¿Qué música estará sonando en Bruselas?
¿Qué música estará sonando?
Con esta ´inocente´ pero muy venida a cuento frase acababa la nota con la que hace tres días esta página informaba que Pedro González Mira estaba atrapado en el aeropuerto de Bruselas tras la explosión de las bombas yihadistas. Bien. Hace 24 horas que, junto a mi esposa, periodista de RNE, ya he salido de aquel infierno.
Uno: durante el tiempo transcurrido desde el atentado (aproximadamente a las 8.00 de la mañana, unos diez minutos después de nuestra llegada a allí) hasta que puse los pies en mi casa de Madrid, algo más de dos días, pude seguir las noticias que se iban sucediendo a través de mi móvil. Las ´músicas´ que se escuchaban en los papeles digitales sonaban a muerte, envuelta entre el caos y la confusión; los periódicos y plataformas se hacían eco de los muertos, de los asesinos, y ´filosofaban´ acerca de las causas por las que suceden estas cosas. Encomiable, necesario, imprescindible, periodismo de mesa de altura. Pero hubo en ese tiempo otro aspecto del asunto, que más tiene que ver con el periodismo de carne, de casta, del de a pie de la noticia, que no vi reflejado en todo aquello que iba leyendo: ¿qué había pasado con las miles de personas que estábamos en el aeropuerto en el momento de las explosiones y que tuvimos la inmensa suerte de volver a nacer en ese instante? ¿Qué se había hecho con nosotros? ¿Cómo se nos había atendido? ¿ A dónde se nos trasladó? ‘Qué apoyo psicológico se dio a las decenas de pasajeros que estaban al lado de la explosión? Etc.
Y dos: aun solo por pura vergüenza periodística, por haber vivido en directo ese momento, creo que debo a la gente que me sigue en esta página un pequeño relato de lo que vi allí; de las ´músicas´ que escuché allí; y de las consecuencias de todo ello, que ya a partir de hoy mismo he visto que se suceden.
En realidad fue una carambola. Yo venía de escuchar otras músicas. Maravillosas danzas de guerra de Rajastán; sensuales músicas bailadas por muchachas-flor en los recintos cerrados de las fortalezas de Jaisalmer o Jaipur; cantos funerarios procedentes de la tumba del gran Humayun, en la vieja Delhi, o desde la paz infinita de ese monumento al mármol blanco llamado Taj Mahal; o, cómo no, los de las ofrendas y ceremonias religiosas de miles, decenas de miles, de fieles en los templos de Varanasi y en el Ganges, en el amanecer sobre el río más mágico de la Tierra. Esas eran mis músicas cuando se nos comunicó la cancelación del vuelo hasta Abu Dhabi que debía unirnos a España mediante el correspondiente enlace. Fue una larga historia, en un país donde las cosas funcionan de otra manera, pero tras surrealistas vicisitudes (no funcionaban los ordenadores de los mostradores, no funcionaban las cintas transportadoras de las maletas, se les acabaron las etiquetas para la facturación y necesitaron más de media hora para reponerlas… Todo ello para reubicar vuelos hacia todas las partes del mundo a unas 250 personas) tuvimos la suerte (muy entre comillas) de encontrar un enlace a través de… ¡Bruselas! Llegamos por fin a la capital de Europa y, cuando casi nos disponíamos a embarcar, una avalancha de gente corría hacia el lugar donde nos encontrábamos. Dos chicas con uniformes de camareras llegaban llorando como magdalenas, y la zona empezaba a oler mal. Las pantallas seguían indicando los embarques, pero operarios del aeropuerto gritaban a la gente para que huyera del lugar donde se encontraba. ¿Huir a dónde? Nadie lo sabía, y al mismo tiempo se escuchaba por los altavoces una voz que ordenaba que nadie se moviera de su sitio. Se empezaban a producir los primeros síntomas de nerviosismo y flagrante ineficacia e ineptitud por parte de las autoridades aeroportuarias, que pronto iban a hacer acto de presencia de manera lamentable. Y también se empezaban a producir las primeras muestras de con qué civismo se iba a comportar la inmensa parte de la gente. Tras un lapso de confusión pudimos llegar a la conclusión de que efectivamente aquello era una evacuación. Fue entonces cuando miles de viajeros empezamos a salir hacia un gran patio, sin que, por supuesto, nadie nos dijera que habían estallado dos bombas dentro, salvo lo que nos podían contar algunos que para su desgracia habían estado más cerca de las bombas que nosotros: gente aterrada huyendo en todas direcciones, trozos de personas por los suelos, un equipo de baloncesto al completo trepando por una escalera mecánica que funcionaba en sentido contrario, humo, mobiliario destrozado y un hedor insoportable. Obviamente, no pudimos saber que había una tercera bomba que, por su potencia destructiva, si hubiera llegado a estallar nadie de nosotros se habría salvado. La gente, no obstante, estaba mayormente tranquila, salvo algún brote de miedo descontrolado. El miedo es una de las pocas cosas que gozan de total libertad.
