Perfil: “Nadine Sierra, el sueño cumplido de la abuela”
La nueva estrella internacional de la ópera, la soprano norteamericana de origen latino Nadine Sierra, prototipo de la cantante moderna, se ha convertido rápidamente en una de las figuras más deseadas del Liceu de Barcelona, donde hoy mismo ofrece su primer recital en solitario y este mes cantará funciones de La Sonámbula, con la misma producción ya estrenada, en su momento, en el Teatro Real de Madrid.

Nadine Sierra regresa ahora a Barcelona
A veces cumplir ciertos sueños requiere dejar pasar un par de generaciones. Y tener la paciencia, el sosiego y la generosidad de espíritu de llegar a vivirlos, más adelante, a través de persona interpuesta, encarnados en la descendencia. Como una revancha del destino, aquella niña de pelo rizado, sonrisa perenne y voz angelical pudo cumplir finalmente el deseo de la abuela. Una mujer que solo había querido una cosa en la vida: dedicarse a cantar, pero a la que su padre, en una actitud fácilmente asimilable a la de los hombres que decidían por ellas en las óperas románticas del belcanto, como Lucia di Lammermoor, obligó a concentrarse en otros quehaceres más beneficiosos para el cabal cumplimiento de sus futuras responsabilidades como señora de casa.
A los diez años, Nadine Sierra (Fort Lauderdale, Miami, EE UU, 1988) se encontró un día frente al televisor viendo una ópera en vídeo. Era La Bohème de Puccini, quizá en la clásica puesta en escena del hoy denostado Franco Zeffirelli, pero que durante varias décadas hizo las delicias del público asistente al Met neoyorquino con su habilidosa mezcla de fantasía y realismo.
En aquellas célebres funciones, el director italiano había contado con una pareja protagonista de encanto irresistible: él, José Carreras, por la voz, un tenor de privilegiado timbre solar y fraseo vibrante, cuya humanidad no desbordaba además el límite razonable del cinturón. Ella, Teresa Stratas, artista, más que soprano, ajena a simplistas encasillamientos; frágil, diminuta, pero a la vez poseedora de un personal magnetismo, una extraordinaria capacidad de convicción y entrega que le permitían convertir a una humilde costurera parisina, de salud quebradiza, en la misma encarnación del amor en todas sus tonalidades, grandezas y miserias.
Allí se produjo la revelación. La niña de tez morena, fruto del mestizaje cultivado desde que los aztecas y unos navegantes remotos llegaran a cruzar sus miradas, se convenció inmediatamente de que solo quería hacer aquello mismo y se lo comunicó a los padres, emigrantes que no tenían vinculación alguna con el teatro.
El hombre, bombero de origen italopuertorriqueño, afortunadamente no se parecía a aquel bisabuelo materno que frustró la posible carrera de su hija. Y la madre, de ancestros portugueses, a pesar de trabajar en un banco (lo que suele encauzar el pensamiento hacia un cierto pragmatismo derivado del frecuente contacto con los números y sus consecuencias), tampoco quiso repetir la historia de su pariente. Así que se decidió que comenzara a estudiar canto en serio, y luego ya se vería.
La aspirante a “prima donna” encontró más reticencias entre sus compañeras de escuela y amigas de adolescencia que en su propia casa. En aquel entorno soleado de fiestas al aire libre, jornadas de surf y Marc Anthony no se entendía muy bien que una chica atractiva, además de orígenes modestos, deseara dedicar su tiempo de asueto a cultivar aquellos gritos sin sentido en idiomas foráneos y para gente mayor, algo estirada; pero su férrea determinación no admitía reparos, objeciones o tutelas.
Bueno, alguna sí. La del hombre que seguramente cambió su vida. Y no, no se trató de una pareja, alguien mucho más importante para ella, puesto que aún continúa ahí, velando por sus intereses, mientras amores y representantes han ido circulando.
Durante los 90, en la Ópera de Palm Beach, había encontrado hueco uno de los asistentes más jóvenes y prometedores de James Levine (el omnipotente responsable musical del Metropolitan de Nueva York, un dios de la lírica que aún estaba lejos de su forzado ocaso, un despreciable final que no haría justicia a su extraordinarias contribuciones a la música).
