de pronto truncada por una desgraciada caída mientras jugaba en el campo. Una mala fractura de rótula me dejó completamente inmovilizado durante los años de la guerra. Como única terapia disponible, pasaba los días con la pierna expuesta al sol bajo un toldo de lona con cuatro palos que me fabricó mi padre para proteger del calor al resto del cuerpo. Bajo esa improvisada cúpula transcurrían lentamente las horas inventando canciones a todo lo que pasaba por mi lado. Ahí comienza mi pasión por cantar.
Terminada la guerra y de regreso a tu pueblo, tu familia lucha por volver a empezar de nuevo la vida familiar, pone una alta prioridad en su curación y te envían a Córdoba para ver qué pueden hacer por ti los Hermanos de San Juan de Dios en el Hogar y Clínica de San Rafael. ¿Qué supone ese cambio para un niño de poco más de ocho años que no ha tenido aún la posibilidad de aprender a leer ni a escribir?
Los tres años que paso internado y postrado en Córdoba tienen gran importancia en mi vida. Aunque el diagnóstico de entrada habla de amputación, tuve la gran suerte de tropezar con un joven médico, el Dr. Calzadilla, quien, diagnosticando una anquilosis permanente de rodilla, asumió el reto de salvar mi pierna y devolverme la movilidad. Recién internado en el hospital, en una inmensa sala corrida con cuarenta camas, el destino me coloca junto a un niño que, aunque se encuentra muy débil, me va enseñando poco a poco a unir las palabras en los tebeos de la época. Mi primera literatura son las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín y mi primer maestro es mi compañero de hospital Juanito, poseedor además de una bonita voz con la que interpretaba motetes, en el coro del hospital, que yo iba aprendiendo.
Cuando el capellán y el pianista del hospital me oyeron cantar decidieron hacerme solista y parece que no lo hacía mal, porque cada vez iba más gente a las misas del hospital para oírme cantar. Así lo contó siempre mi tía Agustina, que se había encargado de correr la voz por toda Córdoba.
El niño que a los doce años no ha sido aún escolarizado, estudia por libre en su pueblo yendo a examinarse a Cabra y a Córdoba y, en poco más de seis años, obtiene su título de maestro de Primera Enseñanza con el que poder ganarse la vida. ¿Algún recuerdo especial de esos años de adolescente?
Estudiando con un profesor y examinándome por libre logré recuperar los años perdidos terminando en tiempo récord el bachillerato y estudiando la carrera de Magisterio. La gran preocupación de mis padres era prepararme para poder ganarme la vida dentro de mis limitaciones físicas y de mi debilidad. En cuanto pude moverme por mí mismo, al principio con ayuda de muletas, un amigo me llevó al coro de la parroquia para hacer una prueba. Fray Ladislao Senosiaín y doña Librada Begué, respectivamente párroco y pianista del coro, me aceptaron, tomándome un gran cariño, y me convirtieron en solista de un coro en el que cantaba la niña que se convertiría después en la compañera de toda mi vida. Son precisamente estas personas quienes convencidos de mis cualidades y mi temperamento presionan a mi padre para que me enviara a estudiar música y canto a Madrid.
Dentro de mis asignaturas de Magisterio estudié dos años de solfeo. Muchos años después, con motivo de un concierto en Córdoba con Montserrat Caballé, vino a saludarme la que había sido mi profesora en la escuela para decirme que todavía le duraba el disgusto por haberme suspendido. Era una gran persona.
Sales de un pueblo de Córdoba con destino a la capital de España cuando tienes poco más de veinte años, un recién estrenado título de maestro y muchas ganas de cantar. ¿Cómo empieza tu vida y tu carrera musical en Madrid?
La maestra de canto y piano de mi pueblo me puso en contacto con un primo suyo, don Patricio González de Canales, que se convirtió en persona clave para mi aterrizaje en la capital al conseguirme una plaza de maestro interino que me permitía tener un ingreso para poder dar clases de canto. También aproveché la primera oportunidad que se me presentó para entrar en el Coro de Cámara de Radio Nacional de España y hacía incursiones esporádicas en el famosísimo Coro de Cantores de Madrid.