Ya en el referido patio, una hora después de pasar frío, comenzaron a llegar autobuses para cargar a la gente. Misión imposible; las aglomeraciones no lo permitían. De manera que tuvo que llegar la policía para explicar-ordenar que aquello no podía ser. Así que dieron la orden de ponernos a andar. ¿Hacia dónde? Ni idea. Pero había que hacerlo. Tras un buen paseo llegamos a unos hangares vacíos, donde se nos invitó a que nos sentáramos cómodamente en el suelo (yo tuve suerte porque llevaba un periódico que, pertinentemente extendido, me sirvió de asentadera). Hasta no menos de una hora más tarde no empezó a llegar agua, alguna que otra manta y algo de alimento. Pero si uno quería tener acceso a alguno de esos privilegios tenía que hacer algo más que discutir con sus vecinos, que naturalmente competían por el mismo premio. Mientras que mi mujer había entrado en la radio y la televisión españolas a través de su móvil para contar lo que allí estaba sucediendo, en la prensa española se comentaba que los pasajeros serían trasladado a hoteles: más falso que la podrida alma de quienes apretaron los detonadores. La realidad es que se empezó a trasladar a la gente a dependencias militares de la zona, más seguras, decían, y más confortables, decían. Contaron mal y previeron peor, pues al poco tiempo tales dependencias quedaron colapsadas sin que los organizadores se hubieran parado a pensar antes que eso era, con toda lógica, lo que pronto sucedería. Había que buscar otras opciones. Ya saben, las cosas de palacio van despacio. Ya al final de la tarde nos tocó a nosotros salir de allí. Nos condujeron a un lugar a unos 20 km. del aeropuerto, que solo al llegar pudimos reconocer como una especie de gran pabellón para refugiados que Cruz Roja había usado ya en alguna ocasión. Mi hijo insistía desde su móvil: ´papá, están diciendo que os van a trasladar a hoteles…´ Hay que decir que aquel espacio estaba gestionado en la práctica por voluntarios que hicieron lo que pudieron. Pero la autoridad competente seguía sin aparecer. Unas horas más tarde, llegaron las camas (una especie de colchonetas de piscina), por las que de nuevo tuvimos que pelear, porque en principio volvían a ser insuficientes. La susodicha autoridad seguía estando mal en aritmética. Hubo comida por fin, y ya el personal pudo comenzar a descansar algo.
Bien tempranito, y ante lo obvio, es decir que era imposible que el aeropuerto reabriera, todo el mundo comenzó a buscarse la vida. Mi esposa estuvo en contacto con el consulado español, pero ya se sabe lo que está pasando en España con las labores de gobierno: ni caso, ´póngase usted en contacto con la compañía con la que tiene que volar, y que le den alternativa´. Se empezaba a ver cuál era el problema: a las compañías les costaría un pico arreglar las cosas, pues cualquier solución para salir de aquel agujero implicaba trasladar a los pasajeros por tierra a otro aeropuerto (París, Dusseldorf, Lieja, Amsterdam…) , para proporcionarle desde allí otro vuelo a su destino final. Y había de todo: México, Canadá, Perú, India, EE.UU., etc; o ciudades europeas, como en nuestro caso, Madrid. Nada se movía, las compañías –quizá con excepción de las estadounidenses- no movían un dedo. Pero por fin, y ante la tremebunda imagen que, una vez más, estaba dando Bélgica, como es sabido el pueblo paria tonto de los franceses, pero nada menos que la capital europea (?), apareció la autoridad competente. Mi mujer, que no hacía más que enviar cortes a RNE de pequeñas entrevistas a los protagonistas de la batalla, que por cierto, contestaban con educación tras tanto disparate, me dijo: ´a qué no sabes quien acaba de llegar… Voy a ver si le puedo entrevistar´ Pues no, no estaba para entrevistas quien acababa de llegar al campamento de seudorrefugiados: el mismísimo ministro de Justicia belga. No lo escuché de viva voz, pero al parecer dio un puñetazo encima de la mesa y ordenó que aquel penoso campamento se cerrara en horas. Milagrosamente nuestra compañía (y las de los demás) apareció enseguida, y nos metió en un taxi hasta París, desde donde al día siguiente (ayer) volamos a Madrid.
Estas son las músicas que escuché, nada que ver con las habituales. Pero considero necesario que mis lectores también las conozcan. Que sepan en qué Europa viven; en la imposibilidad de que un europeo de los de arriba pueda ejecutar algo que no esté escrito en un manual de instrucciones previo; en la inexistente capacidad para tomar decisiones en situaciones-límite; en la nula facultad de improvisación para resolver un problema; en la exasperante lentitud con que hacen las cosas. Etc, etc. Que cada cual extraiga conclusiones. Pedro González Mira
Nota: agradezco la licencia de haber podido contar esto. Pero les prometo que a partir de la próxima semana de lo que les hablaré será de lo de siempre, de la verdadera música.
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