Kamal Khan, estadounidense de origen paquistaní, podía haberse convertido fácilmente en el gran director de ópera de su generación, pero los hados a veces se muestran más caprichosos de la cuenta. Su elevado nivel de exigencia, su entonces escasa habilidad para el compromiso que tantas veces somete la calidad al mediocre consenso, unido a un temperamento volcánico solo atemperado por la madurez, le convertían, en ocasiones, en un colega con el que resultaba difícil poder lidiar.
Pero el talento genuino suele ingeniárselas casi siempre para discurrir por otros cauces, y Khan encontró pronto un filón como preparador musical, o “coach” en el argot, aquellas personas que alquilan sus consejos a los cantantes, colaborando con ellos en la elección de su repertorio, aportándoles sus a menudo sólidos conocimientos sobre la técnica vocal y perfilando a fondo, en su compañía, los personajes que interpretarán en las óperas.
El apreciado talento de este hombre para la enseñanza, su buen olfato, sus profundos conocimientos, han estado vinculados durante décadas a estimulantes programas formadores de intérpretes como el que ha desarrollado la Ópera de Ciudad del Cabo. En 2014, logró un Emmy al mejor programa cultural de televisión por I live to sing, un documental basado en el trabajo que había desarrollado con jóvenes intérpretes sudafricanos.
De alguna manera inesperada, los caminos de Nadine Sierra y Kamal Khan se cruzaron cuando ella apenas tenía catorce años, y desde entonces él se convirtió en su mentor y sherpa musical.
No hay más que escuchar a la soprano para adivinar inmediatamente la mano maestra del forjador de estrellas (también se ha ocupado de hacer lo propio con Pretty Yende) en detalles que pueden ir desde la propia configuración de los programas, con sus guiños a España cada vez que actúa aquí, hasta la sugerencia de cadencias que, en momentos puntuales como la gran escena de Violetta del acto primero de La Traviata, se encuentran vinculadas a las sopranos históricas, para marcar la diferencia frente a los caminos más frecuentemente trillados.
Porque si la cultura en un cantante que desee entrar en la historia resulta fundamental, en ese sentido, Kamal Khan conoce a fondo todos los secretos de la gran tradición, de un modo como quizá solo podría situarlo en otro tiempo próximo a la figura de Richard Bonynge, el reconocido Pigmalión de una de las principales sopranos de la segunda mitad del siglo XX, dame Joan Sutherland, o a cierta distancia Carlos Aragón, si nos atenemos a España.
Aunque a la hora de hablar de modelos, no es en la reina australiana del belcanto en quien Nadine Sierra ha encontrado el suyo. La artista, que debutó a los 16 años en la Ópera de Palm Beach con Hansel y Gretel, prefiere seguir los pasos de Mirella Freni, otro talento precoz (ganó su primer concurso vocal a los nueve) ya desaparecida.
Tratándose de su declarada ópera favorita, la del hechizo que desencadenó su suerte, parece natural que Sierra se hubiese fijado en la compañera de nodriza de Luciano Pavarotti (está claro quién se bebió toda la leche). Para muchos, Freni encarnó la mejor Mimì de La Bohème de la pasada centuria, tanto en la histórica producción de Zefirelli en La Scala, en 1967, como en la posterior grabación que dirigió Karajan.
De momento, la Sierra solo ha cantado Musetta, la otra soprano protagonista de la obra de Puccini, algo más ligera, como bien recuerdan los aficionados a la ópera en Canarias. Pero Mimì es ya más que una promesa que despunta en el horizonte en cuanto la voz responda al inmenso reto y ella se lo proponga, porque los principales teatros de Europa y América se la rifan en estos momentos: entre las sopranos de su generación y similar repertorio no parece tener, ahora mismo, muchas rivales.
Ella, Asmik Grigorian y Lise Davidsen, cada una en lo suyo, constituyen la gran apuesta para el inmediato futuro de un género que precisa de estrellas para sobrevivir en unos tiempos en los que una única artista pop, Taylor Swift, representa por sí sola, en cifras de influencia sobre el público, más que el resultado global de sumar en EE UU toda la música clásica, considerando teatros, orquestas, solistas, …
Nadine Sierra y Kamal Khan seguramente estarán ya apurando sus puntadas para confeccionar un traje pucciniano que le resulte a la medida de sus ricas posibilidades (ahora se probará con otra heroína del compositor: ha incluido Vissi d’arte, de Tosca, en su recital para el Liceo).