De mi primera época en la capital tengo que hacer una mención muy especial de la persona que realmente me inició en la profesión. Se trata de don Miguel Barrosa, que había hecho una exitosa carrera como tenor en Italia. Él se convirtió en el maestro que me enseñó canto y técnica vocal, y me introdujo en el mundo de la ópera, del que mi memoria almacenaba las dos únicas referencias que tuve en mi niñez: «Di quella Pira» de Il Trovatore —en versión de Hipólito Lázaro—, y la entrada de Fernando («Una vergine un angel di Dio») en La Favorita —en versión de Miguel Fleta—, que nunca dejaron de sonar en mi memoria.
Cuando llevas más de seis años en Madrid, tienes dos cosas muy claras: que quieres dedicarte solo a cantar y que ya no quieres pasar más tiempo separado de tu novia. te vuelves a tu pueblo y hablas con Paquita. ¿Cuál fue su respuesta y la de tu familia?
La reacción de la familia fue muy negativa, porque sus hermanos le decían que no podía casarse con un hombre sin oficio ni beneficio. Paquita se puso el mundo por montera y reaccionó con toda su grandeza. A mi planteamiento de que quería pasar con ella el resto de mi vida, pero que no podía ofrecerle nada respondió: «Dame 25 pesetas diarias, dedícate a cantar y me voy contigo al fin del mundo». Su infinita generosidad y su fe inquebrantable en mí, puestas de manifiesto en todos los momentos duros durante más de sesenta años de matrimonio, han sido los dos pilares más sólidos de toda mi vida.
En 1958 te casas con Paquita, dejas el magisterio, entras en el Coro del Teatro de La Zarzuela y sigues colaborando con el Coro Cantores de Madrid. Parece que el camino empieza a aclararse…
Con 27 años y mi vida enfocada, yo podía con todo. Además de mis clases de canto y de formar parte de dos coros, tenía tiempo para participar en algunos musicales con José Tamayo y también para ir a nadar varios días en semana, con objeto de fortalecer mi capacidad respiratoria. No hay nada como dedicarte a hacer lo que te gusta al lado de la persona a la que quieres.
Es realmente la época en la que me dedico a trabajar en serio sobre mi voz. Quedé impactado del Otello que le vi en directo a Mario del Mónaco. Oírlo en persona era hechizante. Tenía un sonido sobrehumano, distinto a todo, bellísimo. Allí descubrí: «¡Eso es cantar!» Mi maestro me decía que yo tenía la cabeza, el fiato, la musicalidad, el temperamento y la expresividad, y que era cuestión de trabajar una voz grande como la mía para que no perdiera en su potencia ni uno solo de los matices necesarios para ser capaz de emocionar al público.
Hasta aquí hablamos de una vocación tardía que logra abrirse camino como un buen cantante de coro. ¿Dónde empieza realmente la carrera del tenor que quiere conquistar los grandes teatros interpretando los grandes papeles líricos?
En julio del 59 se ponía en unos jardines de Zaragoza la ópera española Marina, en la que actuaba el Coro del Teatro de la Zarzuela del que yo formaba parte. El día de la representación llovía de tal manera que hubo que trasladar de urgencia la función al Teatro Fleta. Por tratarse de un recinto cerrado y más pequeño, el propietario puso como condición que se hicieran dos funciones y el tenor dijo que solo estaba dispuesto a cantar una. Ante la imposibilidad de encontrar un tenor en tan poco tiempo, el maestro del coro, don José Perera, le dijo a Lola Rodríguez de Aragón que yo me sabía la obra y podría cantarla. Ella aceptó con reticencias, pero, al final de la representación, vino a felicitarme emocionada y a darme las gracias. Fue la primera de una larguísima serie de Marinas cantadas a lo largo de mi vida.
Al año siguiente, siendo César Mendoza director del Teatro de La Zarzuela, puso en escena una versión espectacular de La Bruja con grandísimo éxito. Una vez más se repitió la historia de un tenor titular que se enferma y un cover que tiene su oportunidad. Canté diez funciones que fueron las primeras 10 000 pesetas que gané en mi vida.