El de la cantante es uno de esos escasos ejemplos en los que se conjugan todas las circunstancias que determinan el éxito sin paliativos: una voz poseedora de estilo y belleza, una estupenda base técnica, compromiso absoluto y sin fisuras con su vocación, carisma para dar y tomar y ese complemento siempre agradecido, pero hoy sin duda tan necesario para triunfar, que otorga una imagen impecable, moderna pero sin renunciar a la eterna seducción que huye de la vulgaridad de nuestros días.
Puede considerarse bendecida, aunque lo suyo sea sobre todo fruto de la perseverancia, la voluntad y el trabajo. Posee algo del glamour asociado a las divinidades del pasado, por más que a veces le traicione su propia impulsividad, esa natural energía, como pequeñas descargas eléctricas sobre su ondulante cuerpo, que desprende y se traducen en los movimientos inspirados por la propia música: se puede bailar la salida de Juliette en Romeo y Julieta de Gounod, al fin y al cabo se trata de un vals, pero, como en su último concierto madrileño, esa suerte de “saltitos” danzarines en una ópera como la dramática Norma, están de más.
Cuando en el Teatro Real compareció, en el escenario, con su ajustado Balmain que solo resistirían las modelos, la melena cobriza bien domada, contoneándose mientras regalaba besos al aire y sonrisas cómplices, se escucharon en la sala algunos suspiros ya olvidados, y hasta se percibió un amago de silbido de otro tiempo, menos encorsetado por la inaguantable hipocresía de la corrección política. No se aprecia en ella atisbo alguno de nerviosismo o inquietud, al contrario, sale al escenario como si entrase por la puerta de casa, cómodamente, dispuesta a seducir a quien se le ponga por delante gracias al completo dominio de sus poderes.
Acostumbrada desde muy joven a la soledad que exige una carrera construida sobre las renuncias, ha convertido el teatro en principal refugio, su verdadero hogar. Y entre todos, y aunque lógicamente muestre especial cariño por el Metropolitan de Nueva York, que le abrió las puertas muy pronto, prefiere los de Londres y París.
En esas ciudades percibe, más que en cualquier otro lugar, el aprecio auténtico por la cultura, el peso de la historia que no se improvisa, el calor bien fundado de un público que abarrota las salas en todas sus apariciones (curiosamente la última vez, en Madrid, no logró llenar del todo el aforo pese a su indiscutido estatus, quizá por lo elevado de los precios de las localidades).
Sus cuidados estilismos, algunos consejos y hasta “pellizcos” en directo de sus actuaciones suele compartirlos a través de sus propias redes sociales, algo que en su momento comenzó a poner de moda la diva rusa Anna Netrebko, capaz de subir desde una visita al Louvre o un espontáneo baño de lluvia en Santo Domingo hasta su última pedicura. En otro tiempo, los artistas cultivaban un cierto misterio que hoy solo se estila ya para las malas series de las plataformas, que son la mayoría.
De algún modo, estos trucos de comunicación han resultado útiles para sustituir a los agentes de prensa. Antes, cuando la soprano enfermaba había que enviar una nota. Hoy, ella misma, en bata de casa, a pie de catre, anuncia compungida a sus seguidores el resfriado que le impedirá actuar, ya sea en Florencia o Manila. Afortunadamente, también en este nuevo formato hay clases. Y las publicaciones de la Sierra suelen destilar naturalidad y buenas energías, al contrario de otras que se sirven de su inmediatez y difusión para descargar las iras contra antiguos amantes, advertir sobre otras miserias familiares o repetir chistes y bailes sin maldita la gracia.

Nadine Sierra triunfó como Traviata en el Liceo
La Sierra posee personalidad, no tiene prisa, no se salta ningún escalón hacia la consagración definitiva; en última instancia es ella la que decide. Seguramente ni sus nuevos representantes le aconsejan más allá de ocuparse de los números y de que reciba las mayores atenciones de los promotores allí donde actúa. El año pasado plantó a su anterior mánager, Gianluca Macheda, cuya lista de artistas parece dominar las temporadas españolas, por Askonas Holt, una de esas impersonales factorías de artistas, pero que aún conservan verificable poder de sugestión e influencia, del declinante Reino Unido.
Los intérpretes suelen abandonar a sus agentes cuando creen que no cuentan con todo el trabajo que se merecerían. En el caso de esta soprano, ha resultado justo al revés. Con su otrora mánager italiano, que en buena medida contribuyó a forjar su incipiente fama, no se entendió a la larga. Más comerciante que consejero musical, como buen empresario preocupado de las finanzas, él se había propuesto exprimirla a fondo, obtener la mayor tajada marcándole una senda infinita de compromisos (cada vez mejor pagados pero extenuantes), hasta que la mujer, consciente de sus posibilidades, de las limitaciones de un instrumento como la voz, que exige sus propias, inexcusables atenciones y cuidados, dijo basta.
Lo dejó casi de un día para otro para calmar así su ansiedad y recuperar el control de su carrera. Eligió ingresar menos (aunque a veces exhibirse limitando las apariciones sirve también para elevar los cachés, cuando la demanda es alta) a cambio de más libertad para elegir; tiempo para prepararse concienzudamente. Porque lo que más le importa a ella es entrar en la historia como una de esas artistas que marcan una época, a través de un legado que apunte al máximo rigor y excelencia. Para simplemente cumplir, ya hay muchas.
Por eso se desespera cuando no advierte en sus colegas el mismo nivel de entrega y rigor, y critica sin reparos, con su creciente autoridad, a esos directores de escena que desperdician el valioso tiempo de los ensayos intentando sacarse alguna nueva ocurrencia de la chistera, en lugar de interpretar fielmente los deseos, ideas e intenciones del compositor y el libretista.
Eso sí, cree que resulta indispensable, hoy, implicarse absolutamente en perfeccionar el modo de actuar, el gesto más allá de la voz, la búsqueda de detalles bien fundamentados que aporten matices interesantes y enriquecedores, como solían hacer los directores de escena de otra época, su adorado Zeffirelli, al que no duda en reivindicar como un ejemplo de ópera bien servida, la que en su opinión solo será capaz de devolver el público a los teatros.
Cuando llega a percibir que las cosas no funcionan, la Sierra no duda en reclamar su propio espacio, dejándose oír más allá del canto. Con la joven Bárbara Lluch tuvo sus más y sus menos hace un par de temporadas, durante el debut La Sonámbula, en Madrid. De algún ensayo salió algo más que enfurruñada y hasta con ganas de abandonar la producción, pero al final la sangre no llegó al río.
El enfoque deliberadamente feminista de la obra de Bellini, que aportó la nieta de Nuria Espert, solo convenció a sus más acérrimos partidarios, pero en cambio el mayor consenso de aquellas funciones atribuyó el triunfo absoluto a la soprano norteamericana, que encandiló al público con su caracterización de Amina, más próxima a la legendaria encarnación de Maria Callas que otras versiones débiles y edulcoradas. No debió quedar disgustada del todo, porque ahora ha accedido a presentarse en el mismo montaje, en Barcelona (quizá con algún cambio).
El rendido público del Real se quedó prendado con el aperitivo de Traviata que, en su totalidad, ya cautivó a los barceloneses, con ruidosas ovaciones de otras épocas pretéritas, casi olvidadas, durante su asunción completa del personaje principal de la ópera de Verdi, a principios de este año. Todos salimos ganando teniéndola tan cerca, a tiro de puente aéreo, aunque quién sabe por cuánto tiempo. Lo lógico es que vaya eligiendo prodigarse únicamente en un puñado de escenarios, los más representativos, sus favoritos, con proyectos en muchos casos concebidos exclusivamente para ella.
Solo Nadine Sierra sabe hasta dónde se propone llegar. Pero por hora necesita tanto a la ópera, su sustento primordial, como esta de su esmerado arte, frescura y firmes convicciones. Su abuela ya puede descansar en paz.
César Wonenburger
(Publicado en “El Debate”)
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