Pero el momento definitivo para mi carrera llegó en diciembre de 1962. Con algo más de tres años casado y ya con dos hijos en el mundo, debuto como Fernando en Doña Francisquita con artistas ya consagradas de la talla de Ana María Olaria, Inés Rivadeneira, la mítica Selica Pérez Carpio y en el pódium el maestro Odón Alonso. Para mí era una gran responsabilidad la expectativa que se había creado en torno al joven tenor cordobés que debutaba en el papel que con tanto éxito había cantado Alfredo Kraus en el mismo teatro y con los mismos compañeros de reparto. Al terminar la romanza, dándolo todo en las notas finales dirigidas a «aquella mujer fatal», el teatro se caía en bravos y en aplausos pidiendo un bis que resultó igualmente apoteósico. La crítica se deshizo en elogios, y aquella y posteriores actuaciones fueron el origen de premios tan apreciados como la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes y el Premio Nacional de Teatro e Interpretación. Tamayo me contrató como primer tenor para la Compañía Lírica Amadeo Vives y los siguientes dos años canté en los Festivales de España.
Acabas de cruzar la frontera de los treinta años y estás triunfando en España; sin embargo, no te conformas, lo dejas todo otra vez y te vas a Italia. ¿Qué impulso te lleva a poner en movimiento a una familia cada vez más grande para, en cierto sentido, volver a empezar?
Durante mis años en Madrid nunca dejé de trabajar repertorio operístico con mi maestro. A pesar de que me ganaba la vida cantando zarzuela fui poco a poco estudiando los roles que mejor le iban a mi voz, porque yo quería cantar ópera.
En septiembre del 64 fui a hacer una audición para la agencia ALCI, cuyo director era un famoso tenor llamado Alberto Ziliani. Me llevó a una habitación cubierta de cortinas donde estaba el pianista y me dijo que me pusiera a cantar hasta que él entrara de nuevo. Canté las arias de Aida, Forza, Cavalleria y Pagliacci y entró para pedirme un aria que tuviera el do natural. Canté entonces las dos arias de Trovatore y de inmediato me hizo su valoración: «la pronunciación, un desastre; el estilo no existe, pero la voz es buena: potencia, manejo del aire y fraseo expresivo. Tiene posibilidades».
Cuando regreso a Madrid y le digo a Paquita lo que me había dicho Ziliani, vuelve a responder con esa fe sencilla capaz de mover montañas: «Me voy a Italia contigo y con los niños». Y con trescientas mil pesetas que teníamos ahorradas y un Seat 600 de segunda mano, llegamos a Milán después de dos días de viaje para quedarnos los siguientes catorce años.
El agente Ziliani, el maestro de canto Soresina, el talismán del «Celeste Aida» con el que empiezas todas tus audiciones, el apoyo de tu familia, el trabajo sin descanso y una determinación a prueba de bombas, hacen el resto del milagro de una carrera larga y fecunda por todos los grandes teatros de ópera del mundo. La relación de teatros, directores y cantantes que han formado parte de este largo caminar llenaría un espacio bastante más extenso que este artículo. ¿Cómo resumirías telegráficamente lo que vino después?
Treinta años de auténtico vértigo que empiezan con Aida y Turandot en Bellas Artes de México; Carmen en el Liceu de Barcelona; Pagliacci en la Staatsoper de Viena; Aida en Como; Tosca en el Metropolitan de Nueva York; Trovatore, Vespri siciliani y Don Carlo en el Colón de Buenos Aires; Aida, Carmen, Turandot y Forza en la Arena de Verona; Carmen en la Royal Opera House de Londres; Aida y Turandot en La Scala de Milán; Carmen y Otello en Edimburgo, y un largo etcétera que me lleva a todos los grandes teatros de Europa, de Asia y de las Américas.
Treinta años alternando con figuras de la altura de Montserrat Caballé, Teresa Berganza, Birgit Nilsson, Leontyne Price, Martina Arroyo, Piero Cappuccilli, Aldo Protti, Robert Merrill, Nicolai Ghiaurov y, cómo no, mis grandes amigos tenores Alfredo Kraus, Franco Corelli, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo, Josep Carreras y Jaume Aragall.
Treinta años bajo la batuta de directores del prestigio de Abbado, Mehta, López-Cobos, Molinari, Schippers y Alonso y metido en la piel de Radamés, Calaf, Don José, Canio, Don Álvaro, Turiddu, Cavaradossi, Manrico, Otello, Don Carlo, Andrea Chénier y una larga lista de personajes que me marcaban escénicamente cuando los interpretaba haciendo míos sus anhelos, sus glorias y sus miserias.
Es un excelente resumen al que habría que añadir los premios que están relacionados aparte en esta entrevista. Te voy a pedir ahora exprimir tus recuerdos y tus sensaciones para extraer una gota de cada cosa: un rol, una compañera de reparto, un momento de pánico y un momento de gloria.
Mi rol preferido, pese a ser un personaje débil que termina traicionando familia, patria y principios, es el Don José de Carmen. La línea musical que ha marcado Bizet para este personaje es de lo más lucido que puede cantar un tenor, porque le permite demostrar al máximo sus cualidades vocales, de extensión y de expresividad. Conservo un recuerdo vivo de una mezzosoprano rumana, Viorica Cortez, que hacía una Carmen desgarradora con la que tuvimos grandes éxitos.
Mi soprano preferida, sin ningún lugar a dudas porque la pongo sobre todas las demás, ha sido Monserrat Caballé. Como Norma, como Liu, como Aida, o como Elisabetta era sencillamente insuperable.
Uno de los peores momentos de mi vida lo pasé cantando en Dublín. Debido a un enfriamiento fulminante, tuve que recurrir a los antiinflamatorios para salvar la última función de Trovatore. A los dos días, al empezar a cantar el segundo acto de Ballo in Maschera me quedé mudo. Nunca he sentido mayor angustia.
La otra cara de la moneda la viví en Piacenza. Cantaba Andrea Chénier con Viorica Cortez y Renato Bruson y dirigía el maestro Guadagno. Siempre tuve un si bemol bien colocado lleno de fuerza y color y con squillo, pero esa noche, además los emitía con una facilidad que se quedaban suspendidos en el tiempo. El final del «Improvviso» fue la apoteosis.
Como barítono, recuerdo con especial afecto a Aldo Protti. Además de gran cantante, fue amigo y consejero. Su gran lema era: «Non ossessionarti con fare il divo, impegnarti a fare il profesionista di prima clase».
Debutas en el 59 y estás cantando ópera hasta el 2000. ¿Qué había cambiado en esos 40 años?
Yo me retiro cuando ya empezaban los disparates en las producciones y me voy dando cuenta de que los directores de escena van tomando el papel primordial que en mi época tenían los cantantes y directores de orquesta. Los directores de orquesta, por su parte, se habían convertido en mucho más estrictos, tanto que dudo de que las facultades excepcionales de Del Mónaco y Fleta hubieran podido abrirse camino hoy con el éxito que ellos lograron. Del lado de los agentes, la ilusión por descubrir y promover nuevos artistas ha ido dejando paso a un sentido más comercial de la profesión.
Esta entrevista va a ver la luz en unos días difíciles para tu amigo Plácido Domingo. ¿Alguna reflexión, alguna nota sobre vuestra relación a lo largo de los años?
Conocí a Plácido en el año 1965, con motivo de mi segunda temporada en el Teatro Bellas Artes de México, en la que canté Turandot con Birgit Nilsson y Monserrat Caballé. Yo tenía 34 años, y él con 24 estaba prácticamente en el inicio de su carrera. Desde el principio quedé muy impresionado por su voz, con ese esmalte único que ha conservado intacto durante más de cincuenta años, por su presencia escénica y por su personalidad abierta y acogedora. Con todo, lo que más me ha impresionado siempre de él ha sido su generosidad. Nada más conocernos en México, convencido de que una voz como la mía podría tener éxito en Estados Unidos, no dudó en darme su contacto en la New York City Opera para que intentara hacer una audición que, por cierto, se llevó a cabo con éxito.
Posteriormente hemos coincidido muchas veces en la misma ciudad, en el mismo teatro e incluso cantando la misma ópera en diferente elenco. Nunca he visto en él más que profesionalidad, simpatía, rigor, camaradería y buen trato. Además, en momentos muy duros para mí por la pérdida de seres queridos, lo he visto cruzar la puerta de mi casa para compartir el dolor y dar consuelo con la presencia del amigo.
Al hilo de las informaciones que han aparecido en las últimas semanas, añadiré que, al haber coincidido en roles y teatros, me ha tocado compartir cartel, ensayos y escenario con las mismas sopranos y mezzosopranos que han cantado con Plácido. Puedo asegurarte que jamás he sido testigo de nada distinto a una conducta caballerosa con los demás ni he recibido comentario negativo alguno de mis compañeras de reparto.
Retomemos el hilo de nuestro relato. Deja de cantar ópera, pero no te retiras de los escenarios…
Dejo la ópera y vuelvo a incorporarme con Tamayo en la Antología de la Zarzuela, donde estuve tres años más. Después hice varias giras con Fefi Arregui, Antonio Blancas y Sergio de Salas hasta retirarme definitivamente en 2006 con 75 años.
¿Qué sientes el día que eres consciente de que no vas a volver a cantar?
Después de tantos años de carrera y de miles de horas de vuelo terminé renegando de hoteles, maletas y aviones, pero, cuando empezaron a faltarme esas idas y venidas, lo eché mucho de menos y sentí una gran nostalgia. No me quería apartar de ese mundo y retomé la experiencia que había desarrollado durante años como catedrático de Canto en el Conservatorio Superior de Música de Madrid para, ahora con carácter privado, dedicarme a transmitir a jóvenes cantantes la experiencia de toda mi vida.
Conociendo en carne propia tu generosidad y tu entusiasmo naturales, entiendo que aprendiste a ilusionarte con las carreras de otros jóvenes cantantes y a convertirte en un gran estímulo para ellos. ¿Qué cosas nuevas aprendes en esta nueva etapa?
Decía Mascagni que «para cantar también hace falta la voz». Y es así. La voz y el gusto musical son innatos, pero hay que trabajar la emisión, la respiración, los apoyos, la pronunciación y la línea de canto, aunque nadie puede cambiar su voz para copiar la de otro. Y ese trabajo ha de ser intenso y extenso. Siempre he transmitido a mis alumnos que la voz hay que trabajarla constantemente. Si dejas de cantar un día lo notas tú, si dejas dos días lo nota tu familia y si dejas tres días lo nota el público.
Hay que ir eligiendo repertorio de acuerdo con las condiciones que tienes, no con las que te gustaría tener, y hay que ser muy sincero con uno mismo. Y cuando hablo de condiciones, incluyo de manera determinante la fuerza de voluntad y el espíritu de sacrificio. He oído voces maravillosas por su belleza y expresión que no han cristalizado en carreras de éxito por falta de tesón, de entrega, de disciplina y de espíritu de sacrificio.
Y a todos esos factores hay que añadirle la suerte de encontrar un agente que impulse tu carrera. Y que los primeros pasos sean sólidos y continuos. Es una profesión dura que requiere de gran fortaleza física y mental, pero no puedo pensar en otra más hermosa ni que proporcione satisfacciones más intensas.
Vas a cumplir 89 años. Los focos que alumbran el escenario de tu vida muestran las luces cálidas del atardecer. ¿Qué te hace comenzar de nuevo cada mañana?
Confieso que he pasado momentos muy duros cuando me quedé sin mi querida Paquita. Al desgarrón profundo de la separación se unió el vértigo que produce el vacío de no ser capaz de pasar de la clave de dos a la clave de uno, porque no sabes ni sentir ni querer ni vivir en soledad. Sin embargo, soy profundamente creyente y tengo la certeza de que hay un Dios, Padre Bueno, que me tiene aquí para algo. A Él y a Paquita les doy gracias cada mañana por estar sano y por permitirme sentir el cariño de mis hijos y de mis amigos, y el bálsamo bendito de la música. Antonio Vázquez
Bravo and thank you Don Pedro Lavirgen for vouching for the impeccable character of Maestro Placido Domingo.